martes, 7 de mayo de 2013

Á bientôt



Estas son las últimas palabras de este blog. Han pasado algunos meses desde que escribiera la última entrada. Durante este tiempo me han operado la vista, pero no creo que mi visión haya mejorado, metafóricamente hablando. Al contrario, todo me parece un poco más oscuro y borroso en el mundo que me rodea y en ese otro más lejano que me cuentan los medios de comunicación, la llamada angustiosa de algún familiar o alguna valiente película cuyo director no tiene miedo de expresarse en libertad (y al que han dejado hacerlo, que no es poco).
Por mi parte, quisiera decirles que pienso seguir contando historias, que es lo que he venido haciendo desde este rincón. Ahora, no obstante, estoy tratando de hallar otros caminos para continuar narrando lo que me ocurre y lo que siento que les ocurre a los demás. Y como no me gustaría concluir de una forma brusca y un tanto desangelada, aquí les dejo unos pingajos de color gris oscuro, casi negro, que me he encontrado en mi (normalmente) agitada rutina durante estos últimos días. Ya saben, unos kilos de realidad envueltos en papel de ficción de “todo a cincuenta céntimos”.
Hace unas semanas se personaron dos agentes de policía en mi centro preguntando por una menor que habían abordado en un barrio cercano durante las horas lectivas dos días antes. Querían elaborar un informe y necesitaban hablar conmigo sobre su marcha académica. Al mismo tiempo, aparecieron dos trabajadoras de los servicios sociales del ayuntamiento, también en busca de la misma chica. Ya éramos cinco.
Voy a buscarla a su clase y sus compañeros me dicen que no se encuentra en la misma, pero que sí había estado en la hora anterior. Bajando las escaleras camino de la entrada, mi estado de zozobra estaba provocado más por la impresión que se iban a llevar aquellas personas sobre la seguridad del instituto que por lo que la niña podría estar haciendo en aquellos momentos. Para qué les voy a mentir. Es más. Antes de hablar con ellos, me pasé por la Conserjería para coger el estadillo de control de ausencias de alumnos que salen del centro durante la jornada escolar con el permiso de las familias, no porque esperase ver su nombre anotado en el mismo, sino para demostrar a aquellos guardianes del orden social que nosotros actuábamos correctamente y la responsabilidad de la falta residía en el mal comportamiento de la adolescente. Luego les invité a pasar a mi despacho mientras iba en busca de la Orientadora, cuya presencia también había sido requerida. De paso, y para contar con el apoyo de otro miembro de la Dirección por si la cosa se ponía fea, le dije a la Jefa de Estudios que se agregara a aquella reunión. En ese momento éramos siete.
Iba pasando el tiempo entre reflexiones y explicaciones y ni el conserje ni el profesor de guardia daban señales de vida para indicarnos si la niña había aparecido. Es difícil disimular el bochorno, al menos es lo que mí respecta, y la única forma que encuentro para evitar mostrarlo cuando pienso que he fallado en mis obligaciones es viendo a la persona que tengo enfrente como a un enemigo al que es preciso contraatacar antes siquiera de que comience la batalla. Y estaba desplegando la artillería pesada (ya había agotado la ligera) en el momento en el que un profesor entró en el despacho con la niña. A todo esto, yo me había adelantado y había llamado a su madre para hacerle saber lo que estaba ocurriendo. La mujer, aturdida ante la acción de su hija y mi enfado, me había preguntado cándidamente si debía acudir al centro. Dicha candidez me pareció en aquel instante una desvergüenza por parte de la progenitora, todo hay que decirlo.
La alumna no era una alumna sino un torrente de voz y gestos provocadores que amenazaban con llevarnos a todos por delante. Una vez que conseguimos que callase y comenzara a expresarse con más calma, pudimos enterarnos de que no había abandonado el centro en realidad. Había estado escondida en el rellano de una escalera “haciendo tiempo para la clase siguiente”.
La Jefa de Estudios y yo nos miramos fugazmente con alivio. Justo después llegó su madre y entonces ya éramos diez, porque el profesor que la había acompañado era su tutor y se resistía a abandonar el despacho sin enterarse de qué iba todo aquello.
Entonces vinieron más gritos, entre madre e hija, entre la alumna y yo, entre la trabajadora social y la madre…en fin, que no había manera de hacerse oír como no fuese levantando la voz más que los demás. Cuando recuerdo el incidente y trato de analizarlo, soy incapaz de vislumbrar si en algún momento tuve la oportunidad de haber impuesto mi autoridad desde el principio y no permitir semejante espectáculo. Pero es que era difícil no dejarse arrastrar por la pasión que ambas, madre e hija, imprimían a todo lo que salía de sus bocas. Pasión no exenta de irracionalidad, de cruda visceralidad, pero también de sentimiento, de verdad. Teníamos delante de nosotros la vida de los otros. Y qué vida tan jodida era aquella. Padre que abandona a su mujer quien, diez años después, sigue sin superar la pérdida de un amor que aún le duele. Y no era despecho, no. Era amor lo que aún reflejaban aquellos ojos hundidos en unas bolsas arrugadas y resecas. Una hija constantemente rechazada por la mujer que ahora ocupa el corazón y la casa de su apocado padre y que culpa a su madre de la situación en la que vive porque no fue capaz de retener a su marido en casa, privándola de la ansiada normalidad que viven sus amigas. Un hijo que está en proceso de ser hija, celoso de los atributos femeninos de la hermana a la que trata como a una hija intentando reemplazar la figura paterna, aunque eso conlleve el uso de la violencia cuando considera que la niña se desvía de lo él considera el camino correcto. El mismo hijo que tampoco renuncia a ser marido. Ese que, probablemente desde su legítima infelicidad, no ve útil a su madre más que cuando ésta se desvive por conseguirle la tan esperada operación, llegando a robarle el dinero y amedrentarla cuando no lo obtiene.
Poco podíamos hacer los que allí estábamos, sino escuchar. Al final, incluso sobrecogidos. Se tomaron algunas decisiones encaminadas a ayudarles en lo posible y el despacho se quedó vacío.
¿Les parece un culebrón? Eso mismo me parecía a mí The Italian Girl de Iris Murdoch cuando llevaba leída la mitad de la novela. Qué equivocado y poco vivido estaba yo en aquel entonces.
En el periódico de hoy, Rosa Montero menciona las palabras que Hemingway dijo a un escritor novato que le pidió consejo: “Escribe la cosa más verdadera que conozcas”. Eso es lo que yo he intentado hacer con esta historia. En realidad, con todas las que he escrito en este blog que ahora finalizo.
Ustedes mismos.
Sinceramente,
M.G.