lunes, 26 de marzo de 2012

La Pava-Express


Cuando era pequeño, mi abuela Francisca (sí, esa de la que ya les he hablado en otras ocasiones) me llevaba los veranos a Madrid. Allí vivía su hermana pequeña, mi tía Lola. Como muchas otras familias andaluzas, mi tía y su familia emigraron a la capital de España en busca de una vida mejor, en realidad, en busca de una vida. Para mi abuela, su hermana era como una hija. Mi bisabuela había parido diez veces. Cuando Francisca, la mayor, era una joven de apenas veinte años, su madre enfermó y se pasó casi todo el tiempo en la cama hasta que murió. Mi abuela, con la ayuda de su padre, sacó la familia adelante con esfuerzo, ternura y sacrificio. Adoraba a sus hermanos, pero no podía evitar sentir debilidad por su hermana Lola y, aún más, por la hija de ésta, a la que también había ayudado a criar, junto a mi hermana y a mí, antes de que abandonasen el pueblo definitivamente. Pues bien, durante algunos años, al llegar agosto, mi abuela y yo nos montábamos en un autobús que nos llevaba a Jaén y allí cogíamos “la Pava”, la línea regular que unía esa ciudad con Madrid. El viaje se hacía sofocante y agotador, como pueden imaginar. A mediados de los años setenta, atravesar Despeñaperros por aquellas carreteras atestadas de camiones y seiscientos era algo interminable. Pero, cuando llegábamos a Villaverde Bajo y mi tía y mi abuela se fundían en un largo abrazo jalonado de besos y veía a mi prima y ante mí se abrían tantas perspectivas, tantas cosas por hacer (ver cine en la Gran Vía, merendar en el Cerro de los Ángeles, ir al Prado…), los vómitos y el sudor del camino se quedaban en la pañoleta que, tímidamente, escondía ante los demás, como una mera anécdota que recordar el verano siguiente, justo antes de subir a “la Pava” de nuevo.
Una tarde nos encontrábamos mi prima y yo paseando por Sol al anochecer. Cómo habíamos almorzado temprano, me preguntó si tenía hambre, a lo cual contesté afirmativamente. Entonces, me propuso entrar en un sitio que habían abierto recientemente para comernos un perrito caliente. Percibí tanta ilusión en su propuesta (ya verás, te va a encantar,ahí los ponen buenísimos) que me dejé llevar hasta aquel lugar “tan moderno”. Lo cierto es que iba angustiado. Pero, ¿qué íbamos a hacer? ¿De verdad nos íbamos a comer a un pobre perro? Había poca distancia desde donde nos encontrábamos hasta el bar o lo que fuera aquello, pero esas decenas de metros se me hicieron eternas. Dios mío, pensé, que no me toque la parte del rabo (tanto en el sentido literal como en el figurado). Un sudor frío comenzó a recorrerme el cuerpo y mi rostro tuvo que cambiar de color hasta quedarse más blanco que el algodón, pues mi prima me preguntó si me sentía bien. Sí, sí, acerté a contestar, con un hilillo de voz que apenas me salía del cuerpo. ¿Seguro?, apostilló. Que sí, prima, le dije zanjando la cuestión. Pero yo por dentro me quería morir. Cuando llegamos a la barra y pidió dos perritos y dos refrescos, la angustia y el asco empezaban a producirme amagos de arcadas. Yo me preguntaba a qué grado de salvajismo se había llegado en aquella ciudad que se comían a los perros como si fueran conejos o pollos. Debe de ser una moda, me decía. Pero por muy modernos que quisieran ser, comerse una parte de un perro me parecía un hecho atroz. ¿Y si le decía que tenía ardor de estómago o que me había empezado a doler la tripa? La excusa era del todo creíble, pues no había más que echar un vistazo a mi cara que, bajo el neón, lucía mortecina en aquellos espejos que decoraban el interior. También pensé sugerirle que solicitara alguna parte del perro que fuese lo menos desagradable y, a ser posible, lo más pequeña posible. Llegué a pensar en una costillita, como las de choto que comíamos en el pueblo, pero como no estaba seguro de que se pudiera elegir, ya que ella no lo había mencionado al dirigirse al camarero, me pareció que sería muy poco cortés, además de desagradecido por mi parte. Así nos había educado la abuela. Había que celebrar lo que se nos ofreciera. De repente, allí estaban los perritos. Dos salchichas embutidas en dos trozos de pan. Me acercó uno y me aconsejó que le echase un poco de tomate frito y mostaza. Te va a saber más rico, sugirió mi prima. ¿Este es el perrito?, inquirí, no fiándome del todo de que aquello no fuera más que un aperitivo antes de que viniera el canino. Pues claro, hombre, ¿qué va a ser si no? Y entonces observó la expresión de alivio que se adueñaba de todo mi cuerpo. Vamos, que volví a ser persona. Ella se echó a reír, intentando adivinar lo que se me podía haber pasado por la mente mientras llegaban los dichosos perritos. Ay, pobrecito mío. Qué mal rato has debido de pasar. Pero ¿por qué no has preguntado lo que íbamos a tomar si no sabías lo que era? No sé, prima. Es que aquí es todo tan diferente al pueblo que no quería parecer un cateto provinciano, acerté a decir, más relajado. Qué bobo eres, si en Madrid hay de todo menos madrileños. Y te aseguro que muchos de ellos aún no saben lo que es un perrito caliente. Anda, come, que no te va a morder. Y siguió riendo un buen rato.
Esta pequeña historia, completamente cierta, se la conté a un alumno mío durante uno de los recreos que pasó sancionado en mi despacho el curso pasado. Había insultado a otro compañero de forma grave. Podía haber optado por otro tipo de sanción, pero el tiempo me ha demostrado que, a veces, hay alumnos que responden bien a este tipo de sanciones, en las que hablamos e intentamos analizar las razones por las que se producen comportamientos indebidos que causan malestar y, en alguna ocasión, sufrimiento a otras personas. Aquel chico era un buen chaval que no calculó bien el alcance de lo que él había creído que era una simple broma.
Recuerdo que, sin pretenderlo yo deliberadamente, me habló de una cruzada que estaba llevando a cabo. Estaba intentado reconciliar a sus padres, los cuales se habían separado hacía un par de años. Él creía saber las causas de dicha separación y, al parecerle dichas causas ajenas a la convivencia familiar, incluso a la relación de ambos cónyuges, había urdido un plan que con el tiempo debía dar resultado. Entre las estrategias que había puesto en marcha estaba la de pasar más tiempo con su padre, que en aquel momento vivía fuera del domicilio familiar. El hombre poseía un pequeño restaurante y mi alumno se iba allí los fines de semana a echar una mano. Se notaba que adoraba a su padre. También le gustaba lo que hacía con él en ese pequeño negocio. ¿Y tu madre no se molesta porque no pases con ella algo más de tu tiempo libre?, quise saber. Bueno, estoy con ella a diario. Además, lo que ella desea es verme feliz. Cuanto más feliz me vea con mi padre, más probable es que ella también quiera compartir esa felicidad, ¿no crees?, me preguntó con ansiedad. Como no sabía muy bien qué contestar y en la conversación habían salido a relucir ciertos alimentos que se servían en el restaurante del padre, no se me ocurrió otra cosa que echar mano de ese breve periplo con los perritos calientes. Ya ven lo que uno termina haciendo al cabo del día para intentar borrar la tristeza de los ojos de un chiquillo y hacerle esbozar una sonrisa. A lo mejor, algún talibán de la enseñanza piensa que aquellos recreos tenían bien poco de sanción y mucho de paternalismo. Bueno, quizás los nuevos aires que soplan desde ese Madrid al que sigo añorando nos traigan a los profesores y a los responsables de los centros escolares una nueva forma de abordar la disciplina en las aulas. A lo mejor, el nuevo ministro tiene a bien promover más formación/instrucción  para mejorar la labor de los directores e incluye en la misma algún curso del tipo “las mil y una formas de castigar a un alumno, disfrutando en cada intento”.  
Yo, al sado, por ahora no me apunto.
Esta es mi entrada número cincuenta. Nunca pensé que llegaría a escribir tantos pequeños relatos. Ojalá los hayan disfrutado de algún modo. Esa ha sido siempre mi intención. Como cantaba aquella vedette:
Agradecido
Y emocionado
Gracias por ….
A mi marido

viernes, 16 de marzo de 2012

...y el triste arbolillo, sin hojas quedó


Enseñar no es un acto exclusivo de los profesores. Se enseña a un amigo a ser leal, a un amante a querer, a un hijo a obedecer, a un padre a confiar. Sin embargo, ¿quién no se ha sentido alguna vez como ese viejo maestro de La lengua de las Mariposas cuando es apedreado por su discípulo más querido?
¿Quién no ha experimentado la decepción que se produce al no lograr inculcar en los seres que nos rodean aquello que consideramos importante para su bienestar y seguridad?
¿Qué abuelos al desear para sus nietos un futuro sin los sobresaltos que ellos vivieron no pueden evitar albergar oscuras premoniciones que sacuden sus cansados cuerpos?
¿Cuántos docentes no se ven frustrados al despedir a demasiados alumnos que abandonan sus centros sin una formación que les haría valorar y apreciar todo el legado que nos dejaron tantos seres increíbles que habitaron este mundo y los que hoy continúan su labor? Aún peor, sin una formación básica para sobrevivir en una jungla cada vez más despiadada y feroz.
¿Qué hacer cuando la energía empleada en la transmisión de valores se estrella contra el timbre de las tres de la tarde y se diluye entre el agolpamiento del alumnado en la puerta de salida?
¿Qué queda de esa cándida batalla que inicia el joven profesor contra la basura que contamina una adolescencia que muchas veces no habla sino a través de un lenguaje hecho jirones?
¿Por qué un maduro profesor se empeña con obcecación en llegar a algunas mentes llenas de trivialidades y prejuicios, y trata de escarbar buscando luz en pozos cada vez más oscuros?
¿Por qué ese profesor no ceja en tan obstinado empeño y, de una forma razonada, no es capaz de ver que son enormes molinos de viento los que están detrás de esa creciente oscuridad?
¿Por qué no es capaz de entrever que nunca sus palabras cruzarán puertas blindadas por adultos que alimentan a sus cachorros con sus propios miedos y algún que otro aparato electrónico que los aísla aún más de lo que les puede salvar?
¿Qué siente ese profesor cuando quien tira la primera piedra a su cabeza no es un alumno al que aprecia sino su padre?
¿Arrojará el alumno la segunda?

Lo siento. Hoy no ha sido un buen día.

lunes, 12 de marzo de 2012

Rojo


Conocí a Segis (Segismundo) en unas jornadas sobre normativa curricular hace unos años. Mi primera conversación con él tuvo lugar en uno de esos agradecidos descansos que los organizadores tienen a bien programar para que los asistentes tomen un café o simplemente caminen durante un rato y estiren las piernas que están tanto o más agarrotadas que sus neuronas cerebrales cuando llevan escuchando a una persona más de dos horas; ponentes que, a veces, están tan encantados de escucharse a sí mismos que no son capaces de observar el hastío que producen sus palabras cuando la idea principal la han exprimido hasta dejarla más seca que una uva pasa.
Pues bien, ya fuera por una imperiosa necesidad de tomar cafeína para no quedarse dormidos en el aula o por ausencia de civismo, la actitud beligerante de toda aquella gente en la cafetería esa mañana hacía que Segis y yo fuésemos incapaces de encontrar un hueco en la barra, y en uno de los intentos desesperados por hacernos oír ante un camarero desbordado, su voz y la mía sonaron al unísono pareciendo más dos niños de San Ildefonso el día 22 de diciembre que dos directores de instituto. Este hecho nos produjo un ataque de risa incesante y escandalosa que nos obligó a irnos de aquel lugar ante la mirada despectiva de los compañeros de dichas jornadas que, desde aquel momento, comenzaron a mirarnos como a frikis que usurpaban dos puestos que podían haber ocupado otros directores que habrían tenido, con seguridad, un comportamiento más acorde con las circunstancias.
Después de un par de descansos más y alguna pella, ya habíamos hablado de cine, cocina, música y literatura, y estábamos entrando en terrenos personales que propiciaban otro nivel de conocimiento y el principio de una relación más allá del colegueo profesional. Precisamente comentando algunas obras de cine en cuya apreciación coincidíamos, recalé en su preferencia por películas que contenían el tema de la venganza como eje fundamental de sus argumentos. Iba a preguntarle el porqué de esa inclinación cuando llegó la hora de acudir a la última sesión del curso. Nos sentamos y le susurré al oído que ya se terminaba aquel suplicio. Sin embargo, pareció ignorar mis palabras y concentró su mirada en el ponente que estaba a punto de iniciar su disertación. Lo miraba con tanta intensidad que diría que en aquel momento sólo había dos personas en el aula. Por otro lado, su mirada, a ratos dolorosa y a otros raramente complaciente, era la de alguien que acaba de ver a quien se lleva buscando toda una vida. Así se pasó la hora y media que aquel hombre estuvo hablando. Al finalizar, y apartándome casi de un codazo, se colocó en medio del pasillo de pupitres de tal manera que el ponente no pudiera evitar toparse con él. Cuando justo lo tenía delante de él, una compañera se interpuso entre los dos y dirigiéndose a Segis le dijo: No sabes las veces que me ha preguntado Leo por ti este mes. Leo era ese hombre del que Segis no apartaba su vista. Entonces, antes de que éste pudiese reaccionar, Leo le cogió la mano efusivamente y se la estrechó con fuerza. Después le echó el brazo por el hombro y lo sacó del aula mientras no dejaba de hablarle, casi susurrarle al oído, como podría hacerlo un amigo que se reencuentra con otro tras un largo período de tiempo. Por mi parte, sólo alcancé a observar el desconcierto y la impotencia que reflejaban el rostro de Segis mientras era arrastrado hacia la puerta.
Como era el final de la última jornada, pensé que no tendría tiempo de despedirme de él antes de marcharme y sentí algo de tristeza, pues lo cierto es que me parecía alguien interesante y, en cierto modo, había hecho de esos tediosos días algo agradable.
Me puse a recoger mi material mientras la compañera de antes, muy locuaz ella, intentaba saber mi opinión sobre la formación recibida. Contestar con evasivas no hizo sino aumentar su curiosidad, visto lo cual, le dije que todo había estado perfecto, repitiéndolo una vez más de manera contundente para que no albergara dudas y me dejara en paz. Ya estaba saliendo cuando de repente me di cuenta de que Segis había olvidado la funda de sus gafas sobre el pupitre. La cogí y fui a buscarlo para devolvérselas. Miré en la entrada, pregunté al conserje, que ya estaba apagando luces del edificio; le rogué que me permitiera mirar en las clases contiguas, lo cual hizo a regañadientes, pero no lo encontré. Debía haberse ido ya. Salí al patio donde tenía aparcado mi coche y cuando iba a abrir la puerta, sentí como si un perro me agarrara el tobillo por detrás mientras ladraba. Era Segis. Joder, tío, con la bromita. ¿Quieres que me un infarto?, le espeté. A ti no, pero no me importaría que le ocurriese al cabrón con el que me has visto hablar, contestó de manera enigmática. Pues sí que le tienes aprecio, añadí yo. Luego, como quien cuenta a otro la trama resumida de una película, Segis me narró una pequeña historia y comprendí, justo al final de la misma, su afición por los thrillers de venganza.
Leo era unos años más joven que Segis. Se habían criado en el mismo pueblo. Aunque no había mucha diferencia de edad entre ambos, apenas se habían tratado de niños. Sabía de él porque era compañero de su hermano pequeño en el colegio. El hermano de Segis era un chico algo especial. De carácter algo indolente y susceptible y maneras bastante femeninas, los demás niños del colegio solían hacerle el vacío. Nunca se molestaron en conocerlo bien. Nunca supieron de la bondad de su corazón, de cómo se volcaba con alguien cuando se le hacía un poco de caso, de su soledad extrema. La familia de Segis sufría todo esto en silencio. No se hablaba de ello en casa. Pero llegó la excursión de fin de estudios, cuando los alumnos terminaban octavo de EGB, y el hermano de Segis decidió que él, a pesar de su forzada exclusión, quería ir. Su madre intentó convencerlo para que no fuera, intuyendo la serie de despropósitos que vendrían más adelante, pero su padre vio la excursión como una oportunidad para que el chico se creciera ante las adversidades, se hiciese más fuerte y no dependiera afectivamente tanto de su mujer. Le dio el importe que costaba el viaje al maestro encargado del mismo y pensó que era el dinero mejor gastado en los últimos años.
Cuando quedaba una semana para que tuviese lugar la excursión, a los padres de Segis los llamaron al colegio. La directora les explicó que le habían pegado a su hijo en el patio durante el recreo. Les explicó que sabían quiénes habían sido y también las razones de la agresión. Era sencillo, dijo la directora. Ningún chico quería compartir habitación con su hijo, y, claro está, aunque un par de chicas se habían ofrecido a hacerlo, ni el colegio ni los padres de éstas, añadió, permitirían jamás que eso ocurriese. Su hijo, entonces, había insultado a los compañeros por negarse a acogerlo y unos cuantos, dirigidos por Leo, le habían zurrado. Aunque la agresión no tenía justificación alguna y los responsables iban a ser sancionados, todo esto se podría haber evitado, continuó la directora, si los padres de Segis hubiesen calculado los riesgos de alentar a su hijo a realizar una actividad de ese tipo conociendo sus circunstancias. Cuando los padres salieron del despacho de la directora, se miraron y no pronunciaron palabra alguna. Sin embargo, la madre se preguntaba una y otra vez por qué la directora había calificado aquello de sencillo. ¿Sencillo?, Dios mío, si tan sólo fuese un poco sencillo. El hermano de Segis siguió sufriendo el acoso, la incomprensión y el aislamiento por parte de casi todos los chicos del pueblo hasta que acabó por marcharse de aquel lugar.
Ahora Segis se acababa de encontrar con Leo muchos años después en una ciudad lejos de aquel pueblo. Y Leo le había pedido que le echase una mano con su hijo mayor, un chaval con problemas de disciplina y de aprendizaje. Era el mes de las preinscripciones. Al hijo de Leo no le correspondía el instituto de Segis, ni por zona, ni por colegio de referencia, pero había oído hablar tanto de la buena labor que Segis y su equipo hacían con chavales como su hijo que por fuerza tenía que admitirlo. Eres mi salvación, le había dicho, y somos del mismo pueblo. Si los paisanos no se ayudan…
Ahí cortó Segis la historia. Yo alcancé a comentarle que ese tal Leo podría haber encontrado un argumento menos cazurro y lamenté lo que había tenido que pasar su hermano. Él siguió sin decir palabra. De forma un tanto autómata cogió la funda de sus gafas y esbozó una sonrisa amarga. Luego le pregunté si había aprovechado la ocasión para ponerlo en su sitio. Su expresión se hizo más amarga aún. Hizo un leve, pero costoso intento por responderme y, sin embargo, se dio media vuelta y desapareció.
Lo volví a ver en otro encuentro de directores al comienzo del curso siguiente. Dicho encuentro, auspiciado por los servicios de Inspección, tuvo lugar en su centro. Cuando lo estaba saludando en el recibidor, un chaval al que uno no le quitaría la vista de encima si se lo encontrase en una calle de noche, se le acercó para decirle que lo llamaba la profesora de Educación Especial. Ya voy, Leo, le dijo, ya voy.