Cuando
cursaba 8º de EGB, hubo un cierto revuelo en mi pueblo debido a la
relación que un alumno, un par de años mayor que yo, mantenía con una
maestra del colegio. Antes de que esa relación fuese admitida por ambas
personas, ya había ciertos rumores entre los escolares de que algo
estaba ocurriendo entre ellos. Ella, además de impartir clase, llevaba
la biblioteca del pueblo, y varios alumnos habían observado que Felipe
(nombre ficticio del muchacho) pasaba muchas horas ayudando a la maestra
con los libros. Un amigo me dijo que los había visto besándose. Con lengua, añadió, y Felipe le estaba tocando un pecho.
Para
adolescentes de catorce años aquello era morboso. Sin embargo, recuerdo
que en mí, aquel hecho despertaba más curiosidad que morbo. Luisa
(nombre también ficticio) me había dado clase el año anterior y no
acababa yo de comprender qué podía ver Felipe en ella, de igual forma
que tampoco alcanzaba a ver la atracción que Luisa sentía por Felipe.
Ella era una mujer de unos treinta años, soltera y algo hombruna. Vestía
ropa bastante ajustada para la época, lo que hacía que sus curvas
resaltaran más. No era especialmente guapa, pero supongo que tampoco era
fea. No sabría valorar su belleza. Lo cierto es que mis inclinaciones
ya apuntaban en otra dirección, aunque de haber apuntado en esa, los
maestros no estaban dentro de mis fantasías eróticas, pues aunque fuesen
jóvenes, como Luisa, eran demasiado mayores para encontrarlos
deseables. Debo admitir que esto cambió cuando llegué al instituto. Tan
sólo dos o tres años después, comencé a encontrar atractivos a algunos
de los profesores que me dieron clase, ocupando sus rostros y sus
cuerpos mi mente en algunos desvelos nocturnos, en algunas tardes de
invierno mientras estudiaba las declinaciones del latín, no pudiendo mi
ropa interior desmentir dicho interés debido a algunas manchas impúdicas
en algunos despertares matutinos.
Por
ese motivo, cuando me enteré de que ella pidió traslado a otro lugar,
en concreto, a más de quinientos kilómetros de mi pueblo, y él la siguió
un año después, entendí que Felipe la viera con ojos distintos a como
la veíamos cualquiera de mis compañeros del colegio, incluido yo.
Recuerdo que él era un muchacho discreto, que no destacaba en nada
especial, amable y reservado. Luisa tenía un carácter fuerte. A veces,
me parecía una persona antipática. Sin embargo, un día, cuando dos
compañeros comenzaron a insultarme y estaban a punto de soltarme un
guantazo, ese fuerte carácter impidió no sólo que fuera agredido, sino
que nunca más se metiesen conmigo mientras permanecí en el colegio. Su
vehemencia al defenderme y su mano, firme pero reconfortante, sobre mi
nuca mientras me alejaba de aquellos desgraciados la convirtieron, de
forma instantánea, en la mejor maestra del mundo.
Sé
que se casaron, que tuvieron hijos y que, quince o veinte años después,
se divorciaron, como ocurre con muchas parejas hoy en día. Pero, ¿qué
ocurriría en estos tiempos si se produjese una historia como esta? Tengo
conciencia de que la familia de Felipe lo pasó mal al principio, aunque
al poco tiempo llegaron a querer a Luisa muchísimo. La gente del pueblo
habló del tema, se emitieron opiniones (cotilleos en voz baja en las
puertas de las casas donde los vecinos, silla propia en ristre, se
reunían para hacer más soportable el bochorno nocturno del mes de
julio), pero nunca hubo comentarios hirientes que acrecentaran el pesar
de la familia o de los amigos de la pareja. Y cuando pasó el verano y
llegaron los fríos, la gente volvió a las chimeneas, a la matanza, a la
recogida de la aceituna, y el gélido viento del norte se llevó esta
historia a los confines de la memoria. Ahora la resucito yo para ustedes
a modo de reflexión.
Se
supone que antes la gente era menos permisiva, menos tolerante, se
escandalizaba con asuntos mucho más suaves que éste. ¿Era así? Hace más
de treinta años que Luisa y Felipe comenzaron su historia de amor. No
recuerdo intervención mediática alguna, ni tampoco oficial
(probablemente no tenía por qué haberla). Pero estoy seguro de que hoy
sería carnaza para el apetito voraz de mucho cavernícola y de tanto
progre de los que comentan la típica película oriental subtitulada a
viva voz en una vinoteca mientras alaban la última variedad de tinto
reseñada en el periódico.
En
mi pueblo, quizás por el alivio que se adueñó de la mayoría al llegar
la democracia y que se desparramaba en el vaho de las exhalaciones
invernales, los amantes no fueron juzgados. Se habló sobre ellos lo
preciso, pero es que en un pueblo de una sierra adusta y fría, se va a
lo concreto, a lo necesario. Y bastantes juicios se habían llevado a
cabo durante los años que pasamos privados de libertad.