viernes, 14 de diciembre de 2012

Música para tratar la realidad


Cada vez soy más partidario de sancionar a los alumnos que incumplen las normas del centro sin recurrir a la expulsión, aunque a veces no tengo más remedio que mandar a alguno a casa, ya sea porque no han funcionado otra clase de medidas, o bien porque la gravedad de la falta disciplinaria no me deja otra alternativa. A mi modesto entender, cuando tú haces venir a un alumno tres o cuatro horas al centro por la tarde para que ayude en tareas de limpieza y realice sus tareas académicas, el mensaje que le estás enviando es claro: ahora te vas a fastidiar tú en vez de fastidiar a los demás. Cuando recurres a la expulsión, a muchos les estás regalando unas vacaciones inesperadas para que pasen el mayor tiempo jugando con esos aparatitos electrónicos que tanto les atraen o se queden en la cama hasta las doce del día. En ocasiones, también sanciono con estancias durante el recreo en mi despacho o en Jefatura de Estudios. Quizás alguno de ustedes piense que es un castigo leve. Yo no lo veo así. ¿Acaso no echamos de menos un ratito de descanso al cabo de dos horas escuchando a un ponente en un curso de formación por muy interesante que sea su charla? ¿Se imaginan que la charla durase seis horas con conferenciantes distintos y sesudos temas a tratar?
Hoy he estado a punto de sancionar a una alumna que llevaba sobre sus oídos unos auriculares grandes e iba escuchando música a través de su teléfono móvil. Este hecho no tuvo lugar durante una clase, sino al finalizar la misma, cuando se dirigía a otro espacio del centro. Le recordé que en el instituto estaba prohibido utilizar los móviles ya que, para cualquier necesidad (llamar a un familiar en caso de encontrarse enferma, etc.), disponía de los teléfonos que existen en el centro. Todos ustedes se pueden imaginar las causas de dicha prohibición, pues de ellas han dado buena cuenta muchos titulares periodísticos. Pero me sorprendió la respuesta de la alumna. Después de disculparse (algo cada vez menos frecuente), me dijo que, oyendo música, se le hacía más llevadera su estancia en el centro y puso cara de “anda, se enrollado y no me quites el móvil, que lo quiero más que a mi novio”.
Podríamos hacer una análisis exhaustivo sobre lo que esconde esa respuesta, las connotaciones de carácter social, cultural, de formas de comunicación o de conducta que podemos observar en el comportamiento de los adolescentes actuales con respecto a aquellos que fuimos nosotros. Pero no me apetece hoy entrar en ese terreno.
La verdad es que lo único que se me ocurrió preguntarle en aquel momento fue qué canción iba escuchando. Es la banda sonora de una peli, me contestó. Ahí me ganó, qué le vamos a hacer.
 Y entonces pensé que yo podría probar a hacer lo mismo, aunque fuese sólo durante unos minutos. Al día siguiente, me llevé el iPod y unos pequeños auriculares al instituto, me los coloqué de la forma más discreta que pude y salí del despacho en dirección a la sala de profesores. La primera melodía que escuché fue el tema que Alberto Iglesias compuso para Lucía y el sexo, llamado “Voy a morir de tanto amor”. Créanme, fue milagroso. Mientras observaba a dos compañeras a las que tengo un enorme cariño conversar animadamente, me parecía que en realidad estaba viendo a dos heroínas de cine defendiendo ardientemente la enseñanza pública. Al girarme topé con un compañero que, digámoslo de forma suave, no es alguien por el que sienta mucha estima. Pero no estropeó su presencia la gozosa emoción que estaba experimentando. Al contrario, me descubrí sonriéndole y dedicándole unos cordiales buenos días. Después me dirigí al patio de bachillerato mientras comenzaba a sonar el “coro a bocca chiusa” de Madame Butterfly. Fue como entrar en éxtasis. Los alumnos parecían comunicarse entre ellos a cámara lenta, mostrando exquisitos modales. Vi una pareja de 2º de bachillerato haciéndose arrumacos y me pareció que estaba frente a unos jóvenes Romeo y Julieta incapaces de vislumbrar su trágico final. El profesor de guardia era como el mago Gandalf, al que le faltaba algo de material pirotécnico para hacer de aquel recreo una fiesta digna de cualquier pasaje del Señor de los anillos.
Pero entonces apareció el conserje, me puso la mano sobre el hombro y a grito pelado me preguntó si me estaba quedando sordo. Lógicamente, me tuve que desprender de los auriculares y busqué una excusa torpe con la que responder a su pregunta. Le dije que estaba haciendo un pequeño experimento. El hombre se fue de allí con cara de no entender nada y, probablemente, pensando que el ejercicio de la dirección me estaba afectando más de lo debido.
No me atreví a seguir en el patio una vez que la magia había desaparecido. Aún sentía ese gustillo en la boca del estómago cuando regresé al despacho y a la pantalla del ordenador, la cual me devolvió a una precocinada realidad. Qué lástima, porque la realidad podría ser tan bonita, tan especial.
¿Y si en vez de comprar ordenadores para los colegios y los institutos, nos implantaran un pequeño chip que hiciese que escuchásemos la música que amamos cada vez que quisiéramos sin que nadie lo percibiese?
A lo mejor habría menos agresividad, menos mala leche, menos malos modos, menos sanciones…más uhmmmm. Qué sé yo.

Permítanme que les invite a ver Trece pasos, la primera peli que he rodado. No es un cortometraje propiamente dicho, pues no tiene su esquema funcional. Está llena de defectos y de muy buenas intenciones. Y también de algunas actuaciones estupendas y una maravillosa música. Gracias desde aquí a todos lo que me han ayudado a hacer este sueño realidad. Ya estoy con la posproducción de La propina, mi segundo trabajo. He comenzado muy tarde en esto del cine, pero ahí estoy, peleando por seguir. No podría haber rodado este segundo proyecto sin haber hecho Trece pasos. Si les parece bien, pasen el enlace a quienes crean que les puede interesar.