domingo, 20 de noviembre de 2011

El "affaire"


Cuando cursaba 8º de EGB, hubo un cierto revuelo en mi pueblo debido a la relación que un alumno, un par de años mayor que yo, mantenía con una maestra del colegio. Antes de que esa relación fuese admitida por ambas personas, ya había ciertos rumores entre los escolares de que algo estaba ocurriendo entre ellos. Ella, además de impartir clase, llevaba la biblioteca del pueblo, y varios alumnos habían observado que Felipe (nombre ficticio del muchacho) pasaba muchas horas ayudando a la maestra con los libros. Un amigo me dijo que los había visto besándose. Con lengua, añadió, y Felipe le estaba tocando un pecho.
Para adolescentes de catorce años aquello era morboso. Sin embargo, recuerdo que en mí, aquel hecho  despertaba más curiosidad que morbo. Luisa (nombre también ficticio) me había dado clase el año anterior y no acababa yo de comprender qué podía ver Felipe en ella, de igual forma que tampoco alcanzaba a ver la atracción que Luisa sentía por Felipe. Ella era una mujer de unos treinta años, soltera y algo hombruna. Vestía ropa bastante ajustada para la época, lo que hacía que sus curvas resaltaran más. No era especialmente guapa, pero supongo que tampoco era fea. No sabría valorar su belleza. Lo cierto es que mis inclinaciones ya apuntaban en otra dirección, aunque de haber apuntado en esa, los maestros no estaban dentro de mis fantasías eróticas, pues aunque fuesen jóvenes, como Luisa, eran demasiado mayores para encontrarlos deseables. Debo admitir que esto cambió cuando llegué al instituto. Tan sólo dos o tres años después, comencé a encontrar atractivos a algunos de los profesores que me dieron clase, ocupando sus rostros y sus cuerpos mi mente en algunos desvelos nocturnos, en algunas tardes de invierno mientras estudiaba las declinaciones del latín, no pudiendo mi ropa interior desmentir dicho interés debido a algunas manchas impúdicas en algunos despertares matutinos.
Por ese motivo, cuando me enteré de que ella pidió traslado a otro lugar, en concreto, a más de quinientos kilómetros de mi pueblo, y él la siguió un año después, entendí que Felipe la viera con ojos distintos a como la veíamos cualquiera de mis compañeros del colegio, incluido yo. Recuerdo que él era un muchacho discreto, que no destacaba en nada especial, amable y reservado. Luisa tenía un carácter fuerte. A veces, me parecía una persona antipática. Sin embargo, un día, cuando dos compañeros comenzaron a insultarme y estaban a punto de soltarme un guantazo, ese fuerte carácter impidió no sólo que fuera agredido, sino que nunca más se metiesen conmigo mientras permanecí en el colegio. Su vehemencia al defenderme y su mano, firme pero reconfortante, sobre mi nuca mientras me alejaba de aquellos desgraciados la convirtieron, de forma instantánea, en la mejor maestra del mundo.
Sé que se casaron, que tuvieron hijos y que, quince o veinte años después, se divorciaron, como ocurre con muchas parejas hoy en día. Pero, ¿qué ocurriría en estos tiempos si se produjese una historia como esta? Tengo conciencia de que la familia de Felipe lo pasó mal al principio, aunque al poco tiempo llegaron a querer a Luisa muchísimo. La gente del pueblo habló del tema, se emitieron opiniones (cotilleos en voz baja en las puertas de las casas donde los vecinos, silla propia en ristre, se reunían para hacer más soportable el bochorno nocturno del mes de julio), pero nunca hubo comentarios hirientes que acrecentaran el pesar de la familia o de los amigos de la pareja. Y cuando pasó el verano y llegaron los fríos, la gente volvió a las chimeneas, a la matanza, a la recogida de la aceituna, y el gélido viento del norte se llevó esta historia a los confines de la memoria. Ahora la resucito yo para ustedes a modo de reflexión.
Se supone que antes la gente era menos permisiva, menos tolerante, se escandalizaba con asuntos mucho más suaves que éste. ¿Era así? Hace más de treinta años que Luisa y Felipe comenzaron su historia de amor. No recuerdo intervención mediática alguna, ni tampoco oficial (probablemente no tenía por qué haberla). Pero estoy seguro de que hoy sería carnaza para el apetito voraz de mucho cavernícola y de tanto progre de los que comentan la típica película oriental subtitulada a viva voz en una vinoteca mientras alaban la última variedad de tinto reseñada en el periódico.
En mi pueblo, quizás por el alivio que se adueñó de la mayoría al llegar la democracia y que se desparramaba en el vaho de las exhalaciones invernales, los amantes no fueron juzgados. Se habló sobre ellos lo preciso, pero es que en un pueblo de una sierra adusta y fría, se va a lo concreto, a lo necesario. Y bastantes juicios se habían llevado a cabo durante los años que pasamos privados de libertad.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Matices y trazos gruesos

Como en otras ocasiones, ya narradas de alguna forma en este blog, solicité a los progenitores de dos alumnos que acudieran al instituto. Estos dos alumnos se habían enzarzado en una pelea el día anterior. Uno de ellos nos contó al Jefe de Estudios y a un servidor que recibía por parte del otro un “calmante”-- así es como llaman a un puñetazo que impacta directamente sobre el hombro-- día sí y día también. Pero además, no contento con esta manera de expresar afecto a su compañero, ese día el aprendiz de “auxiliar de clínica” le dio dos puñetazos, afortunadamente no muy fuertes, en sus partes íntimas cuando iba caminando tranquilamente por el pasillo. El agredido se volvió y le asestó un par de rápidas bofetadas al de los medicamentos. Un rato después, ninguno se atrevió a poner en duda estos hechos delante de mi compañero, la tutora y de mí. Comprendimos los tres que la reacción de X se debía a un hartazgo y una impotencia que tenía que salir afuera antes o después. Z intentó disculparse varias veces pero se le hizo saber que, aún siendo correcta su actitud en ese momento, sus acciones tendrían consecuencias. En cuanto a X, se le explicó que, entendiendo las razones de su contundente respuesta, el modo de proceder debería haber sido distinto, debiendo informar a su tutora o a algún miembro de la Dirección de lo que estaba ocurriendo, con lo que habría evitado los golpes recibidos y la sanción que afrontaría por haber empleado también la violencia.
Cuando los padres abandonaron el centro, después de una hora de conversación, y esta es la novedad, tuve la sensación de haber asistido a un curso acelerado de cómo la familia debe apoyar, colaborar e intervenir de forma correcta para evitar que hechos como los descritos con anterioridad no se volvieran a repetir. Y los ponentes habían sido los padres de ambos alumnos, los cuales, con una sensatez, calma y lucidez raras de encontrar hoy en día, supieron no sólo comprender el problema y las sanciones derivadas del mismo, sino avalar la labor del profesorado y del equipo directivo implicados en la formación de sus hijos.
Cuando salían, entró un padre que también estaba citado. Le tendí mi mano, a lo cual respondió estrechando la mía con desgana y retirándola con rapidez. Nos sentamos y le expliqué que el motivo de que estuviese allí eran los reiterados insultos que su hijo profería a varios compañeros de su clase. Tenía especial saña, añadí, con Y, un alumno de aspecto físico débil, voz algo chillona y cierto amaneramiento en sus modales. Escuchó en silencio y al final me preguntó sobre el tipo de medida que iba a adoptar. Le dije que tendría que venir algunas tardes al centro. Ayudaría a la limpieza y el orden del mismo y después emplearía un par de horas realizando sus deberes. Me miró de soslayo y me preguntó si eso era todo. Le dije que sí, al tiempo que inquirí su opinión sobre la sanción y su comprensión en cuanto a la gravedad de los hechos. Dándome la espalda me dijo que no tenía más remedio que aceptar lo que el director dijera. En cuanto a los hechos, comentó que no los entendía. Siempre nos hemos insultado llamándonos mariquitas o maricones y no pasaba nada, dijo. Parecía que ahora había una especial sensibilidad con esas palabras. Especialmente en este instituto, añadió. Cerré la puerta. No me molesté en contestarle, y no fue por falta de ganas, incluso aunque proviniesen de un fuero interno tan visceral como didáctico. Es que comprendí que buscaba provocación. Recordé algunas reuniones con familias en las que él había estado presente, y cómo nunca dirigía su mirada hacia mí, siempre de pie para hacerse más visible, mostrando una indiferencia calculada y abandonando las reuniones al final de las mismas acompañado de algún otro padre, comentando algo en voz baja con ademanes despectivos y sin decir adiós.
A la última hora, subí a mi clase de 2º  de ESO. Estaban contentos. Todo lo feliz que se está un viernes a última hora. En mitad de la clase, interrumpí la actividad que estábamos realizando para llamar la atención a una alumna que no dejaba de hablar con el compañero. Entonces, como hago en otras ocasiones, aproveché y comencé a contarles una breve anécdota de las muchas que me han ocurrido en mi vida, personal o profesional, a modo de cuento con moraleja. Normalmente intento que sea atractiva y la salpico con expresiones que les sean familiares, no importándome modificar aspectos de la narración para que les llegue más fácilmente. Entonces observé a dos alumnos que, ignorando mis palabras, que, como suponen, son una bronca disimulada en forma de historieta, estaban “a su bola”, comentando jocosamente algo que les hacía mucha gracia. Les recriminé su actitud y seguimos con la actividad. Mientras la concluían en sus cuadernos, me acerqué a la ventana y me descubrí triste. Lo cierto es que el gris del cielo y el reflejo de los árboles en los charcos no invitaban a un estado eufórico, aunque fuese un viernes a última hora. Pero mi tristeza provenía del hecho de que, precisamente uno de los alumnos a los que había llamado la atención es uno de mis “proyectos” para este curso. Pienso que tiene un potencial muy superior a lo que está mostrando, tanto a nivel académico, como en su comportamiento. Tiene tantas posibilidades. Me recuerda a otros tantos proyectos que he emprendido (y concluido) en estos últimos veinticinco años. Pero de repente me vi fatigado, y un atisbo de escepticismo me llevó a concluir que, tal vez, ya era hora de emplear mis energías con menos ambición. Es más, estoy cansado porque siento que las barreras son cada vez más difíciles de superar.
Cuando volvía a casa, recibí la llamada de un amigo. Me pedía que acudiera a un acto de un político que pertenece a un partido por el cual siempre he sentido preferencia, aunque no esté de acuerdo con algunas de sus decisiones, especialmente en los últimos años, ni me gusten algunos de sus dirigentes. La última vez que acudí a un acto de este tipo fue cuando ese partido estaba a punto de perder las elecciones que lo dejaron fuera del poder en 1996. No dudé en aceptar su invitación. En primer lugar, porque es muy fácil estar al lado de los ganadores, pero, aunque muy espinoso, es más estimulante (coherente, en mi caso)  permanecer en un tren que se va a descarrilar, no dejando solos al maquinista y los auxiliares, y en segundo lugar, porque el acto sólo me comprometía a apoyar la sanidad y la enseñanza pública, algo que hago todos los días. Además, no suelo negar un favor a un amigo, a no ser que me proponga algo indecente. Al día siguiente acudí al pequeño, muy pequeño, encuentro de ese político con algunos profesionales de distintos ámbitos, entre ellos, la sanidad y la educación. Fue algo breve, en el que escuchamos a dos personas hablar de su trayectoria y expresar su temor a los recortes sociales que pueden venir (en realidad, ya los está habiendo). Al final hicieron una foto. Durante unos segundos dudé en echarme a un lado para no aparecer en la misma, pero pronto comprendí que eso no iba conmigo. Cuando la foto se publicó al día siguiente en el periódico local, mi marido, conociéndome, me dijo: no te comas el coco. Seguro que habrá quien te ponga a parir, quien no te entienda, incluso quien quiera hacerte la puñeta. Sin embargo, lo único que tú has hecho es acudir libremente a un acto de una campaña electoral en un país democrático donde se supone que existe la libertad de reunión y de expresión. Tu compromiso ha sido con la defensa de lo público en una sociedad que debe ser justa con todos, no con un partido político. Así ha sido, le contesté yo, pero mi experiencia me dice que esto me acarreará algunos quebraderos de cabeza. Me veo señalado. Me cogió la mano y me preguntó: ¿tú crees que esto es la España de los años 30 o 40? Me hubiese gustado contestarle con un no claro y rotundo. Pero, y siento decirlo, mi no sonó menos convincente de lo que hubiera deseado.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Sucedió un día

Esperó inútilmente que viniese al instituto para rodar de nuevo una escena que había quedado mal, ya que apenas se escuchaba el pequeño diálogo que los dos alumnos habían interpretado. Ángela se encontraba allí, acompañada de su padre, desde hacía media hora. Entonces decidió telefonear a su casa. Fue la madre del chaval quien respondió a la llamada y, de malas maneras, le dijo al profesor que su hijo no acudiría aquella tarde al centro pues tenía un cumpleaños de un amigo. Ante la preocupación que mostró el profesor mientras intentaba explicarle que debían exhibir el trabajo filmado dos días más tarde en la despedida a los alumnos que terminaban sus estudios en el centro, haciendo hincapié en que habían sido tres meses de ensayos y grabación y que esa escena era importante para que se comprendiese la historia que querían contar, la madre soltó un exabrupto y dejó claro que su hijo no tenía ninguna obligación de ir al instituto fuera del horario lectivo. Desde una habitación cercana, el profesor pudo escuchar al padre gritarle a su mujer que colgara el teléfono, añadiendo que la hora de la siesta no era el momento oportuno para llamar a ninguna casa. Finalmente, el padre de Ángela propuso localizar a otro compañero de la clase que, contento de participar en esa escena, se presentó en la puerta del instituto en quince minutos.
Un mes más tarde, ese profesor, que también es el director, recibió la visita de aquel chaval que no acudió a su cita, acompañado de su madre. Era la primera semana de julio. Aburrido de leer las últimas novedades sobre normativa en los centros de secundaria, alzó la frente y arqueó la ceja con cierta sorpresa y algo de indignación cuando vio, ya dentro del despacho y sin previamente haber llamado a la puerta, a aquella persona que tan desagradablemente lo había tratado.
Era una mujer de unos cuarenta años y pelo teñido de rubio, aunque muy poco quedaba del tinte que lo había coloreado. El tono pálido de la pintura de sus labios hacía que, al abrir la boca, resaltase su deteriorada dentadura. Exhibía unos rabillos negros estilo años sesenta, y un rímel aplicado de forma tan rápida que había salpicado unas ojeras visiblemente profundas. Vestía unos pantalones de chándal de color estridente, elaborados con esa clase de licra que tanto se ajusta a la piel y una camiseta del mismo tejido que hacía juego con el azul intenso de su sombra de ojos.
Dirigiéndose a mí de una forma suave, delicada a su manera, me preguntó si tenía un ratito para hablar con ella, a lo cual respondí, con un tono marcadamente hostil, y, sin embargo, correcto en las formas, que siempre disponía de tiempo para atender a las familias. Se me acercó bajando el volumen de voz aún más y me contó que ella y su marido llevaban un año y medio en paro, que apenas entraba dinero en la casa, que la situación era cada vez más difícil y que no podían comprar el material escolar recomendado por los profesores que su hijo debía trabajar en verano para superar las asignaturas que había suspendido. Entonces, volviéndose al chico, le dijo: ¿No es así, Álvaro? Anda, dile a tu maestro que todo lo que he contado es verdad. Mi alumno, un niño tímido e introvertido, lo único que hizo fue asentir con la cabeza sin cruzar su mirada con la mía en ningún momento.
Le pregunté a Álvaro lo que necesitaba, a lo cual la mujer respondió entregándome con rapidez el informe que le había dado la tutora antes del comienzo de las vacaciones. Recorrí varios departamentos y fui cogiendo todos los materiales que venían detallados en el mismo. Sólo faltó un libro de lectura. Le di a la madre el nombre de la librería donde podía recogerlo, aclarándole que no tenía que abonar nada por él puesto que yo avisaría con antelación al establecimiento. Entonces la mujer cogió a su hijo por el brazo y, acercándolo hasta mí, le dijo: anda, dale un beso a tu maestro. ¿No ves lo bien que se ha portado contigo? Y, dirigiéndose a mí, añadió: muchas gracias, cariño. Cuando comience el curso que viene, ya te indica el niño todo lo que no podamos comprar. Álvaro me besó en la mejilla de forma rápida, probablemente sintiendo tanta incomodidad como la que yo mostraba. Sin embargo, cuando su madre y él salían por la puerta del instituto, y mientras ella sacaba un cigarrillo del bolso, se giró hacia donde yo estaba y me sonrió tímidamente.
Volví al despacho e intenté sumergirme de nuevo en la dichosa normativa. Miré la fecha de publicación de la Orden que tenía delante: 28 de junio de 2011. Miré a mi alrededor y me pregunté porqué tenía la impresión de haber participado en un episodio que podría haber ocurrido hace cuarenta o cincuenta años. Está claro que esa mujer nunca habría hablado a un maestro de esa época de la forma en la que me había hablado a mí, ni habría entrado en el despacho de un director como si hubiese entrado en su casa.
La respuesta era Álvaro y el torpe y breve beso que fue forzado a darme, todo lo que quiso y no pudo decirme, pero que quedó perfectamente claro a través de esa tímida sonrisa a modo de saludo final. Era él, y no su madre o su padre, quién llevaba la palabra CRISIS escrita en su rostro.
Y los papeles que tenía delante no eran sino instrucciones sobre el uso de una máquina del tiempo llamada RETROCESO.