viernes, 28 de octubre de 2011

Lo público y lo privado

¿Por qué los profesores sienten que han perdido el prestigio que antaño disfrutaron? ¿Disfrutaron realmente de un verdadero reconocimiento en este país alguna vez? ¿Cómo se mide el prestigio de los que se dedican a una profesión? ¿Son los médicos, los jueces, los arquitectos, los ingenieros, más valorados que los maestros? ¿Cuándo dejaron de perder los docentes la autoridad dentro del aula?
Las respuestas a estas preguntas serían tan diferentes como los interlocutores a los que se las hicieran. Si se tratase de unos padres cuyo hijo está fracasando como alumno y no es capaz de avanzar en el proceso de aprendizaje, probablemente dirían, entre otras cosas, que el centro educativo no es capaz de motivar lo suficiente a su niño y que parte de la culpa es de un profesorado desganado que no trabaja lo suficiente. Si los que contestaran a las preguntas formuladas con anterioridad fuesen unos padres de un alumno académicamente brillante, responderían que la escuela es sólo un complemento en los logros de su hijo y que ni siquiera está a la altura debida para extraer de ese chaval todo lo que en realidad puede dar de sí. Por eso, los más pudientes buscan, y pagan, ayudas especializadas para incrementar el nivel de conocimiento de sus hijos en algunas asignaturas, teniendo en mente, casi desde la etapa de Primaria, las notas que necesitarán para cursar la carrera universitaria apropiada, siendo últimamente las de doble titulación las más requeridas.
Este análisis, tan simplista como estéril, valdría exclusivamente para la enseñanza pública. En la enseñanza privada, el profesor recibe el respeto de su alumnado y el reconocimiento de las familias. ¿Es así?
Les voy a contar cómo percibo yo, día a día, la autoridad y el prestigio que se supone que debo tener como profesor y director de un centro público con un nivel académico más que aceptable entre su alumnado.
Algunos días acudo a mi centro en un autobús urbano que me deja a doscientos metros escasos del mismo. Una mañana, dos señoras que llevaban a sus hijas a un conocido centro privado para chicas de esta ciudad comentaban la dificultad de un examen de matemáticas que las niñas habían realizado el día anterior. Por lo que pude oír, comprendí que no eran precisamente expertas en dicha materia. Sin embargo, y a pesar de que hablaban de la inclusión en ese examen de cuestiones que se suponía que no se habían abordado en clase, las madres advertían a sus hijas que, bajo ningún concepto, se les ocurriese protestar ante el profesor por tener que contestar a esas preguntas. Una de las madres, mirando con una mezcla de complicidad y temor a la otra, concluyó: ¡con lo que me costó que admitiesen a la más pequeña! Además, hace muy bien don Ricardo en exigirles ese nivel. Si Elena quiere hacer biotecnología, su esfuerzo le tendrá que costar.
Ese mismo día por la tarde, tuve una reunión en mi centro con un grupo de padres para informarles acerca de una actividad extraescolar que la vicedirectora y yo estábamos organizando. Era un viaje que duraría seis días con el alumnado de 2º de Bachillerato. Las edades de esos chicos están entre los diecisiete y dieciocho años. Por tanto, esa excursión entrañaba unas dificultades que provenían de los intereses y actitudes de estos últimos con respecto a salidas nocturnas, consumo de alcohol, etc. Mi compañera informó a los padres allí presentes, un grupo numeroso, de que se les entregaría un modelo de autorización en el que debían hacer explícito su acuerdo o desacuerdo hacia cuestiones del tipo: autorizo a mi hijo a salir después de cenar en compañía de otros alumnos, autorizo a mi hijo a acudir a locales donde sirvan bebidas alcohólicas, a fumar en lugares donde esté permitido, etc. Tanto la vicedirectora como yo pusimos mucho empeño en aclararles que estaríamos pendientes de que los alumnos actuaran de acuerdo a lo expresado en dichas autorizaciones y que vigilaríamos su comportamiento durante el viaje, informándoles de las consecuencias que les acarrearía el incumplimiento de las normas establecidas en el centro para tales eventos, etc. Lógicamente, se estableció una discusión sobre la conveniencia o no de dejarles salir en una ciudad por la noche, y sobre otros aspectos del viaje. Para intentar reconducir la reunión, les recordé que sabía que muchos de ellos salían todos los fines de semana, volviendo a casa algunas veces casi al amanecer. De pronto, un padre preguntó si nosotros íbamos a acompañar a los alumnos en esas salidas, a lo cual respondimos negativamente, añadiendo que nuestro trabajo consistía en organizar sus actividades (como pueden imaginar de carácter académico y cultural) desde que se levantasen por la mañana hasta que terminasen de cenar, acompañándolos en todo momento, atendiendo a sus necesidades y solventando los problemas que surgiesen. Entonces pude oír un comentario realizado para que lo escuchasen los padres y no llegase hasta nosotros. Lo que ocurre es que el emisor de dicho comentario no midió bien el volumen de voz empleado, y como aún el oído me funciona bastante bien, sus palabras llegaron nítidas hasta mí. Fue algo así como: estos van de vacaciones a costa de nuestros hijos y quieren las menos complicaciones posibles. Así también me voy yo y hasta me llevo a mi mujer, no te jode.  
Ignoré esas palabras con mucho esfuerzo porque más de veinte años organizando viajes con alumnos te preparan para oír ese tipo de cosas y otras todavía peores. Cuando volvimos de aquella excursión, agotados, pues nos llevamos a más de sesenta alumnos y el comportamiento de algunos nos causó algún problema grave, tan sólo dos o tres padres se acercaron a agradecernos la labor realizada. Tampoco es un drama. Suele ocurrir la mayor parte de las veces, especialmente desde hace algunos años. A lo que no me he acostumbrado es a la indiferencia (a nadie se le niega un saludo). De aquel autobús que llegó a las puertas del centro casi a medianoche, después de todo un día de viaje, se bajaron no sólo los alumnos, sino dos personas que habían estado a su cuidado durante seis largos días y seis largas noches. Pero no éramos nadie. Incluso percibí la mirada reprobadora de algunos padres por el retraso en la hora de llegada. Qué le vamos a hacer. A lo mejor deberíamos haber amenazado al piloto del avión con denunciarle por no salir a tiempo.
Mantengo la idea de que la educación es un servicio público, como la sanidad. Y uno no le da las gracias al médico porque te diagnostique y te recete unos medicamentos. Pero si ese médico aparte de hacer lo anterior, se detiene más de lo habitual con el paciente, proporcionándole una atención especial y ofreciéndose a hacerle un seguimiento fuera de lo común, ese médico es Dios. Incluso el paciente escribirá una carta al periódico local para hablar maravillas sobre él y agradecerle su interés y esfuerzo. Las secciones de cartas al director están llenas de ese tipo de misivas.
Entonces, ¿quién te da o no el reconocimiento? ¿Quién te otorga autoridad? Mi respuesta es simple: quien, aparte de percibir la enseñanza como un servicio, la valora como un bien universal. O sea, las personas generosas y con sentido común, no importa lo instruidas que estén. Una cosa no está reñida con la otra, como bien saben los que leen este blog.


domingo, 23 de octubre de 2011

Ellas

Esto no es la sección de crítica cinematográfica de ningún periódico. Sin embargo, como ustedes de sobran habrán observado, estoy enganchado al cine, y así ha sido desde que era un niño y asistía a las sesiones de la tarde de los domingos en el cine de mi pueblo. Después, antes de haber cumplido los diecisiete años, ya llevaba un cineclub en el internado donde residía mientras terminaba el bachillerato. Allí mostraba a mis compañeros el cine en 16mm que nos venía desde Sevilla: Johnny cogió su fusil, Sonata de Otoño, Cría cuervos. Películas que ya no estaban en los circuitos comerciales y que pensaba, debido a ese puñetero sentido didáctico que ha invadido y sigue invadiendo mi forma de entender la vida, que mis compañeros debían ver para acercarse a una realidad nueva y alejada de aquella que nos rodeaba en la pequeña provincia en la que vivíamos. No debo ocultar que algunos me reprochaban que Bergman les aburría y se salían a la mitad la película, pues, según ellos (ahora los comprendo y me avergüenzo de mi tozudez) no se enteraban de nada. Y es que la mayoría no tenía más de quince años. Después de cada proyección, mientras recogíamos las bobinas, los pocos que nos quedábamos para opinar sobre la película discutíamos acaloradamente sobre la interpretación que cada uno le daba a determinadas escenas, sobre si los actores habían realizado un buen trabajo, imaginábamos el papel de algunos silencios y la lentitud de ciertas escenas, en fin, hablábamos sobre lo que nuestra poca formación y edad nos permitía hablar. Eso sí, con mucho entusiasmo. Conscientes de que allí se estaba realizando un auténtico cine fórum. Luego vino un período de expansión de salas de cine (afortunados tiempos) y descubrí Entre Tinieblas, la primera película que vi de Almodóvar.  Recuerdo cómo me impactaron aquellas monjas, su descarado guión, la libertad que respiraba. Descubrí El sur, una de las obras más hermosas que he visto en mi vida, y que me llevó hasta Adelaida García Morales y su literatura. Le siguieron Blade Runner, Érase una vez en América, Las amistades peligrosas, Pasaje a la India, Víctor o Victoria, El precio del poder, Los santos inocentes Los “clásicos" anteriores llegaron a través de la televisión, y luego, el vídeo.
Ayer me llamaron para ver La voz dormida. Sin mucho entusiasmo, pues también soy aficionado a leer las críticas de las películas antes de que se estrenen, y puesto que ésta, en general, había sido tratada con cierta frialdad en la mayoría de ellas, accedí, más por pasar un rato con quien me invitaba al evento que por entrar en la sala de cine. Malditos prejuicios. Pero no me malinterpreten. Respeto mucho a los críticos. No pueden hacerse una idea de todo lo que aprendí sobre cine leyendo las reseñas de Fernández Santos en El País. Porque ha habido y hay gente que se dedica a este oficio que son capaces no sólo de expresar una opinión más o menos elaborada sobre una película, sino de enseñarte a apreciar mil detalles que harán tu visión de ella mucho más rica.
Pues eso. Ayer vi La voz dormida. Y me da igual lo que piensen los entendidos: si adolece de cierto maniqueísmo, si no tiene la fuerza suficiente, la esterilidad de algunas escenas, qué sé yo. Lo que sí  les puedo decir es que tuve el corazón encogido durante todo el tiempo que duró la proyección, que las lágrimas empañaron mis ojos en varios momentos, que aprecié y agradecí la intensidad que Zambrano había puesto al rodar esta película, su compromiso con la historia en la que está basada, su valentía al abordar el desgraciado destino de esas mujeres al acabar la maldita guerra civil. Cuando me levanté esta mañana y me eché a la calle para andar esos miles de pasos a los que me obligo para mantener una forma física más o menos aceptable, no podía evitar escuchar en mi mente los ecos de la voz de Hortensia, admirar su rabia, su coraje, su dulzura para con su hermana, su inmenso amor a un marido y una hija nacida entre barrotes, su generosidad con las compañeras de cautiverio,  su compromiso con la libertad y la democracia. Qué maestra se perdieron las generaciones venideras (como las que se están perdiendo las de ahora). Al atravesar el parque Moret, me sonreí con el gracejo de Pepita, me envolví con ese sentimiento de lealtad inquebrantable. Mientras algunas personas mayores esperaban al autobús urbano, veía  la figura altiva de la extremeña, la dureza de su mirada que nunca podría ocultar su honestidad, su lucha constante por la igualdad, y una bondad natural lastrada por la represión brutal de aquellos que fueron los vencedores de una de las mayores traiciones de la historia.
Y no me importa que la película no aparezca con cuatro estrellas en las revistas especializadas o en la prensa diaria. Lo que me importa es que me conmovió; me llevó hasta las historias de mi abuela (sí, esa mujer fuerte que me crió, que, nacida en 1900, vio como sus hermanos se partían en dos bandos, como lo hizo este país, mientras luchaban unos contra otros), me hizo entender mejor el mundo de todas las mujeres que formaron parte de mi infancia: mi madre, mi hermana, mis vecinas, las oficialas, mi maestra de Lengua de octavo curso de EGB. Esas mujeres que me ayudaron a ser lo que hoy soy, o al menos a crear lo mejor de mí. Y sí, seguiré hablando de las mujeres de mi vida. Hay tantas historias detrás de ellas que les quiero contar. Ojalá vengan al mundo muchas Hortensias, Pepitas y Tomasas. Acaso esta tierra arrugada y áspera sería más libre.

(Gracias Ana por sacarme de casa y llevarme al cine. Gracias por llevarme a ver una película como esta…y eso que es española)

jueves, 20 de octubre de 2011

Los muertos

Carlos contestó al teléfono esperando oír la voz de su hermano. No se equivocaba. Al otro lado de la línea telefónica escuchó la voz de Juan, una voz que escuchaba cada noche a la misma hora; una voz familiar que forma parte de su cotidianeidad como las galletas integrales que toma para desayunar todos los días. Le dijo que este año no iría al pueblo en el día de Todos los Santos. Sintió la desilusión de su hermano pequeño y quiso restar importancia al hecho de no estar allí en esa fecha. Así pues, le recordó, impostando una voz de firmeza, que no estaba dispuesto a aguantar un tour por el cementerio del pueblo como el que realizó el año anterior. Su hermano se extrañó ante tal observación. Secretamente pensaba que había disfrutado de la visita tanto como él. En realidad, el año pasado Carlos acudió a casa de su madre por esas fechas ya que coincidieron con la visita mensual que le hace a ella y a su hermano pequeño, que es quien la cuida. Carlos “les da la vuelta” y, de paso, anima a su hermano a que salga de casa y descanse del enorme trabajo que supone cuidar de una persona gravemente enferma del corazón y con una demencia senil avanzada. A Juan le ayuda por las mañanas Paqui, una mujer que fue contratada para tal menester gracias a la ley de dependencia. Con el tiempo, ha llegado a ser casi parte de la familia. Juan y Paqui comparten más de una afición.
Era sábado por la tarde y Carlos animó a su hermano a que saliera y se tomara un café con algún amigo del pueblo. Al ver que se resistía, le sugirió que telefoneara a Paqui con la excusa de salir a comprar un par de cosas que faltaban para la casa. Cuando terminó de hablar con Paqui, su hermano le pidió que les acercase al cementerio, pues hacía tiempo que no iba. Carlos, que conoce bien a su hermano y sabe de su pasión por todo lo concerniente "al más allá", no quiso poner obstáculos y le dijo que les llevaría en coche siempre y cuando le asegurase que su madre se quedaba segura en casa. No te preocupes, dijo Juan, mamá duerme su siesta a estas horas. Además, le dejaremos el botón de la teleasistencia cerca. Ella sabe lo que tiene que hacer con él.
Carlos nunca olvidará esa visita guiada por dos expertos a un cementerio al que no había acudido desde hacía más de veinticinco años. Conocían el lugar casi a la perfección. Dividieron el paseo de acuerdo al lujo y la vistosidad de los sepulcros, panteones y mausoleos. Es más, en una subdivisión, comenzaron por los que habían sido enterrados más recientemente hasta llegar a aquellos que llevaban décadas bajo la tierra ocre de un montículo que nunca llegó a ser una colina de verdad. Contaba la abuela de Carlos que cuando ella tenía diecisiete años fue a lavar la ropa de sus hermanos al lavadero que existía justo debajo del cementerio.  Su padre le advirtió que no lo hiciera pues se avecinaba una tormenta que podía ser fuerte. La abuela, siempre tan determinada y terca, se fue con una vecina. Cuando llevaban lavando la ropa un buen rato, comenzó a llover de una forma aparatosa. Resguardadas bajo las paredes del lavadero pensaron que no corrían peligro. Sin embargo, a medida que avanzaba la tarde, la lluvia no cesaba y el agua comenzó a entrar por las puertas del lavadero. Llegó el momento en el que el agua sobrepasaba sus cinturas aunque se habían subido sobre las pilas de cemento donde se realizaba el lavado. Abrazadas la una a la otra, pensaron que iban a perecer ahogadas. Milagrosamente, la tormenta cesó, aunque pasaron horas hasta que el bisabuelo de Carlos y otros hombres a caballo llegaron a rescatarlas a las puertas de ese ahora inexistente lavadero. La abuela, aún temblando de miedo, se aferró a su padre mientras éste le decía que no mirara cuando fueran a salir camino del pueblo. Es como en Tesis, di a alguien que no mire y tardará menos de dos segundos en dirigir su vista a donde se supone que no debe hacerlo. Entonces vio lo que el agua había arrastrado: cadáveres que llevaban enterrados tiempo y alguno que todavía parecía estar de cuerpo presente. Todo esto le venía a Carlos a la memoria mientras recorrían el santo lugar en una visita que duró más de dos horas y que acabó en lo que se denominaba el cementerio de los ahorcados, pues estos eran enterrados de forma separada al resto de los fallecidos por causas naturales. Al cabo de los años, comenzaron a enterrar allí a buenos cristianos a pesar de la resistencia de sus familias, que imaginaban a sus difuntos languidecer en el infierno junto a esos pobres herejes.
Carlos escuchaba con cierta incredulidad las historias que su hermano y Paqui le narraban, a modo de explicación, sobre cada sepulcro. No obstante, la frialdad del mármol, la  presencia de los cipreses, la nostalgia, las hojas otoñales que adornaban las tumbas recién blanqueadas, provocaron en él una nostalgia de un tiempo que nunca volvería. Y a la vez, la naturalidad con que aquellos dos seres hablaban de personas que habían dejado de existir hizo que se sintiese vivo y contento por hacer feliz a su hermano, que eligió la compañía de los muertos, de su amiga Paqui y de un escéptico, divertido ante tan excéntrico paseo, para pasar una de las pocas tardes libres de las que dispone.
Juan dice que en su casa se ven sombras. Asegura que Paqui también las ve. Cuando se lo contó a Carlos, a éste le vino a la memoria que su padre había comprado la casa a un antiguo maestro, fallecido muchos años atrás, y así se lo hizo saber a su hermano. ¿Y qué?, contestó Juan. Pues nada, dijo Carlos, que con todo lo que está pasando se tiene que estar revolviendo en su tumba y por eso se aparece por casa de vez en cuando. Tal vez para ver las noticias y maldecir a esos políticos que tanto daño están haciendo a la educación.


viernes, 14 de octubre de 2011

Una jornada algo particular

Hay días que deberían transcurrir a cámara lenta. Hay momentos dentro de esos días en que deberíamos tener la oportunidad de decir “corten”, reflexionar sobre  la experiencia vivida y decidir si queremos repetirla de forma diferente, aunque sólo pudiéramos modificar algún matiz, porque los matices son importantes.  También lo es la percepción con la cual captamos esos matices. Y así, como unas gotas de lluvia pueden arruinar una apariencia trabajosamente cuidada si caen en el lugar menos apropiado (pongamos en la parte trasera o delantera de un pantalón o sobre el escote de una blusa de fina seda), una mirada, una pregunta, una respuesta o un comentario desafortunado acaban por estropear una situación prometedora, un momento que podía haber sido feliz…el comienzo de lo que nunca será realidad.
¿Quién no ha soñado con cambiar algún aspecto de su vida o su vida entera? Recuerdo a mi madre cuando se enfadaba con  mi padre y exclamaba: ¡Ay si tocaran a descasarse! Yo sería la primera en la puerta de la iglesia. Claro que entonces el divorcio era ilegal y mi madre no hablaba en serio, o al menos así me lo parecía. Pero a veces con lo que se sueña es con cambiar la vida de los demás. En el fondo, mi madre, más que descasarse, quería un marido que se comportase a menudo de otra manera, que fuese más cariñoso. Yo qué sé. Tal vez quería un hombre como el que escuchaba en las radionovelas a la hora de la siesta. ¿Y mi padre? ¿Qué quería mi padre? Pues a lo mejor una guapa mujer de las que describía en sus novelas Marcial Lafuente Estefanía. Pero seguro que los dos ansiaban una vida menos dura, una libertad que apenas llegaron a gozar… ¿quizás unos hijos diferentes?
Acabo de llegar a casa, muy cansado. Entré en el instituto a las 7.45 y he salido a las 15.10. Hoy es viernes. Entre clases, burocracia, organización escolar, la extracción de una muela del juicio en media hora que tenía libre y un lamentable episodio (error mío) con un compañero que además es un amigo de siempre, me pregunto cuántas de mis actuaciones cambiaría en este día. Evidentemente no hubiese actuado con este amigo de la forma en que lo he hecho. Tampoco me hubiese hecho sacar esa muela, o a lo mejor me debería haber ido a casa después del dentista y por tanto no se hubiese producido la situación anterior. Tal vez debería haber prestado más atención a un problema de unos chavales de 1º de ESO (¿habría tenido tiempo?). Podría incluso haber sido menos estricto con mis niños de 2º, a los que adoro aunque me causen más de un dolor de cabeza y cierta frustración.
Sin embargo, el destino es obstinado. Hoy yo tenía que estar toda la mañana en el instituto, salir algo más tarde de lo normal y reparar en la presencia del único alumno que quedaba en la entrada del centro. Esos minutos de conversación con él creo que ayudarán a sus padres (con los que me dispongo a hablar cuando termine de escribir estas líneas) a solventar un problema que considero grave. Desde luego van a tener la información que precisan para involucrarse y buscar una solución. Entonces, ¿qué? Pues eso, como soy contradictorio e imperfecto (Almodóvar dixit) hoy debería haber sido un día a cámara rápida, donde todo sucediese como ha sucedido, pero deprisa, muy deprisa, con menos dolor (de muelas) y menos tensión.
 Ah, en la próxima entrada me extenderé sobre los matices. Hay tanto que hablar sobre los gestos, las pequeñas observaciones, la muletilla al final de una conversación. En fin, esas pequeñas cosas que tanto daño pueden hacer. Ahora, si me disculpan, voy a marcar unos números en el móvil.