En
aquellos días, Carlos era un adolescente que apuntaba maneras de futuro
obeso. También era un chico amanerado que vendía su alma por unas gotas
de cariño, aunque éstas fuesen el resultado de una transacción
envenenada. ¿Qué más daba? Buscaba afecto y aceptación a cualquier
precio, a veces pagando con la sumisión, otras con favores y pequeños
regalos.
Una
tarde de finales de septiembre, se subió en el coche de su padre camino
del internado en donde pasaría los años siguientes hasta acabar COU e
ir a la universidad. Con una determinación impropia de su edad, había
rellenado y entregado una solicitud de beca estatal (llamada entonces
del Monte Pío) y había convencido a su familia de que se la concederían.
Incluso su padre pensó que estaba firmando un boletín de notas en vez
de un impreso oficial dirigido al Ministerio de Educación y
Ciencia. Con cuánto fervor le había rogado a la Virgen en la romería de
septiembre que le concediese la oportunidad de comenzar una nueva vida
que cumpliese sus expectativas y los sueños que anhelaba desde que
comprendió que permanecer en aquel pueblo terminaría por asfixiarle.
Prometió a la Patrona acabar el último curso de EGB con sobresaliente de
media y lo cumplió. También cumplió su Virgen con él. Aunque entonces
no sospechara el peaje que algunos pagan por ver sus deseos realizados.
El
coche lo conducía un vecino, pues su padre no se podía permitir cerrar
la barbería durante toda una tarde. En el asiento de delante iba su
madre. Antes de partir, Carlos había consolado a su abuela que no había
dejado de llorar durante toda la mañana. Mientras veía desaparecer el
entorno físico y emocional de su infancia, comenzó a sentir una
prematura añoranza salpicada de pequeños temores que ganaban en
intensidad conforme más se alejaba el vehículo. En su cabeza resonaba la
machacona canción de Betty Missiego que había representado a España en
el festival de Eurovisión aquel año y que había escuchado en un programa
que Televisión Española transmitía todos los días antes del Telediario.
Su madre no pronunció una sola palabra durante todo el trayecto. Se
pasó todo el camino apretando con fuerza una bolsa de plástico que
llevaba sobre la falda por si a su hijo o a ella le entraban ganas de
vomitar.
Cuando
llegaron al internado, un edificio antiguo perteneciente a la orden
Carmelita, fueron recibidos por uno de los hermanos. Con cierta premura,
les acompañó al dormitorio común que ocupaban todos los internos y su
madre le fue colocando en un pequeño armario toda la ropa a la que,
pieza a pieza, se le había bordado un número; su número desde ese
momento en adelante.
Apenas
les dejó aquel cura tiempo para más nada. Cuando llegaron a la puerta
de salida, tras la cual se erigía una gran reja de hierro forjado, los
cánticos interpretados por los internos seminaristas llegaron hasta sus
oídos un tanto desafinados. Carlos besó a su madre mientras observaba el
amenazante gris plomizo de un cielo que estaba próximo a cerrarse, al
igual que aquella verja. Entonces, tuvo el presentimiento de que había
dejado atrás un lugar que le asfixiaba para entrar en otro que lo
anularía por completo. Miró a su madre una vez más y entró en la galería
del patio, apesadumbrado por el doloroso viaje de vuelta que esperaba a
aquella mujer.
Durante
aquella noche, Carlos escuchó los sollozos de algún compañero, pero
intentó que nadie percibiera los suyos. A la mañana siguiente, se
dirigió a un instituto en el que, entre otros, había sido profesor de
francés uno de los más grandes poetas que este país ha dado jamás.
Cuando entró en la clase, le temblaban tanto las piernas que su
amaneramiento se acentuó de forma desmesurada. Tan nervioso estaba, que
no percibió las mofas y los comentarios de los que serían sus compañeros
durante aquel sombrío curso. Esa mañana también aprendió que el orden
alfabético se podía aliar con el azar y jugar a su favor, pues su
compañero de pupitre fue en todo momento un aliado, un amigo, su
protector.
De
las tardes y las noches en el internado, de algunas de los
acontecimientos que a Carlos le ocurrieron allí, nadie ha sabido nunca
nada. El curso terminó y el ansiado verano expandió el olor de los don pedros por
los jardines y los patios de las casas... Cuando la abuela le estaba
sirviendo un plato de arroz con leche que, con mimo, le había preparado
para su vuelta, su padre se sentó frente a él y, como quien trata un tema
de soslayo, le comunicó que el próximo año iría a un internado en otra
ciudad. Una residencia juvenil perteneciente al estado, algo más cara,
pero con un ambiente muy distinto al de aquel sitio en el que había
malvivido durante nueve meses. Carlos protestó, sin apenas
convencimiento, por el perjuicio económico que el cambio iba a acarrear a
la familia. No habría vuelta atrás. Su padre había tomado una decisión.
Aquella persona de origen humilde y escasa formación no había
necesitado que su hijo le hablase del sufrimiento padecido. No había
hecho más que observar su angustia cada lunes cuando se subía al autobús
de regreso a aquella cárcel.
A
los tres meses, Carlos comenzó a ver cumplidos sus sueños. Encontró un
sitio acogedor y muchos amigos. Y vivió con intensidad experiencias
inolvidables, aunque por el camino perdiera la naturalidad en su forma
de relacionarse con los demás y terminara por crearse un personaje que
fue, pasado el tiempo, más una trampa que una coraza. Fue un proceso
rápido que comenzó el primer día que entró en la nueva residencia. Algo así
como ese momento en el que la Marquise Isabelle de Merteuille (Glenn Close) baja de su carruaje en las Amistades Peligrosas para afrontar una difícil situación, y levanta el rostro mostrando su mejor sonrisa… la más falsa del mundo… la más desesperada.