Cada
vez soy más partidario de sancionar a los alumnos que incumplen las
normas del centro sin recurrir a la expulsión, aunque a veces no tengo
más remedio que mandar a alguno a casa, ya sea porque no han funcionado
otra clase de medidas, o bien porque la gravedad de la falta
disciplinaria no me deja otra alternativa. A mi modesto entender, cuando
tú haces venir a un alumno tres o cuatro horas al centro por la tarde
para que ayude en tareas de limpieza y realice sus tareas académicas, el
mensaje que le estás enviando es claro: ahora te vas a fastidiar tú en vez de fastidiar a los demás. Cuando
recurres a la expulsión, a muchos les estás regalando unas vacaciones
inesperadas para que pasen el mayor tiempo jugando con esos aparatitos
electrónicos que tanto les atraen o se queden en la cama hasta
las doce del día. En ocasiones, también sanciono con estancias durante
el recreo en mi despacho o en Jefatura de Estudios. Quizás alguno de
ustedes piense que es un castigo leve. Yo no lo veo así. ¿Acaso no
echamos de menos un ratito de descanso al cabo de dos horas escuchando a
un ponente en un curso de formación por muy interesante que sea su
charla? ¿Se imaginan que la charla durase seis horas con conferenciantes
distintos y sesudos temas a tratar?
Hoy
he estado a punto de sancionar a una alumna que llevaba sobre sus oídos
unos auriculares grandes e iba escuchando música a través de su
teléfono móvil. Este hecho no tuvo lugar durante una clase, sino al
finalizar la misma, cuando se dirigía a otro espacio del centro. Le
recordé que en el instituto estaba prohibido utilizar los móviles ya
que, para cualquier necesidad (llamar a un familiar en caso de
encontrarse enferma, etc.), disponía de los teléfonos que existen en el
centro. Todos ustedes se pueden imaginar las causas de dicha
prohibición, pues de ellas han dado buena cuenta muchos titulares
periodísticos. Pero me sorprendió la respuesta de la alumna. Después de
disculparse (algo cada vez menos frecuente), me dijo que, oyendo música,
se le hacía más llevadera su estancia en el centro y puso cara de
“anda, se enrollado y no me quites el móvil, que lo quiero más que a mi
novio”.
Podríamos
hacer una análisis exhaustivo sobre lo que esconde esa respuesta, las
connotaciones de carácter social, cultural, de formas de comunicación o
de conducta que podemos observar en el comportamiento de los
adolescentes actuales con respecto a aquellos que fuimos nosotros. Pero
no me apetece hoy entrar en ese terreno.
La verdad es que lo único que se me ocurrió preguntarle en aquel momento fue qué canción iba escuchando. Es la banda sonora de una peli, me contestó. Ahí me ganó, qué le vamos a hacer.
Y
entonces pensé que yo podría probar a hacer lo mismo, aunque fuese sólo
durante unos minutos. Al día siguiente, me llevé el iPod y unos
pequeños auriculares al instituto, me los coloqué de la forma más
discreta que pude y salí del despacho en dirección a la sala de
profesores. La primera melodía que escuché fue el tema que Alberto
Iglesias compuso para Lucía y el sexo, llamado “Voy a morir de
tanto amor”. Créanme, fue milagroso. Mientras observaba a dos compañeras
a las que tengo un enorme cariño conversar animadamente, me parecía que
en realidad estaba viendo a dos heroínas de cine defendiendo
ardientemente la enseñanza pública. Al girarme topé con un compañero
que, digámoslo de forma suave, no es alguien por el que sienta mucha
estima. Pero no estropeó su presencia la gozosa emoción que estaba
experimentando. Al contrario, me descubrí sonriéndole y dedicándole unos
cordiales buenos días. Después me dirigí al patio de bachillerato
mientras comenzaba a sonar el “coro a bocca chiusa” de Madame Butterfly.
Fue como entrar en éxtasis. Los alumnos parecían comunicarse entre
ellos a cámara lenta, mostrando exquisitos modales. Vi una pareja de 2º
de bachillerato haciéndose arrumacos y me pareció que estaba frente a
unos jóvenes Romeo y Julieta incapaces de vislumbrar su trágico final. El profesor de guardia era como el mago Gandalf, al que le faltaba algo de material pirotécnico para hacer de aquel recreo una fiesta digna de cualquier pasaje del Señor de los anillos.
Pero
entonces apareció el conserje, me puso la mano sobre el hombro y a
grito pelado me preguntó si me estaba quedando sordo. Lógicamente, me
tuve que desprender de los auriculares y busqué una excusa torpe con la
que responder a su pregunta. Le dije que estaba haciendo un pequeño
experimento. El hombre se fue de allí con cara de no entender nada y,
probablemente, pensando que el ejercicio de la dirección me estaba
afectando más de lo debido.
No
me atreví a seguir en el patio una vez que la magia había desaparecido.
Aún sentía ese gustillo en la boca del estómago cuando regresé al
despacho y a la pantalla del ordenador, la cual me devolvió a una
precocinada realidad. Qué lástima, porque la realidad podría ser tan
bonita, tan especial.
¿Y
si en vez de comprar ordenadores para los colegios y los institutos,
nos implantaran un pequeño chip que hiciese que escuchásemos la música
que amamos cada vez que quisiéramos sin que nadie lo percibiese?
A lo mejor habría menos agresividad, menos mala leche, menos malos modos, menos sanciones…más uhmmmm. Qué sé yo.
Permítanme que les invite a ver Trece pasos,
la primera peli que he rodado. No es un cortometraje propiamente dicho,
pues no tiene su esquema funcional. Está llena de defectos y de muy
buenas intenciones. Y también de algunas actuaciones estupendas y una
maravillosa música. Gracias desde aquí a todos lo que me han ayudado a
hacer este sueño realidad. Ya estoy con la posproducción de La propina,
mi segundo trabajo. He comenzado muy tarde en esto del cine, pero ahí
estoy, peleando por seguir. No podría haber rodado este segundo proyecto
sin haber hecho Trece pasos. Si les parece bien, pasen el enlace a
quienes crean que les puede interesar.