viernes, 30 de diciembre de 2011

2011, según quien te lo cuente


Este verano pasé un fin de semana en un hotel cercano a un pueblo de Cádiz. Ahora que cuesta tanto salirse de las sábanas que te protegen de las oscuras y frías mañanas de invierno, recuerdo  que,  mientras el resto del grupo dormía plácidamente, yo me calzaba unas viejas deportivas y cogía el pequeño sendero de escalones artificiales que me llevaba hasta una fina y dorada arena. Detrás iba dejando que los primeros rayos del sol reconfortasen una espalda algo contracturada mientras delante aún se dibujaba una luna nítida sobre un mar afanado en coger el azul que los veraneantes esperan encontrar en sus aguas.
Aunque el amanecer sea algo afortunadamente cotidiano y normal, para mí era un privilegio vivir aquel contraste: sentir en mi cuerpo la luz aún tímida de un astro que se abre poderoso y observar  el lento desaparecer de una pálida esfera que se resiste a abandonar su lugar a los ojos de los que la contemplan.
Una de esas mañanas me ocurrió un hecho que jamás había experimentado. Cuando bajaba por aquellos peldaños de madera me giré hacia atrás y observé que una incipiente niebla comenzaba a expandirse ocultando los rayos del sol. A los pocos minutos, y ya caminando a buen ritmo cerca de la orilla, la niebla espesó y se adueñó de todo el lugar. Al principio, la sensación que experimenté fue de sorpresa. Vivo cerca del mar y acudo allí a dar largos paseos por la arena, no sólo en verano sino en cualquier época del año, pero nunca antes vi fenómeno semejante. Estoy acostumbrado a la bruma que desciende por las faldas de las montañas de mi pueblo y a la poca visión que, a veces, nos hace conducir con mucha precaución cuando vamos por carreteras que cruzan los valles de los ríos. Pero no me esperaba que, en tan corto intervalo de tiempo, apenas pudiese distinguir algo a más de veinte o treinta metros. Después, me invadió un desasosiego provocado probablemente por el recuerdo  de alguna película de terror en la que el elemento desencadenante de la tragedia es esa madeja de hilos húmedos y grises. No sabía muy bien cómo actuar. Caminaba muy cerca de un agua en calma. El leve oleaje hacía que no sintiera temor a esa inmensidad que intuía a mi derecha. A la izquierda, apenas percibía la figura emergente de alguna torre de control para socorristas. Lo que era cierto es que había perdido la referencia de los escalones que deberían devolverme al hotel. No sé muy bien por qué, pero decidí continuar andando, cada vez más deprisa. De vez en cuando, como un espectro vestido por Nike o Adidas, aparecía otro caminante al que percibía casi cuando se cruzaba conmigo.
Comencé a angustiarme porque la niebla no se iba. Es más, ni siquiera comenzaba a difuminarse. De repente,  la figura de un niño de no más de diez u once años surgió como de la nada y se adentró en el mar. Me quedé quieto, observándolo, intentando comprender si ese hecho era real. El chaval nadaba muy cerca de la orilla (si no hubiese sido así, lo habría perdido de vista) y, aunque mi instinto me empujaba a gritarle que era peligroso bañarse en esas condiciones, permanecí allí, paralizado y sintiendo una preocupación y una responsabilidad cada vez mayor por la suerte del niño. En aquel momento pasó por allí un hombre joven corriendo. Me miró y luego miró al chaval de reojo. Siguió corriendo como quien se aleja de los ladridos de un perro tras una verja. Entonces apareció una mujer a mi lado. Comenzó a gritar al chico por su nombre hasta que éste le respondió de mala gana. Me volví hacia ella y le pregunté si le conocía. Es mi hijo, me respondió. No sin algo de incomodidad le comenté que estaba allí parado porque había sentido cierta inquietud al ver a un niño de esa edad zambullido en el mar con tan tremenda niebla. No es usted de por aquí, ¿verdad? Esto es frecuente en esta playa. Muchas mañanas la niebla baja un rato y luego se va. A mi hijo le encanta nadar bien temprano, cuando no hay nadie en el agua. Está loco. Lo raro es que su padre no esté nadando con él también.
Me despedí de la mujer y continué mi paseo. Ciertamente no pasaron más de diez minutos cuando la bruma comenzó a disiparse. Todo iba recobrando su color: el añil marino, las siluetas ocres de los tejados de las residencias veraniegas, el brillo de las conchas apiladas sobre la arena. Decidí dar la vuelta. Cuando regresaba al hotel, descubrí a una familia desayunando junto a  un puesto de motos de agua. Debían de ser los dueños de ese negocio. Entre aquellas personas vi al niño y a su madre. Mientras alcanzaba el chiringuito que me servía de referencia para llegar a las escaleras de subida, no dejaba de pensar en aquella criatura nadando de forma descuidada sobre un mar oscuro; en su seguridad, su placidez. Recordé aquella despreocupación materna. Una tranquilidad desprendida de ese amor de una madre que deja sueltas las riendas de su potrillo de vez en cuando para sumergirlo en la vida. Esa vida en la que ella cada vez tendrá menos presencia.
Al entrar en mi habitación, mi gente aún dormía. Me descalcé en la terraza y miré al mar. 
Más que nada, sentí nostalgia...tanta nostalgia.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Navidad


Después de cuarenta entradas, entre las cuales ha habido pequeños relatos del presente y del pasado, algunas quejas y protestas por la situación de la enseñanza hoy en día (¿qué nos esperará a partir de ahora?), episodios personales, y algún sentido homenaje a aquellos que fueron y son parte esencial de mi vida (aunque no estén todos, pero lo estarán), esta vez toca sencilla y llanamente desearles a todos los que acuden a este rinconcito de la red toda la dicha posible en este tiempo de Navidad.
Ya les mencioné en una ocasión que la mayoría de los docentes, a fuerza de tratar con niños o adolescentes, conservamos un componente pueril que no nos abandona en nuestra vida (lo decía el personaje de Fernando Fernán Gómez en Belle Époque ¿recuerdan?). Digo la mayoría porque los hay que, en el aula, en vez de personas, sólo son capaces de distinguir “asimiladores de contenidos” sentados en filas de anodinos pupitres. Pues bien, en mi caso, ese infantilismo llega a su máximo apogeo en esta época del año. Y esto no es debido a mi trabajo sino, una vez más, a las enseñanzas de esa abuela que tan presente estuvo en mi infancia y a la que otras veces he mencionado en el blog. Qué feliz era cuando, llegando diciembre, cobraba su pensión y hacía sus apartados para las compras de navidad. Lo cierto es que la pensión era más bien bajita, lo cual no impedía que hubiese lo suficiente para mantecados y turrones, latas de conserva, la botella de sidra y los juguetes de mis hermanos y mis primas. Cómo estiraba aquella mujer el dinero estatal que a duras penas compensaba toda una vida de trabajo y sacrificio. Cuando me fui al internado, pensé que acudiría a mi hermana para realizar esas compras navideñas, pero me equivoqué. Esperaba pacientemente a que apareciera un par de días antes de Nochebuena por la puerta de casa para ir juntos a la tienda de Josefa y llenar un par de bolsas con aquello que normalmente no tomábamos el resto del año. Luego en casa, era yo quien me encargaba de colocar todas las viandas de forma que pareciera que era ella la que traía la magia de la navidad a nuestras vidas. Lo cierto es que mis padres aportaban la mayor parte de lo que consumíamos hasta Reyes, pero nadie en la familia le quitaba “su sitio” a la abuela. En cuanto a los juguetes, también era yo el que los envolvía y los dejaba en la antesala del dormitorio de mis hermanos cuando estos ya se habían dormido. Lo hacía desde que era casi un niño y  seguí haciéndolo después cuando mis sobrinas nacieron. Mentiría si dijera que no disfruto con los presentes que recibo, pero aquella mujer me inculcó el disfrutar, tanto o más si cabe, observando la felicidad de quien rasga con ansiedad un papel de regalo sin saber lo que hay dentro.
Esta tarde he escrito veinte tarjetas de Navidad. Diez eran de Médicos sin fronteras y las otras diez de Intermon Oxfam (Sé que es torpe machacar con el tema de la solidaridad en estas fechas, pero no hacerlo es más torpe todavía). Estaban dirigidas a personas a las que aprecio. Me gustaría hacer lo mismo con todos ustedes, aunque a la mayoría de los que leen este blog ya los he felicitado, puesto que son amigos o conocidos y los veo con cierta frecuencia, pero a algunos de los lectores no los conozco, pues he descubierto en el apartado de Estadísticas que hay quien sigue estos relatos en Rusia, Estados Unidos, Alemania (aunque ahí imagino quiénes pueden ser), en Ucrania, Turquía, Francia, Singapur, Argentina; y quisiera creer que también en España hay gente de la que no sé nada y que, de alguna manera, disfruta con algunas de la entradas que escribo. Pues a aquellos que no me conocen tengo algo que decirles. Aunque firmo como Carlos M. Granada, en realidad me llamo Manuel y vivo en Huelva. Elegí firmar así por preservar el anonimato de algunas personas de las que hablo en el blog. Es más, la segunda entrada contiene alguna información para despistar (tengo un profundo cariño por los conserjes de mi instituto). Pero no se alarmen. Sólo ocurrió en esa entrada en particular. Después comprendí que podía escribir siendo yo y preservar la intimidad de los demás simplemente con modificar algunos nombres y algún lugar (especialmente al hablar de menores), tal y como mencioné que haría la primera vez que escribí en este blog. Conforme fui escribiendo, más necesidad sentí de ser verdadero, de evitar imposturas o modificar algún detalle por evitar algún conflicto. Lo que leen es lo que ha habido y hay en parte de mi vida. Para mí es reconfortante compartirlo con ustedes. Ojalá dentro de poco tiempo haya más y más gente que quiera visitar este lugar, pero si no es así, no ocurrirá nada. Mientras exista alguien a quien interese conocer qué tiene que decir un tipo como yo, ahí estaré. En cuanto a la firma, les diré que Carlos es un nombre que siempre me ha gustado. M es la primera letra de mi primer apellido, y Granada, la ciudad en la que nací accidentalmente, aunque me crié en un pueblo de sierra Mágina, en la provincia de Jaén.
Por cierto, ¿se han dado cuenta de las veces que el cine y la comida están presentes en estas historias? Yo lo descubrí hace un par de semanas. Se lo tengo que contar a mi compañera Flor, que va a un psicólogo, por si tuviera que preocuparme por algo…no sé, alguna cuestión no resuelta del pasado. Mira que si tengo alguna obsesión o carencia y me está dañando de una manera subconsciente...
Mil gracias, de corazón.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Historias de otros tiempos y III


Acabo de recibir un email de Virginia. Regresa el martes de Madrid, donde estudia una doble titulación, Periodismo con… (nunca lo recuerdo). Me propone quedar con Enrique (también ex alumno-nuevo amigo, ¡qué lejos van a llegar los dos!) para comer y ver una peli después. Enrique estudia Idiomas y Humanidades en Sevilla. A ambos les he dado clase de inglés durante casi todos los años que han estado en el instituto. Tenemos que encontrar ese hueco y vernos. Hay tanto de lo que hablar. Entre otras cosas, les contaré mi última experiencia teatral con el grupo de alumnos que rodó el curso anterior un pequeño homenaje musical para la fiesta de despedida de la promoción a la que ellos pertenecían. Son, al igual que Virginia y Enrique, estudiantes bilingües de francés. El inglés es su segunda lengua extranjera. Es curioso. Casi siempre, cuando una promoción de alumnos (a las que yo llamo “especiales”) se va del centro, aparece otra. Ahora mi batalla está con estos pequeñajos de 2º de ESO, con los que me enfado, me río, me exaspero, me emociono.
Hace años, muchos, aparecieron en mi camino un grupo de alumnos del IES La Orden con los que comencé una labor teatral también. Con algunos, incluso llegué a formar un grupo llamado Arteatrozos (nunca un nombre estuvo mejor elegido). Comenzamos haciendo Cabaret. En realidad, lo que hicimos fue coger fragmentos de obras teatrales (Aquí no paga nadie, Bajarse al moro…) con “cierto” nexo temático en común (en realidad, el olor a libertad que desprenden esos trabajos), y enlazarlos con números del musical Cabaret. Esos alumnos tenían 14 o 15 años. Conté con un impagable “Maestro de Ceremonias” y con chicos y chicas tan entregados, que ya quisieran algunos profesionales haber bailado Willkommen o Mein Her como ellos lo hicieron. Con algunos, inicié Arteatrozos, al que después se sumaron Matías, Yolanda, Juan, Paco, entre otros. A partir de ese momento, las obras que representábamos eran mías. No es que tuviesen gran calidad literaria, pero de un par de ellas me siento orgulloso, por qué no decirlo. Pues bien, la última llegamos incluso a ponerla en escena en el Gran Teatro de Huelva durante todo un fin de semana. El resto de las funciones las dimos en los lugares más dispares que se puedan imaginar: en la antigua cárcel de Huelva, en el salón de actos de la ONCE, en la sala de usos múltiples de algún instituto, en varios pueblos de la provincia. Recuerdo con especial cariño un viaje que hicimos a Zufre, en la sierra.
Cuando nos teníamos que desplazar a algún lugar, nos acompañaba Andrés con su furgoneta. Como Zufre está lejos de la capital y era domingo, me preguntó si se podía llevar a su mujer y sus dos hijas. Le contesté que por supuesto. Es más, llamé a mi hermano para que se viniera también. Y ya que aquello se presentaba más como una salida para domingueros que otra cosa, le dije a la “troupe” que pasaríamos todo el día fuera. Unos trajeron tortilla de patatas, otros filetes empanados, fiambres variados, aceitunas rellenas, picadillo (en Huelva, básicamente: tomate, cebolla, pepino y pimiento. Todo a trocitos pequeños). En fin, lo que llevan al campo los españoles un domingo de escapada casera con la excusa de que los niños respiren aire puro y jueguen a sus anchas mientras los mayores se ponen ciegos de cerveza y se cuentan las batallitas semanales a manera de pseudoterapia mancomunada.
Mi hermano iba negro. Andrés, para aligerar, pues habíamos tardado bastante en comer, tomó un atajo lleno de baches. Pero, ¿qué carreteras son éstas? Desde luego, esto es tercermundista; se quejaba. Lo cierto es que alguno iba tan mareado que empecé a visualizar las alfombrillas del coche tuneadas con el picadillo pasado por la batidora de sus ácidos gástricos. Afortunadamente llegamos a Zufre sin más incidentes y comenzamos a montar. Era un pequeño salón de actos con un escenario también muy pequeño. Sin embargo, en peores circunstancias habíamos “trabajado”. Cuando llegó la hora de comenzar la función, estábamos desalentados. El público lo componían unos cuantos ancianos, probablemente de la misma calle en la que nos encontrábamos, ya que no me imaginaba a los pobres caminando más de cincuenta metros. De pronto, Elisa, que iba de adelantadilla, propuso hacer una “performance” (así, tal y como suena y sonaba en el año 1995). ¿Y eso qué es lo que es?, preguntaron algunos, entre ellos mi hermano. Como no había tiempo de explicaciones, les resumí que íbamos a entretener al público asistente mientras comenzaba la función para ganar tiempo por si venían más personas. Repartimos papeles en cinco minutos y, estando en ello, por la puerta y muy trajeado, entró el alcalde. Súbitamente, dos de los míos se le colocan detrás como si fuesen sus guardaespaldas. El pobre hombre no sabía muy bien qué hacer. Los asistentes comenzaron a murmurar entre ellos, y como había una un poco sorda, el hombre que hablaba con ella lo hacía en voz alta. Y esos que acompañan al alcalde, ¿quiénes son? Preguntó desconcertada la mujer. Yo que sé, decía el que parecía ser su marido, parecen de la mafia. ¿De la qué?, insistía la mujer. De la mafia. Bah!, déjalo, si tú no has visto películas, sólo te gustan las telenovelas. El del asiento de atrás, que resultó ser cuñado de aquella señora, se añadió al coro de voces. Y tú, ¿qué clase de películas has visto? Esos son matones que se ha contratado el alcalde. ¿No ves en las noticias lo mal que está lo del terrorismo? El aludido se gira hacia atrás y le espeta: Se los habrá contratado el gobierno. No creo que los pague él, ni el ayuntamiento. Aquí no hay un duro para ná. O eso dice éste (mirando con desconfianza al alcalde, que se estaba enterando de toda la conversación). El cuñado remató añadiendo: ¡coño!, pues buen atracón se dieron él y los concejales en la comida de Navidad.
En ese momento, y ante el cariz que estaba tomando el asunto, les indiqué a los actores que se retiraran. Lo cierto es que el acalde no sabía si reírse de la situación, pues mis actores estuvieron ciertamente graciosos en esa pequeña improvisación, o no pagarnos la función. Se limitó a decir unas palabras enfatizando la apuesta de la corporación que él presidía por la cultura e hizo mutis por el foro. Los ancianos lo pasaron bien, incluso la que no andaba muy fina del oído. Primero, porque en el escenario más que hablar, se intentó gritar, y en segundo lugar, porque en mitad de aquella obra, de repente y de entre un cajón con ropa de saldo, aparecía Matías vistiendo sólo unos calzoncillos. Y créanme, un chaval de veinte años que era un David de Miguel Ángel sin ninguna desproporción en su anatomía (bueno, quizás la que dejaba entrever los bóxer que llevaba puestos) alegró la noche a aquella anciana, porque sería sorda, pero ciega no.
Me acordaba yo de este episodio mientras mis chavales de 2º representaban, junto a los pequeños del colegio García Lorca, la función navideña de este año. Observaba cómo Antonio defendía espléndidamente un Scrooge durante tres representaciones el mismo día, intentando no olvidar su largo texto y Alberto (el fantasma de las navidades presentes) se llevaba por delante el árbol de navidad de la familia Cratchit, entre las risas cómplices del público y de sus compañeros. Ahora son otros tiempos y han cambiado muchas cosas. Pero lo esencial (ese email del principio de esta historia, los comienzos de Arteatrozos, la función en Zufre, la función del jueves pasado), lo importante, repito, permanece. Está ahí, en los abrazos y la dicha cuando se apagan las luces y se cierra el telón, cuando se le dice adiós a una promoción que has visto crecer y convertirse casi en adultos, cuando terminas una clase y sabes que tus alumnos han aprendido algo… cuando pones cariño y tesón en lo que haces y, a veces, aunque sólo sea a veces, te devuelven tanto o más cariño del que tú has dado. 

domingo, 11 de diciembre de 2011

Historias de otros tiempos II


Hellín, octubre de 1986.
¿Saben ya lo que van a tomar?, preguntó el camarero. Yo me apunto al gazpacho. Estoy sediento, contestó Antonio. Por mí está bien, añadí yo. Cuando el camarero se iba a retirar, le reclamé que no había tomado nota del segundo plato. Nos miró algo  extrañado,  pero en seguida cogió el lápiz y la libreta. Ustedes dirán, ¿han mirado las especialidades de la casa? Raudo, le respondí que ambos tomaríamos el solomillo con patatas. Tienen hambre, ¿eh? Comentó algo guasón. Con complicidad, miré a Antonio y pensé que, como no éramos del pueblo, nos estaba tomando un poco el pelo. Más que hambre, queremos algo fresquito y después un poco de carne. ¿Es muy grande el solomillo? El camarero respondió que se trataba de unos medallones con salsa de champiñones y patatas fritas. Le dijimos que no lo queríamos demasiado hecho, pero tampoco crudo (en fin, los términos que se utilizan para decir que no lo quemara, pero que no queríamos ver sangre en el plato. El término “en su punto” aún no entraba en mi jerga. En la de Antonio tal vez, pues, siendo de familia acomodada, estaba más acostumbrado a frecuentar restaurantes con sus padres). Teníamos 23 años y acabábamos de concluir nuestra vida de estudiantes en Granada, donde, por cierto, muchas veces habíamos saciado nuestro apetito simplemente con las tapas que acompañaban las cervecitas que los bares ofrecían como reclamo para los clientes. 
Al cabo de cinco minutos, se presentó el muchacho en nuestra mesa con dos platos de algo que, al menos para nosotros, no era gazpacho. Aquello era un guiso con tortas que parecían estar elaboradas con harina, y trozos de carne. Un plato contundente y humeante de esos que uno está deseando engullir un día de frío invierno, especialmente cuando se ha hecho un esfuerzo físico considerable durante la mañana. Le indicamos que se había equivocado, a lo cual el mozo, aún guasón, cogió la libretita y, como aquel que comprueba un acta notarial, nos respondió que habíamos pedido gazpacho. Pues eso, afirmamos nosotros. Pues gazpacho es lo que hay en los platos. Gazpacho manchego. ¿No lo conocían? Es un plato típico de la región. Estoy seguro de que lo van a disfrutar. Además, la carne es toda de caza, la trajeron a primera hora de la mañana. Vamos, que el mensaje que nos estaba enviando era que no pensaba llevarse las viandas de nuevo a la cocina. ¿Qué clase de caza? Acerté a preguntarle yo. Hay de todo un poco: conejo, venado…
Recuerdo que cuando todavía nos quedaba la mitad del plato, alcé la cabeza y miré a Antonio. Intuyendo lo que iba a decir, se adelantó a mis palabras exclamando: Ya sé. Tú te estás acordando del solomillo, los champiñones y las patatas fritas. Eché un vistazo a mi comida, donde una pata de conejo sobresalía desafiante y luego volví a mirar a mi amigo. Ya por aquella época andaba más bien escaso de pelo, y su frente, extensa hasta casi su nuca, lucía más roja que la de un guiri después de una mañana en Torremolinos. Por mi parte, la servilleta que en principio había reposado sobre mis piernas, tal y como el código de buenos modales indica, iba de mi rostro a la mesa y viceversa empapada de gotas de sudor; que más parecía un Klinex deshecho por una sudoración intensa que un utensilio de comida.
Al final, y después de dejar medio solomillo con toda su guarnición en la mesa, el camarero se acercó de nuevo. ¿No ha sido de su agrado el solomillo? Estaba muy bueno, le miré desafiante. La cuenta por favor, le requerí cortante. ¿No van a tomar postre los señores? Tenemos unos mantecados manchegos, hechos por un repostero de confianza, que, acompañados de un cafelito, les dejarán un magnífico sabor de boca. Para que les apetezca regresar más veces. Antonio y yo nos miramos sin saber muy bien como cortarle la guasa a aquel mozarrón. Si no hubiese sido por su acento, hubiésemos jurado que era de Cádiz en vez de Albacete. Pero, una bola que cada vez se hacía más grande en el estómago, los calores que nos subían hasta mejillas y hacían que pareciéramos amapolas entre tanta mesa de blanco mantel, y un revuelto de tripas sonoro que pedía a voces liberarse, nos hizo desistir de contestar como se merecía a aquel adolescente socarrón y descarado.
Ese fue mi comienzo en la ciudad donde comenzaría a ejercer por primera vez como profesor en la enseñanza pública. Al día siguiente, me incorporé al instituto Melchor de Macanaz y conocí a quienes serían mis primeros alumnos. Todos eran de 1º de BUP, excepto un grupo de COU al que debía enseñar Dibujo Técnico. Ya me dirán ustedes cómo un licenciado en Filología Inglesa iba a poder impartir aquella materia, si, cuando pequeño, suspendía hasta los dibujos de carácter abstracto que el maestro mandaba hacer a los menos favorecidos con el don de la pintura para que pudiésemos aprobar. Sin embargo, tuve la enorme ayuda de un compañero, catedrático de la asignatura, que me cambió dos horas de guardia por dos de mis clases para así poder enseñar la materia a aquellos estudiantes de último año. Con ese gesto inolvidable de compañerismo emprendí mi camino en la enseñanza.
Dicen que los primeros amores nunca se olvidan. Para mí, que siempre había soñado con ser profesor, aquel año fue uno de los mejores regalos que me ha dado la vida. Recuerdo a Luis, que vivía cerca de mi casa, a Adolfo, a Ana… a tantos chicos y chicas que colmaron con creces las expectativas que había puesto en lo que sería mi futuro profesional. Recuerdo a mis compañeros y amigos: a Lali, Rosalía, al director, a Diego. Sólo estuve allí un curso, pero, al año siguiente, ya en Valverde del Camino, me las apañé para organizar un intercambio entre los alumnos del instituto Diego Ángulo y mis niños de Hellín. Aún recuerdo el emocionante recibimiento que nos hicieron al llegar a las puertas del Melchor de Macanaz. Los recuerdo gritando mi nombre como si de un famoso futbolista o cantante se tratara, y yo, con el corazón sobrecogido, intentando abrirme paso entre sus abrazos después de tan largo viaje.
Muchas noches sueño con Hellín. En mis sueños aparece la ciudad y, a veces, los rostros desdibujados de quienes compartieron pupitre, tiza y pizarra conmigo (y algunas fiestas también). Son sueños con un poso de dulce nostalgia que hacen que, al despertar, me sienta como cuando escucho la canción de Bola de Nieve, esa que suena en la escena final de La ley del deseo:

Quién, de tu vida borrará
mi recuerdo y hará olvidar
este amor,

Hecho de sangre y dolor,
pobre amor

Que nos vio a los dos llorar
y nos hizo también soñar y vivir,
¿Cómo dejó de existir?
Hoy que se ha perdido,
déjame recordar
el fuerte latido
del adiós del corazón
que se va,
sin saber a dónde irá

Y yo sé que no volverá
este amor,
pobre amor.

(Es verdad, los primeros amores nunca se olvidan).

jueves, 1 de diciembre de 2011

Historias de otros tiempos I


Viajábamos en el viejo Renault 11 que compré al final de mi segundo año como profesor. Como hacía frío, llevábamos las ventanas cerradas a cal y canto. A mi lado iba Luciano y detrás, sentados sobre unos asientos de paño impropios de tan altivos personajes, iban Elisa y Rafa. Ciertamente se trataba de un grupo peculiar. El conductor era un iluso que, a falta de verdaderas relaciones sexuales-afectivas, suplía sus necesidades consumiendo cine y soñando con el día en que, frente a una chimenea de una casita de campo, compartiría algo más que una copa de vino con un joven y guapo actor que se expresaría de la misma forma que lo hacía en sus películas. Luciano se había quedado hemipléjico hacía unos meses, pero sus maneras seguían siendo tan finas y delicadas que se esforzaba por no perder su erguida postura por muy incómodo que se encontrase en aquel vehículo. En realidad, era una sesión más de rehabilitación para él. Con el brazo derecho se sujetaba el izquierdo de forma que éste no se le quedara colgando y se descompusiera su enjuta figura. En cuanto a Rafa, siempre fue y ha sido Ramsés, o tal vez su hermana, dependiendo de la ocasión y de si podía cruzar las piernas o no. Si Rafa era un dios, Elisa se preparaba para ser Nefertiti, una aprendiz algo tosca por aquel entonces, pero de una altivez notable. En el camino sólo se escuchaban sus voces quejándose de todo, pues desde el comienzo dejaron claro que no les interesaba la música que llevaba en el coche. En aquellos días, Luciano y yo andaríamos por los treinta, Elisa acababa de cumplir veinte añitos y Rafa…bueno, Rafa era un poco mayor que nosotros (un poco, nada más, ¿eh?). Las protestas de los ocupantes traseros no dejaban de sonar y eran comprensibles. Llevábamos el maletero del coche abierto ya que la silla de ruedas de Luciano no permitía cerrarlo del todo. Por tanto, los humos del tubo de escape inundaban de vez en cuando todo el interior del vehículo atufándonos a los allí presentes, pero de manera especial al faraón y la princesa. De repente, una voz que sólo podría venir de alguien de la Línea con estudios universitarios exclamó: Mira, m…., esto parece la cámara de gas de los judíos. ¿Tú nos quieres matar antes de llegar al Algarve? La risa que nos entró a todos con aquel exabrupto fue tal que el pobre Luciano se orinó en los pantalones y yo tuve que frenar repentinamente porque casi me como el coche que iba delante.
Pasamos un fin de semana muy divertido en Quarteira, como tantos otros. Recuerdo que, paseando por la ciudad, y ante la estrechez de la acera y la lentitud de unos extranjeros que iban delante, Ramsés los echó a un lado diciendo: Can you see that we are “paralitical” gays? Un respeto por las minorías y por los enfermos. Mucho imperio, pero muy poca vergüenza. Aquellas personas no dudaron en apartarse de inmediato, no porque entendieran sus palabras,  sino por la fiereza de su mirada y el ímpetu con que se abrió paso. Rafa era así. Divertido, ocurrente, con algo de mal genio a veces, pero agudo e inteligente siempre. Podría contar mil anécdotas sobre él, pero seguro que si las lee, es capaz de enviarme a la bruja del Oeste, o a Esperanza Aguirre con las tijeras. Sus alumnos tienen suerte de tener un profesor como él (es catedrático de Geografía e Historia) y nosotros tuvimos la dicha de disfrutarlo durante algunos años.
Hace unos días me llamó por teléfono. Su voz sonaba triste y comprendí que algo iba mal. Me contó que su hermana Loli había muerto. Tiempo atrás, cuando nuestra relación era fluida y constante, me dijo que Loli atravesaba un mal momento en su vida. Como hablábamos tanto de nuestras familias aunque viviesen lejos, sentí la necesidad de escribir una carta a aquella mujer que no conocía salvo a través de las palabras de mi amigo. Parece ser que aquella misiva la emocionó, y que la guardó durante años. Me decía Rafa que solía preguntar por mí de vez en cuando, mostrando su deseo de conocerme. Bien, esto no llegó a suceder, al menos físicamente, pero la sentí en todo momento cercana gracias a su hermano. Estuvo y está en mi corazón.
Al final de cada octubre, suelo ir al cementerio de esta ciudad a poner unas flores sobre la tumba de otra mujer que tampoco llegué a conocer. Hasta que murió hace seis años, era su marido quien lo hacía. Al no dejar familia aquí, y sintiendo tanto cariño por ese anciano, pensé que era mi deber relevarle en esa tarea. Este año le he llevado unos claveles blancos. Cuando los colocaba sobre los dos pequeños jarrones que presiden el nicho, me acordé de Loli y me dije: un ramillete por Natalia y otro para esa mujer que durante tanto tiempo agradeció unas frases de consuelo escritas desde la distancia y la osadía.  Un beso enorme para ti y para los tuyos.