Este
verano pasé un fin de semana en un hotel cercano a un pueblo de Cádiz.
Ahora que cuesta tanto salirse de las sábanas que te protegen de las
oscuras y frías mañanas de invierno, recuerdo que, mientras el resto
del grupo dormía plácidamente, yo me calzaba unas viejas deportivas y
cogía el pequeño sendero de escalones artificiales que me llevaba hasta
una fina y dorada arena. Detrás iba dejando que los primeros rayos del
sol reconfortasen una espalda algo contracturada mientras delante aún se
dibujaba una luna nítida sobre un mar afanado en coger el azul que los
veraneantes esperan encontrar en sus aguas.
Aunque
el amanecer sea algo afortunadamente cotidiano y normal, para mí era un
privilegio vivir aquel contraste: sentir en mi cuerpo la luz aún tímida
de un astro que se abre poderoso y observar el lento desaparecer de
una pálida esfera que se resiste a abandonar su lugar a los ojos de los
que la contemplan.
Una
de esas mañanas me ocurrió un hecho que jamás había experimentado.
Cuando bajaba por aquellos peldaños de madera me giré hacia atrás y
observé que una incipiente niebla comenzaba a expandirse ocultando los
rayos del sol. A los pocos minutos, y ya caminando a buen ritmo cerca de
la orilla, la niebla espesó y se adueñó de todo el lugar. Al principio,
la sensación que experimenté fue de sorpresa. Vivo cerca del mar y
acudo allí a dar largos paseos por la arena, no sólo en verano sino en
cualquier época del año, pero nunca antes vi fenómeno semejante. Estoy
acostumbrado a la bruma que desciende por las faldas de las montañas de
mi pueblo y a la poca visión que, a veces, nos hace conducir con mucha
precaución cuando vamos por carreteras que cruzan los valles de los
ríos. Pero no me esperaba que, en tan corto intervalo de tiempo, apenas
pudiese distinguir algo a más de veinte o treinta metros. Después, me
invadió un desasosiego provocado probablemente por el recuerdo de
alguna película de terror en la que el elemento desencadenante de la
tragedia es esa madeja de hilos húmedos y grises. No sabía muy bien cómo
actuar. Caminaba muy cerca de un agua en calma. El leve oleaje hacía
que no sintiera temor a esa inmensidad que intuía a mi derecha. A la
izquierda, apenas percibía la figura emergente de alguna torre de
control para socorristas. Lo que era cierto es que había perdido la
referencia de los escalones que deberían devolverme al hotel. No sé muy
bien por qué, pero decidí continuar andando, cada vez más deprisa. De
vez en cuando, como un espectro vestido por Nike o Adidas, aparecía otro
caminante al que percibía casi cuando se cruzaba conmigo.
Comencé
a angustiarme porque la niebla no se iba. Es más, ni siquiera comenzaba
a difuminarse. De repente, la figura de un niño de no más de diez u
once años surgió como de la nada y se adentró en el mar. Me quedé
quieto, observándolo, intentando comprender si ese hecho era real. El
chaval nadaba muy cerca de la orilla (si no hubiese sido así, lo habría
perdido de vista) y, aunque mi instinto me empujaba a gritarle que era
peligroso bañarse en esas condiciones, permanecí allí, paralizado y
sintiendo una preocupación y una responsabilidad cada vez mayor por la
suerte del niño. En aquel momento pasó por allí un hombre joven
corriendo. Me miró y luego miró al chaval de reojo. Siguió corriendo
como quien se aleja de los ladridos de un perro tras una verja. Entonces
apareció una mujer a mi lado. Comenzó a gritar al chico por su nombre
hasta que éste le respondió de mala gana. Me volví hacia ella y le
pregunté si le conocía. Es mi hijo, me respondió. No sin algo
de incomodidad le comenté que estaba allí parado porque había sentido
cierta inquietud al ver a un niño de esa edad zambullido en el mar con
tan tremenda niebla. No es usted de por aquí, ¿verdad? Esto es
frecuente en esta playa. Muchas mañanas la niebla baja un rato y luego
se va. A mi hijo le encanta nadar bien temprano, cuando no hay nadie en
el agua. Está loco. Lo raro es que su padre no esté nadando con él
también.
Me
despedí de la mujer y continué mi paseo. Ciertamente no pasaron más de
diez minutos cuando la bruma comenzó a disiparse. Todo iba recobrando su
color: el añil marino, las siluetas ocres de los tejados de las
residencias veraniegas, el brillo de las conchas apiladas sobre la
arena. Decidí dar la vuelta. Cuando regresaba al hotel, descubrí a una
familia desayunando junto a un puesto de motos de agua. Debían de ser
los dueños de ese negocio. Entre aquellas personas vi al niño y a su
madre. Mientras alcanzaba el chiringuito que me servía de referencia
para llegar a las escaleras de subida, no dejaba de pensar en aquella
criatura nadando de forma descuidada sobre un mar oscuro; en su
seguridad, su placidez. Recordé aquella despreocupación materna. Una
tranquilidad desprendida de ese amor de una madre que deja sueltas las
riendas de su potrillo de vez en cuando para sumergirlo en la vida. Esa
vida en la que ella cada vez tendrá menos presencia.
Al entrar en mi habitación, mi gente aún dormía. Me descalcé en la terraza y miré al mar.
Más que nada, sentí nostalgia...tanta nostalgia.
Más que nada, sentí nostalgia...tanta nostalgia.