domingo, 20 de febrero de 2011

Los otros: primera parte.

El comienzo del curso escolar, el verdadero comienzo, antes de que los alumnos pululen por el centro en su primer día de clase, es el momento más estresante para un equipo directivo. Hablo de los quince primeros días de septiembre. Desde luego hay un día fatídico dentro de ese período: cuando se entregan los horarios a los compañeros. No hay morfidal en el mundo que reduzca la ansiedad del jefe de estudios y del director la noche anterior, pero ese será otro tema a abordar más tarde.
Año tres de dirección: estaba terminando de ajustar la certificación de matrícula, cuando me avisan de que tengo a unos padres que deseaban hablar conmigo. Tengo por norma recibir a todo el mundo que quiere hablar conmigo sin pedirles una cita, por coherencia, ya que normalmente llevo mal la espera cuando intento acceder a cualquier servicio público y además exijo profesionalidad, y aunque las citas facilitan más los aspectos organizativos, no me encuentro a gusto cuando alguna vez he dicho al conserje que no podía ver en ese momento a quien aguardaba ser atendido; pues eso, que soy facilón en ese y otros aspectos, qué le vamos a hacer. Los padres pasaron y observando sus rostros percibí que la conversación no iba sobre resolverles una duda, o solicitar un puesto escolar para su hijo, algo habitual en esos días, así que les ofrecí asiento y les pregunté por el motivo de su visita. Se miraron el uno al otro y, con un largo y costoso suspiro, la madre comenzó a hablar sobre su hijo. El niño había obtenido plaza en primer curso de la ESO, tenía doce años y, según relató la mujer con palabras breves y sencillas, era un buen chico que estudiaba regularmente y obtenía buenas notas. Muchos de esos quiero yo en el centro, pensé mientras hablaba, sin llegar a entender aún el motivo de su presencia allí. Luego enmudeció durante un breve instante, miró de nuevo a su marido mientras este seguía callado y cabizbajo, y con voz débil me preguntó que si lo que me contara en ese momento se iba a quedar allí, en ese despacho, a lo cual respondí que dependía de la naturaleza de lo que fuese a decir. Como en nuestro gremio de forma natural somos amantes de la ejemplificación, a veces demasiado, respondí que aquello no era un confesionario ni el despacho de un juez, que si me iba a contar que su hijo, aunque fuese un chaval de sobresaliente, se dedicaba a descargarse propaganda de carácter fascista y a colgarla en el tablón de anuncios de la clase (mal ejemplo, pensé mientras lo exponía, pues alguien con doce años está tan cerca de la política como Obian de los derechos humanos) o que su hobby era el maltrato a los animales, pues habría que hablar con el orientador para ayudarle y erradicar ese tipo de conductas.
No, no, repetía la mujer. Su hijo era buena persona, repetía, pero venía arrastrando un problema desde el colegio de primaria y tenía mucho miedo de que el problema continuase en el instituto o incluso se agravase. Le animé a que me contase el tema y, con esfuerzo, pronunció la palabra acoso. Luego, atropelladamente, enumeró una serie de acontecimientos que le habían ocurrido al alumno desde que estaba en quinto curso, casi siempre con los mismos compañeros como co-protagonistas. Al niño le habían insultado, colocado un mote que francamente sonaba mal, jamás le llamaban por su nombre fuera de la clase, le pintaban el cuaderno, le robaban material de vez en cuando, lo hacían participar en juegos que acababan con algún que otro golpe sobre su cuerpo y, lo peor de todo, lo ignoraban cuando llegaba algún acontecimiento feliz para cualquier niño, como una salida del cole a ver una peli o una función de teatro. Llegados a ese punto, la mujer calló, miró de nuevo a su marido y luego a mí, mientras una lágrima vergonzosa recorría su mejilla.
Me levanté del asiento, fui a mi mesa y busqué los papeles de la entrevista que habíamos tenido en el mes de abril con los tutores de los alumnos que nos llegaban nuevos ese año al centro y que estaban por entonces en sexto de Primaria. Pregunté el nombre del niño y leí lo que el tutor nos había comentado sobre él y su familia: alumno trabajador, con buen comportamiento, buena nota media, normalmente callado pero, en su opinión, muy susceptible. Madre colaboradora pero quejica. No había conocido al padre en sus dos años de tutoría.
Esta vez fui yo quien me puse a a observar a la mujer. Creí ver a una persona realmente angustiada, que había sido incluso comedida y prudente en sus palabras. Le dije que era un tema ciertamente serio, que había que dar unos pasos necesarios para descubrir el grado de acoso real que el niño sufría, que el orientador me ayudaría en esta labor y que, salvo él y yo, nadie por el momento sabría de nuestra conversación. Me respondió rogándome de nuevo que no comentase nada pues temía la reacción de esos compañeros que también serían alumnos del instituto ese año y por tanto, volverían a violentar a su hijo. Para tranquilizarla le dije que había medidas disciplinarias contra ese tipo de alumnos y que no era la primera vez que nos enfrentábamos a un caso parecido y habíamos logrado solucionarlo (aunque yo mismo no sé si sonaba realmente convincente), pero terminé preguntado algo que creía obvio: ¿no habían pensado en la posibilidad de buscar otro centro para su hijo?.
Entonces el padre levantó la cabeza, echó su cuerpo hacia delante y con dureza me dijo que ni su hijo ni ellos eran unos cobardes que huían de los problemas. Cierto, pensé, pero no razonando como él, sino por lo inoportuno de mi pregunta ya que (ejemplo de nuevo) uno no cambia de médico en la seguridad social cuando no se siente bien atendido, entre otras cosas porque el sistema le pone mil pegas, pero sí tiene derecho a ser bien tratado en todo momento. El problema no es del paciente sino del servicio público.
Sin embargo, el señor sentenció la conversación de esta forma: si la primera vez que se hubiesen metido con él se hubiese puesto a repartir hostias, ahora no estaríamos aquí, pasando la vergüenza que estoy pasando. La culpa la tienes tú, tú y tu hijo, que no tenéis lo que hay que tener.
Hace tiempo de esta conversación. El alumno sigue siendo alumno del centro, buen estudiante y mejor persona. Creo que está contento, aunque los comienzos fueron duros. No he visto más al padre por el instituto.