viernes, 30 de diciembre de 2011

2011, según quien te lo cuente


Este verano pasé un fin de semana en un hotel cercano a un pueblo de Cádiz. Ahora que cuesta tanto salirse de las sábanas que te protegen de las oscuras y frías mañanas de invierno, recuerdo  que,  mientras el resto del grupo dormía plácidamente, yo me calzaba unas viejas deportivas y cogía el pequeño sendero de escalones artificiales que me llevaba hasta una fina y dorada arena. Detrás iba dejando que los primeros rayos del sol reconfortasen una espalda algo contracturada mientras delante aún se dibujaba una luna nítida sobre un mar afanado en coger el azul que los veraneantes esperan encontrar en sus aguas.
Aunque el amanecer sea algo afortunadamente cotidiano y normal, para mí era un privilegio vivir aquel contraste: sentir en mi cuerpo la luz aún tímida de un astro que se abre poderoso y observar  el lento desaparecer de una pálida esfera que se resiste a abandonar su lugar a los ojos de los que la contemplan.
Una de esas mañanas me ocurrió un hecho que jamás había experimentado. Cuando bajaba por aquellos peldaños de madera me giré hacia atrás y observé que una incipiente niebla comenzaba a expandirse ocultando los rayos del sol. A los pocos minutos, y ya caminando a buen ritmo cerca de la orilla, la niebla espesó y se adueñó de todo el lugar. Al principio, la sensación que experimenté fue de sorpresa. Vivo cerca del mar y acudo allí a dar largos paseos por la arena, no sólo en verano sino en cualquier época del año, pero nunca antes vi fenómeno semejante. Estoy acostumbrado a la bruma que desciende por las faldas de las montañas de mi pueblo y a la poca visión que, a veces, nos hace conducir con mucha precaución cuando vamos por carreteras que cruzan los valles de los ríos. Pero no me esperaba que, en tan corto intervalo de tiempo, apenas pudiese distinguir algo a más de veinte o treinta metros. Después, me invadió un desasosiego provocado probablemente por el recuerdo  de alguna película de terror en la que el elemento desencadenante de la tragedia es esa madeja de hilos húmedos y grises. No sabía muy bien cómo actuar. Caminaba muy cerca de un agua en calma. El leve oleaje hacía que no sintiera temor a esa inmensidad que intuía a mi derecha. A la izquierda, apenas percibía la figura emergente de alguna torre de control para socorristas. Lo que era cierto es que había perdido la referencia de los escalones que deberían devolverme al hotel. No sé muy bien por qué, pero decidí continuar andando, cada vez más deprisa. De vez en cuando, como un espectro vestido por Nike o Adidas, aparecía otro caminante al que percibía casi cuando se cruzaba conmigo.
Comencé a angustiarme porque la niebla no se iba. Es más, ni siquiera comenzaba a difuminarse. De repente,  la figura de un niño de no más de diez u once años surgió como de la nada y se adentró en el mar. Me quedé quieto, observándolo, intentando comprender si ese hecho era real. El chaval nadaba muy cerca de la orilla (si no hubiese sido así, lo habría perdido de vista) y, aunque mi instinto me empujaba a gritarle que era peligroso bañarse en esas condiciones, permanecí allí, paralizado y sintiendo una preocupación y una responsabilidad cada vez mayor por la suerte del niño. En aquel momento pasó por allí un hombre joven corriendo. Me miró y luego miró al chaval de reojo. Siguió corriendo como quien se aleja de los ladridos de un perro tras una verja. Entonces apareció una mujer a mi lado. Comenzó a gritar al chico por su nombre hasta que éste le respondió de mala gana. Me volví hacia ella y le pregunté si le conocía. Es mi hijo, me respondió. No sin algo de incomodidad le comenté que estaba allí parado porque había sentido cierta inquietud al ver a un niño de esa edad zambullido en el mar con tan tremenda niebla. No es usted de por aquí, ¿verdad? Esto es frecuente en esta playa. Muchas mañanas la niebla baja un rato y luego se va. A mi hijo le encanta nadar bien temprano, cuando no hay nadie en el agua. Está loco. Lo raro es que su padre no esté nadando con él también.
Me despedí de la mujer y continué mi paseo. Ciertamente no pasaron más de diez minutos cuando la bruma comenzó a disiparse. Todo iba recobrando su color: el añil marino, las siluetas ocres de los tejados de las residencias veraniegas, el brillo de las conchas apiladas sobre la arena. Decidí dar la vuelta. Cuando regresaba al hotel, descubrí a una familia desayunando junto a  un puesto de motos de agua. Debían de ser los dueños de ese negocio. Entre aquellas personas vi al niño y a su madre. Mientras alcanzaba el chiringuito que me servía de referencia para llegar a las escaleras de subida, no dejaba de pensar en aquella criatura nadando de forma descuidada sobre un mar oscuro; en su seguridad, su placidez. Recordé aquella despreocupación materna. Una tranquilidad desprendida de ese amor de una madre que deja sueltas las riendas de su potrillo de vez en cuando para sumergirlo en la vida. Esa vida en la que ella cada vez tendrá menos presencia.
Al entrar en mi habitación, mi gente aún dormía. Me descalcé en la terraza y miré al mar. 
Más que nada, sentí nostalgia...tanta nostalgia.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Navidad


Después de cuarenta entradas, entre las cuales ha habido pequeños relatos del presente y del pasado, algunas quejas y protestas por la situación de la enseñanza hoy en día (¿qué nos esperará a partir de ahora?), episodios personales, y algún sentido homenaje a aquellos que fueron y son parte esencial de mi vida (aunque no estén todos, pero lo estarán), esta vez toca sencilla y llanamente desearles a todos los que acuden a este rinconcito de la red toda la dicha posible en este tiempo de Navidad.
Ya les mencioné en una ocasión que la mayoría de los docentes, a fuerza de tratar con niños o adolescentes, conservamos un componente pueril que no nos abandona en nuestra vida (lo decía el personaje de Fernando Fernán Gómez en Belle Époque ¿recuerdan?). Digo la mayoría porque los hay que, en el aula, en vez de personas, sólo son capaces de distinguir “asimiladores de contenidos” sentados en filas de anodinos pupitres. Pues bien, en mi caso, ese infantilismo llega a su máximo apogeo en esta época del año. Y esto no es debido a mi trabajo sino, una vez más, a las enseñanzas de esa abuela que tan presente estuvo en mi infancia y a la que otras veces he mencionado en el blog. Qué feliz era cuando, llegando diciembre, cobraba su pensión y hacía sus apartados para las compras de navidad. Lo cierto es que la pensión era más bien bajita, lo cual no impedía que hubiese lo suficiente para mantecados y turrones, latas de conserva, la botella de sidra y los juguetes de mis hermanos y mis primas. Cómo estiraba aquella mujer el dinero estatal que a duras penas compensaba toda una vida de trabajo y sacrificio. Cuando me fui al internado, pensé que acudiría a mi hermana para realizar esas compras navideñas, pero me equivoqué. Esperaba pacientemente a que apareciera un par de días antes de Nochebuena por la puerta de casa para ir juntos a la tienda de Josefa y llenar un par de bolsas con aquello que normalmente no tomábamos el resto del año. Luego en casa, era yo quien me encargaba de colocar todas las viandas de forma que pareciera que era ella la que traía la magia de la navidad a nuestras vidas. Lo cierto es que mis padres aportaban la mayor parte de lo que consumíamos hasta Reyes, pero nadie en la familia le quitaba “su sitio” a la abuela. En cuanto a los juguetes, también era yo el que los envolvía y los dejaba en la antesala del dormitorio de mis hermanos cuando estos ya se habían dormido. Lo hacía desde que era casi un niño y  seguí haciéndolo después cuando mis sobrinas nacieron. Mentiría si dijera que no disfruto con los presentes que recibo, pero aquella mujer me inculcó el disfrutar, tanto o más si cabe, observando la felicidad de quien rasga con ansiedad un papel de regalo sin saber lo que hay dentro.
Esta tarde he escrito veinte tarjetas de Navidad. Diez eran de Médicos sin fronteras y las otras diez de Intermon Oxfam (Sé que es torpe machacar con el tema de la solidaridad en estas fechas, pero no hacerlo es más torpe todavía). Estaban dirigidas a personas a las que aprecio. Me gustaría hacer lo mismo con todos ustedes, aunque a la mayoría de los que leen este blog ya los he felicitado, puesto que son amigos o conocidos y los veo con cierta frecuencia, pero a algunos de los lectores no los conozco, pues he descubierto en el apartado de Estadísticas que hay quien sigue estos relatos en Rusia, Estados Unidos, Alemania (aunque ahí imagino quiénes pueden ser), en Ucrania, Turquía, Francia, Singapur, Argentina; y quisiera creer que también en España hay gente de la que no sé nada y que, de alguna manera, disfruta con algunas de la entradas que escribo. Pues a aquellos que no me conocen tengo algo que decirles. Aunque firmo como Carlos M. Granada, en realidad me llamo Manuel y vivo en Huelva. Elegí firmar así por preservar el anonimato de algunas personas de las que hablo en el blog. Es más, la segunda entrada contiene alguna información para despistar (tengo un profundo cariño por los conserjes de mi instituto). Pero no se alarmen. Sólo ocurrió en esa entrada en particular. Después comprendí que podía escribir siendo yo y preservar la intimidad de los demás simplemente con modificar algunos nombres y algún lugar (especialmente al hablar de menores), tal y como mencioné que haría la primera vez que escribí en este blog. Conforme fui escribiendo, más necesidad sentí de ser verdadero, de evitar imposturas o modificar algún detalle por evitar algún conflicto. Lo que leen es lo que ha habido y hay en parte de mi vida. Para mí es reconfortante compartirlo con ustedes. Ojalá dentro de poco tiempo haya más y más gente que quiera visitar este lugar, pero si no es así, no ocurrirá nada. Mientras exista alguien a quien interese conocer qué tiene que decir un tipo como yo, ahí estaré. En cuanto a la firma, les diré que Carlos es un nombre que siempre me ha gustado. M es la primera letra de mi primer apellido, y Granada, la ciudad en la que nací accidentalmente, aunque me crié en un pueblo de sierra Mágina, en la provincia de Jaén.
Por cierto, ¿se han dado cuenta de las veces que el cine y la comida están presentes en estas historias? Yo lo descubrí hace un par de semanas. Se lo tengo que contar a mi compañera Flor, que va a un psicólogo, por si tuviera que preocuparme por algo…no sé, alguna cuestión no resuelta del pasado. Mira que si tengo alguna obsesión o carencia y me está dañando de una manera subconsciente...
Mil gracias, de corazón.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Historias de otros tiempos y III


Acabo de recibir un email de Virginia. Regresa el martes de Madrid, donde estudia una doble titulación, Periodismo con… (nunca lo recuerdo). Me propone quedar con Enrique (también ex alumno-nuevo amigo, ¡qué lejos van a llegar los dos!) para comer y ver una peli después. Enrique estudia Idiomas y Humanidades en Sevilla. A ambos les he dado clase de inglés durante casi todos los años que han estado en el instituto. Tenemos que encontrar ese hueco y vernos. Hay tanto de lo que hablar. Entre otras cosas, les contaré mi última experiencia teatral con el grupo de alumnos que rodó el curso anterior un pequeño homenaje musical para la fiesta de despedida de la promoción a la que ellos pertenecían. Son, al igual que Virginia y Enrique, estudiantes bilingües de francés. El inglés es su segunda lengua extranjera. Es curioso. Casi siempre, cuando una promoción de alumnos (a las que yo llamo “especiales”) se va del centro, aparece otra. Ahora mi batalla está con estos pequeñajos de 2º de ESO, con los que me enfado, me río, me exaspero, me emociono.
Hace años, muchos, aparecieron en mi camino un grupo de alumnos del IES La Orden con los que comencé una labor teatral también. Con algunos, incluso llegué a formar un grupo llamado Arteatrozos (nunca un nombre estuvo mejor elegido). Comenzamos haciendo Cabaret. En realidad, lo que hicimos fue coger fragmentos de obras teatrales (Aquí no paga nadie, Bajarse al moro…) con “cierto” nexo temático en común (en realidad, el olor a libertad que desprenden esos trabajos), y enlazarlos con números del musical Cabaret. Esos alumnos tenían 14 o 15 años. Conté con un impagable “Maestro de Ceremonias” y con chicos y chicas tan entregados, que ya quisieran algunos profesionales haber bailado Willkommen o Mein Her como ellos lo hicieron. Con algunos, inicié Arteatrozos, al que después se sumaron Matías, Yolanda, Juan, Paco, entre otros. A partir de ese momento, las obras que representábamos eran mías. No es que tuviesen gran calidad literaria, pero de un par de ellas me siento orgulloso, por qué no decirlo. Pues bien, la última llegamos incluso a ponerla en escena en el Gran Teatro de Huelva durante todo un fin de semana. El resto de las funciones las dimos en los lugares más dispares que se puedan imaginar: en la antigua cárcel de Huelva, en el salón de actos de la ONCE, en la sala de usos múltiples de algún instituto, en varios pueblos de la provincia. Recuerdo con especial cariño un viaje que hicimos a Zufre, en la sierra.
Cuando nos teníamos que desplazar a algún lugar, nos acompañaba Andrés con su furgoneta. Como Zufre está lejos de la capital y era domingo, me preguntó si se podía llevar a su mujer y sus dos hijas. Le contesté que por supuesto. Es más, llamé a mi hermano para que se viniera también. Y ya que aquello se presentaba más como una salida para domingueros que otra cosa, le dije a la “troupe” que pasaríamos todo el día fuera. Unos trajeron tortilla de patatas, otros filetes empanados, fiambres variados, aceitunas rellenas, picadillo (en Huelva, básicamente: tomate, cebolla, pepino y pimiento. Todo a trocitos pequeños). En fin, lo que llevan al campo los españoles un domingo de escapada casera con la excusa de que los niños respiren aire puro y jueguen a sus anchas mientras los mayores se ponen ciegos de cerveza y se cuentan las batallitas semanales a manera de pseudoterapia mancomunada.
Mi hermano iba negro. Andrés, para aligerar, pues habíamos tardado bastante en comer, tomó un atajo lleno de baches. Pero, ¿qué carreteras son éstas? Desde luego, esto es tercermundista; se quejaba. Lo cierto es que alguno iba tan mareado que empecé a visualizar las alfombrillas del coche tuneadas con el picadillo pasado por la batidora de sus ácidos gástricos. Afortunadamente llegamos a Zufre sin más incidentes y comenzamos a montar. Era un pequeño salón de actos con un escenario también muy pequeño. Sin embargo, en peores circunstancias habíamos “trabajado”. Cuando llegó la hora de comenzar la función, estábamos desalentados. El público lo componían unos cuantos ancianos, probablemente de la misma calle en la que nos encontrábamos, ya que no me imaginaba a los pobres caminando más de cincuenta metros. De pronto, Elisa, que iba de adelantadilla, propuso hacer una “performance” (así, tal y como suena y sonaba en el año 1995). ¿Y eso qué es lo que es?, preguntaron algunos, entre ellos mi hermano. Como no había tiempo de explicaciones, les resumí que íbamos a entretener al público asistente mientras comenzaba la función para ganar tiempo por si venían más personas. Repartimos papeles en cinco minutos y, estando en ello, por la puerta y muy trajeado, entró el alcalde. Súbitamente, dos de los míos se le colocan detrás como si fuesen sus guardaespaldas. El pobre hombre no sabía muy bien qué hacer. Los asistentes comenzaron a murmurar entre ellos, y como había una un poco sorda, el hombre que hablaba con ella lo hacía en voz alta. Y esos que acompañan al alcalde, ¿quiénes son? Preguntó desconcertada la mujer. Yo que sé, decía el que parecía ser su marido, parecen de la mafia. ¿De la qué?, insistía la mujer. De la mafia. Bah!, déjalo, si tú no has visto películas, sólo te gustan las telenovelas. El del asiento de atrás, que resultó ser cuñado de aquella señora, se añadió al coro de voces. Y tú, ¿qué clase de películas has visto? Esos son matones que se ha contratado el alcalde. ¿No ves en las noticias lo mal que está lo del terrorismo? El aludido se gira hacia atrás y le espeta: Se los habrá contratado el gobierno. No creo que los pague él, ni el ayuntamiento. Aquí no hay un duro para ná. O eso dice éste (mirando con desconfianza al alcalde, que se estaba enterando de toda la conversación). El cuñado remató añadiendo: ¡coño!, pues buen atracón se dieron él y los concejales en la comida de Navidad.
En ese momento, y ante el cariz que estaba tomando el asunto, les indiqué a los actores que se retiraran. Lo cierto es que el acalde no sabía si reírse de la situación, pues mis actores estuvieron ciertamente graciosos en esa pequeña improvisación, o no pagarnos la función. Se limitó a decir unas palabras enfatizando la apuesta de la corporación que él presidía por la cultura e hizo mutis por el foro. Los ancianos lo pasaron bien, incluso la que no andaba muy fina del oído. Primero, porque en el escenario más que hablar, se intentó gritar, y en segundo lugar, porque en mitad de aquella obra, de repente y de entre un cajón con ropa de saldo, aparecía Matías vistiendo sólo unos calzoncillos. Y créanme, un chaval de veinte años que era un David de Miguel Ángel sin ninguna desproporción en su anatomía (bueno, quizás la que dejaba entrever los bóxer que llevaba puestos) alegró la noche a aquella anciana, porque sería sorda, pero ciega no.
Me acordaba yo de este episodio mientras mis chavales de 2º representaban, junto a los pequeños del colegio García Lorca, la función navideña de este año. Observaba cómo Antonio defendía espléndidamente un Scrooge durante tres representaciones el mismo día, intentando no olvidar su largo texto y Alberto (el fantasma de las navidades presentes) se llevaba por delante el árbol de navidad de la familia Cratchit, entre las risas cómplices del público y de sus compañeros. Ahora son otros tiempos y han cambiado muchas cosas. Pero lo esencial (ese email del principio de esta historia, los comienzos de Arteatrozos, la función en Zufre, la función del jueves pasado), lo importante, repito, permanece. Está ahí, en los abrazos y la dicha cuando se apagan las luces y se cierra el telón, cuando se le dice adiós a una promoción que has visto crecer y convertirse casi en adultos, cuando terminas una clase y sabes que tus alumnos han aprendido algo… cuando pones cariño y tesón en lo que haces y, a veces, aunque sólo sea a veces, te devuelven tanto o más cariño del que tú has dado. 

domingo, 11 de diciembre de 2011

Historias de otros tiempos II


Hellín, octubre de 1986.
¿Saben ya lo que van a tomar?, preguntó el camarero. Yo me apunto al gazpacho. Estoy sediento, contestó Antonio. Por mí está bien, añadí yo. Cuando el camarero se iba a retirar, le reclamé que no había tomado nota del segundo plato. Nos miró algo  extrañado,  pero en seguida cogió el lápiz y la libreta. Ustedes dirán, ¿han mirado las especialidades de la casa? Raudo, le respondí que ambos tomaríamos el solomillo con patatas. Tienen hambre, ¿eh? Comentó algo guasón. Con complicidad, miré a Antonio y pensé que, como no éramos del pueblo, nos estaba tomando un poco el pelo. Más que hambre, queremos algo fresquito y después un poco de carne. ¿Es muy grande el solomillo? El camarero respondió que se trataba de unos medallones con salsa de champiñones y patatas fritas. Le dijimos que no lo queríamos demasiado hecho, pero tampoco crudo (en fin, los términos que se utilizan para decir que no lo quemara, pero que no queríamos ver sangre en el plato. El término “en su punto” aún no entraba en mi jerga. En la de Antonio tal vez, pues, siendo de familia acomodada, estaba más acostumbrado a frecuentar restaurantes con sus padres). Teníamos 23 años y acabábamos de concluir nuestra vida de estudiantes en Granada, donde, por cierto, muchas veces habíamos saciado nuestro apetito simplemente con las tapas que acompañaban las cervecitas que los bares ofrecían como reclamo para los clientes. 
Al cabo de cinco minutos, se presentó el muchacho en nuestra mesa con dos platos de algo que, al menos para nosotros, no era gazpacho. Aquello era un guiso con tortas que parecían estar elaboradas con harina, y trozos de carne. Un plato contundente y humeante de esos que uno está deseando engullir un día de frío invierno, especialmente cuando se ha hecho un esfuerzo físico considerable durante la mañana. Le indicamos que se había equivocado, a lo cual el mozo, aún guasón, cogió la libretita y, como aquel que comprueba un acta notarial, nos respondió que habíamos pedido gazpacho. Pues eso, afirmamos nosotros. Pues gazpacho es lo que hay en los platos. Gazpacho manchego. ¿No lo conocían? Es un plato típico de la región. Estoy seguro de que lo van a disfrutar. Además, la carne es toda de caza, la trajeron a primera hora de la mañana. Vamos, que el mensaje que nos estaba enviando era que no pensaba llevarse las viandas de nuevo a la cocina. ¿Qué clase de caza? Acerté a preguntarle yo. Hay de todo un poco: conejo, venado…
Recuerdo que cuando todavía nos quedaba la mitad del plato, alcé la cabeza y miré a Antonio. Intuyendo lo que iba a decir, se adelantó a mis palabras exclamando: Ya sé. Tú te estás acordando del solomillo, los champiñones y las patatas fritas. Eché un vistazo a mi comida, donde una pata de conejo sobresalía desafiante y luego volví a mirar a mi amigo. Ya por aquella época andaba más bien escaso de pelo, y su frente, extensa hasta casi su nuca, lucía más roja que la de un guiri después de una mañana en Torremolinos. Por mi parte, la servilleta que en principio había reposado sobre mis piernas, tal y como el código de buenos modales indica, iba de mi rostro a la mesa y viceversa empapada de gotas de sudor; que más parecía un Klinex deshecho por una sudoración intensa que un utensilio de comida.
Al final, y después de dejar medio solomillo con toda su guarnición en la mesa, el camarero se acercó de nuevo. ¿No ha sido de su agrado el solomillo? Estaba muy bueno, le miré desafiante. La cuenta por favor, le requerí cortante. ¿No van a tomar postre los señores? Tenemos unos mantecados manchegos, hechos por un repostero de confianza, que, acompañados de un cafelito, les dejarán un magnífico sabor de boca. Para que les apetezca regresar más veces. Antonio y yo nos miramos sin saber muy bien como cortarle la guasa a aquel mozarrón. Si no hubiese sido por su acento, hubiésemos jurado que era de Cádiz en vez de Albacete. Pero, una bola que cada vez se hacía más grande en el estómago, los calores que nos subían hasta mejillas y hacían que pareciéramos amapolas entre tanta mesa de blanco mantel, y un revuelto de tripas sonoro que pedía a voces liberarse, nos hizo desistir de contestar como se merecía a aquel adolescente socarrón y descarado.
Ese fue mi comienzo en la ciudad donde comenzaría a ejercer por primera vez como profesor en la enseñanza pública. Al día siguiente, me incorporé al instituto Melchor de Macanaz y conocí a quienes serían mis primeros alumnos. Todos eran de 1º de BUP, excepto un grupo de COU al que debía enseñar Dibujo Técnico. Ya me dirán ustedes cómo un licenciado en Filología Inglesa iba a poder impartir aquella materia, si, cuando pequeño, suspendía hasta los dibujos de carácter abstracto que el maestro mandaba hacer a los menos favorecidos con el don de la pintura para que pudiésemos aprobar. Sin embargo, tuve la enorme ayuda de un compañero, catedrático de la asignatura, que me cambió dos horas de guardia por dos de mis clases para así poder enseñar la materia a aquellos estudiantes de último año. Con ese gesto inolvidable de compañerismo emprendí mi camino en la enseñanza.
Dicen que los primeros amores nunca se olvidan. Para mí, que siempre había soñado con ser profesor, aquel año fue uno de los mejores regalos que me ha dado la vida. Recuerdo a Luis, que vivía cerca de mi casa, a Adolfo, a Ana… a tantos chicos y chicas que colmaron con creces las expectativas que había puesto en lo que sería mi futuro profesional. Recuerdo a mis compañeros y amigos: a Lali, Rosalía, al director, a Diego. Sólo estuve allí un curso, pero, al año siguiente, ya en Valverde del Camino, me las apañé para organizar un intercambio entre los alumnos del instituto Diego Ángulo y mis niños de Hellín. Aún recuerdo el emocionante recibimiento que nos hicieron al llegar a las puertas del Melchor de Macanaz. Los recuerdo gritando mi nombre como si de un famoso futbolista o cantante se tratara, y yo, con el corazón sobrecogido, intentando abrirme paso entre sus abrazos después de tan largo viaje.
Muchas noches sueño con Hellín. En mis sueños aparece la ciudad y, a veces, los rostros desdibujados de quienes compartieron pupitre, tiza y pizarra conmigo (y algunas fiestas también). Son sueños con un poso de dulce nostalgia que hacen que, al despertar, me sienta como cuando escucho la canción de Bola de Nieve, esa que suena en la escena final de La ley del deseo:

Quién, de tu vida borrará
mi recuerdo y hará olvidar
este amor,

Hecho de sangre y dolor,
pobre amor

Que nos vio a los dos llorar
y nos hizo también soñar y vivir,
¿Cómo dejó de existir?
Hoy que se ha perdido,
déjame recordar
el fuerte latido
del adiós del corazón
que se va,
sin saber a dónde irá

Y yo sé que no volverá
este amor,
pobre amor.

(Es verdad, los primeros amores nunca se olvidan).

jueves, 1 de diciembre de 2011

Historias de otros tiempos I


Viajábamos en el viejo Renault 11 que compré al final de mi segundo año como profesor. Como hacía frío, llevábamos las ventanas cerradas a cal y canto. A mi lado iba Luciano y detrás, sentados sobre unos asientos de paño impropios de tan altivos personajes, iban Elisa y Rafa. Ciertamente se trataba de un grupo peculiar. El conductor era un iluso que, a falta de verdaderas relaciones sexuales-afectivas, suplía sus necesidades consumiendo cine y soñando con el día en que, frente a una chimenea de una casita de campo, compartiría algo más que una copa de vino con un joven y guapo actor que se expresaría de la misma forma que lo hacía en sus películas. Luciano se había quedado hemipléjico hacía unos meses, pero sus maneras seguían siendo tan finas y delicadas que se esforzaba por no perder su erguida postura por muy incómodo que se encontrase en aquel vehículo. En realidad, era una sesión más de rehabilitación para él. Con el brazo derecho se sujetaba el izquierdo de forma que éste no se le quedara colgando y se descompusiera su enjuta figura. En cuanto a Rafa, siempre fue y ha sido Ramsés, o tal vez su hermana, dependiendo de la ocasión y de si podía cruzar las piernas o no. Si Rafa era un dios, Elisa se preparaba para ser Nefertiti, una aprendiz algo tosca por aquel entonces, pero de una altivez notable. En el camino sólo se escuchaban sus voces quejándose de todo, pues desde el comienzo dejaron claro que no les interesaba la música que llevaba en el coche. En aquellos días, Luciano y yo andaríamos por los treinta, Elisa acababa de cumplir veinte añitos y Rafa…bueno, Rafa era un poco mayor que nosotros (un poco, nada más, ¿eh?). Las protestas de los ocupantes traseros no dejaban de sonar y eran comprensibles. Llevábamos el maletero del coche abierto ya que la silla de ruedas de Luciano no permitía cerrarlo del todo. Por tanto, los humos del tubo de escape inundaban de vez en cuando todo el interior del vehículo atufándonos a los allí presentes, pero de manera especial al faraón y la princesa. De repente, una voz que sólo podría venir de alguien de la Línea con estudios universitarios exclamó: Mira, m…., esto parece la cámara de gas de los judíos. ¿Tú nos quieres matar antes de llegar al Algarve? La risa que nos entró a todos con aquel exabrupto fue tal que el pobre Luciano se orinó en los pantalones y yo tuve que frenar repentinamente porque casi me como el coche que iba delante.
Pasamos un fin de semana muy divertido en Quarteira, como tantos otros. Recuerdo que, paseando por la ciudad, y ante la estrechez de la acera y la lentitud de unos extranjeros que iban delante, Ramsés los echó a un lado diciendo: Can you see that we are “paralitical” gays? Un respeto por las minorías y por los enfermos. Mucho imperio, pero muy poca vergüenza. Aquellas personas no dudaron en apartarse de inmediato, no porque entendieran sus palabras,  sino por la fiereza de su mirada y el ímpetu con que se abrió paso. Rafa era así. Divertido, ocurrente, con algo de mal genio a veces, pero agudo e inteligente siempre. Podría contar mil anécdotas sobre él, pero seguro que si las lee, es capaz de enviarme a la bruja del Oeste, o a Esperanza Aguirre con las tijeras. Sus alumnos tienen suerte de tener un profesor como él (es catedrático de Geografía e Historia) y nosotros tuvimos la dicha de disfrutarlo durante algunos años.
Hace unos días me llamó por teléfono. Su voz sonaba triste y comprendí que algo iba mal. Me contó que su hermana Loli había muerto. Tiempo atrás, cuando nuestra relación era fluida y constante, me dijo que Loli atravesaba un mal momento en su vida. Como hablábamos tanto de nuestras familias aunque viviesen lejos, sentí la necesidad de escribir una carta a aquella mujer que no conocía salvo a través de las palabras de mi amigo. Parece ser que aquella misiva la emocionó, y que la guardó durante años. Me decía Rafa que solía preguntar por mí de vez en cuando, mostrando su deseo de conocerme. Bien, esto no llegó a suceder, al menos físicamente, pero la sentí en todo momento cercana gracias a su hermano. Estuvo y está en mi corazón.
Al final de cada octubre, suelo ir al cementerio de esta ciudad a poner unas flores sobre la tumba de otra mujer que tampoco llegué a conocer. Hasta que murió hace seis años, era su marido quien lo hacía. Al no dejar familia aquí, y sintiendo tanto cariño por ese anciano, pensé que era mi deber relevarle en esa tarea. Este año le he llevado unos claveles blancos. Cuando los colocaba sobre los dos pequeños jarrones que presiden el nicho, me acordé de Loli y me dije: un ramillete por Natalia y otro para esa mujer que durante tanto tiempo agradeció unas frases de consuelo escritas desde la distancia y la osadía.  Un beso enorme para ti y para los tuyos.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El "affaire"


Cuando cursaba 8º de EGB, hubo un cierto revuelo en mi pueblo debido a la relación que un alumno, un par de años mayor que yo, mantenía con una maestra del colegio. Antes de que esa relación fuese admitida por ambas personas, ya había ciertos rumores entre los escolares de que algo estaba ocurriendo entre ellos. Ella, además de impartir clase, llevaba la biblioteca del pueblo, y varios alumnos habían observado que Felipe (nombre ficticio del muchacho) pasaba muchas horas ayudando a la maestra con los libros. Un amigo me dijo que los había visto besándose. Con lengua, añadió, y Felipe le estaba tocando un pecho.
Para adolescentes de catorce años aquello era morboso. Sin embargo, recuerdo que en mí, aquel hecho  despertaba más curiosidad que morbo. Luisa (nombre también ficticio) me había dado clase el año anterior y no acababa yo de comprender qué podía ver Felipe en ella, de igual forma que tampoco alcanzaba a ver la atracción que Luisa sentía por Felipe. Ella era una mujer de unos treinta años, soltera y algo hombruna. Vestía ropa bastante ajustada para la época, lo que hacía que sus curvas resaltaran más. No era especialmente guapa, pero supongo que tampoco era fea. No sabría valorar su belleza. Lo cierto es que mis inclinaciones ya apuntaban en otra dirección, aunque de haber apuntado en esa, los maestros no estaban dentro de mis fantasías eróticas, pues aunque fuesen jóvenes, como Luisa, eran demasiado mayores para encontrarlos deseables. Debo admitir que esto cambió cuando llegué al instituto. Tan sólo dos o tres años después, comencé a encontrar atractivos a algunos de los profesores que me dieron clase, ocupando sus rostros y sus cuerpos mi mente en algunos desvelos nocturnos, en algunas tardes de invierno mientras estudiaba las declinaciones del latín, no pudiendo mi ropa interior desmentir dicho interés debido a algunas manchas impúdicas en algunos despertares matutinos.
Por ese motivo, cuando me enteré de que ella pidió traslado a otro lugar, en concreto, a más de quinientos kilómetros de mi pueblo, y él la siguió un año después, entendí que Felipe la viera con ojos distintos a como la veíamos cualquiera de mis compañeros del colegio, incluido yo. Recuerdo que él era un muchacho discreto, que no destacaba en nada especial, amable y reservado. Luisa tenía un carácter fuerte. A veces, me parecía una persona antipática. Sin embargo, un día, cuando dos compañeros comenzaron a insultarme y estaban a punto de soltarme un guantazo, ese fuerte carácter impidió no sólo que fuera agredido, sino que nunca más se metiesen conmigo mientras permanecí en el colegio. Su vehemencia al defenderme y su mano, firme pero reconfortante, sobre mi nuca mientras me alejaba de aquellos desgraciados la convirtieron, de forma instantánea, en la mejor maestra del mundo.
Sé que se casaron, que tuvieron hijos y que, quince o veinte años después, se divorciaron, como ocurre con muchas parejas hoy en día. Pero, ¿qué ocurriría en estos tiempos si se produjese una historia como esta? Tengo conciencia de que la familia de Felipe lo pasó mal al principio, aunque al poco tiempo llegaron a querer a Luisa muchísimo. La gente del pueblo habló del tema, se emitieron opiniones (cotilleos en voz baja en las puertas de las casas donde los vecinos, silla propia en ristre, se reunían para hacer más soportable el bochorno nocturno del mes de julio), pero nunca hubo comentarios hirientes que acrecentaran el pesar de la familia o de los amigos de la pareja. Y cuando pasó el verano y llegaron los fríos, la gente volvió a las chimeneas, a la matanza, a la recogida de la aceituna, y el gélido viento del norte se llevó esta historia a los confines de la memoria. Ahora la resucito yo para ustedes a modo de reflexión.
Se supone que antes la gente era menos permisiva, menos tolerante, se escandalizaba con asuntos mucho más suaves que éste. ¿Era así? Hace más de treinta años que Luisa y Felipe comenzaron su historia de amor. No recuerdo intervención mediática alguna, ni tampoco oficial (probablemente no tenía por qué haberla). Pero estoy seguro de que hoy sería carnaza para el apetito voraz de mucho cavernícola y de tanto progre de los que comentan la típica película oriental subtitulada a viva voz en una vinoteca mientras alaban la última variedad de tinto reseñada en el periódico.
En mi pueblo, quizás por el alivio que se adueñó de la mayoría al llegar la democracia y que se desparramaba en el vaho de las exhalaciones invernales, los amantes no fueron juzgados. Se habló sobre ellos lo preciso, pero es que en un pueblo de una sierra adusta y fría, se va a lo concreto, a lo necesario. Y bastantes juicios se habían llevado a cabo durante los años que pasamos privados de libertad.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Matices y trazos gruesos

Como en otras ocasiones, ya narradas de alguna forma en este blog, solicité a los progenitores de dos alumnos que acudieran al instituto. Estos dos alumnos se habían enzarzado en una pelea el día anterior. Uno de ellos nos contó al Jefe de Estudios y a un servidor que recibía por parte del otro un “calmante”-- así es como llaman a un puñetazo que impacta directamente sobre el hombro-- día sí y día también. Pero además, no contento con esta manera de expresar afecto a su compañero, ese día el aprendiz de “auxiliar de clínica” le dio dos puñetazos, afortunadamente no muy fuertes, en sus partes íntimas cuando iba caminando tranquilamente por el pasillo. El agredido se volvió y le asestó un par de rápidas bofetadas al de los medicamentos. Un rato después, ninguno se atrevió a poner en duda estos hechos delante de mi compañero, la tutora y de mí. Comprendimos los tres que la reacción de X se debía a un hartazgo y una impotencia que tenía que salir afuera antes o después. Z intentó disculparse varias veces pero se le hizo saber que, aún siendo correcta su actitud en ese momento, sus acciones tendrían consecuencias. En cuanto a X, se le explicó que, entendiendo las razones de su contundente respuesta, el modo de proceder debería haber sido distinto, debiendo informar a su tutora o a algún miembro de la Dirección de lo que estaba ocurriendo, con lo que habría evitado los golpes recibidos y la sanción que afrontaría por haber empleado también la violencia.
Cuando los padres abandonaron el centro, después de una hora de conversación, y esta es la novedad, tuve la sensación de haber asistido a un curso acelerado de cómo la familia debe apoyar, colaborar e intervenir de forma correcta para evitar que hechos como los descritos con anterioridad no se volvieran a repetir. Y los ponentes habían sido los padres de ambos alumnos, los cuales, con una sensatez, calma y lucidez raras de encontrar hoy en día, supieron no sólo comprender el problema y las sanciones derivadas del mismo, sino avalar la labor del profesorado y del equipo directivo implicados en la formación de sus hijos.
Cuando salían, entró un padre que también estaba citado. Le tendí mi mano, a lo cual respondió estrechando la mía con desgana y retirándola con rapidez. Nos sentamos y le expliqué que el motivo de que estuviese allí eran los reiterados insultos que su hijo profería a varios compañeros de su clase. Tenía especial saña, añadí, con Y, un alumno de aspecto físico débil, voz algo chillona y cierto amaneramiento en sus modales. Escuchó en silencio y al final me preguntó sobre el tipo de medida que iba a adoptar. Le dije que tendría que venir algunas tardes al centro. Ayudaría a la limpieza y el orden del mismo y después emplearía un par de horas realizando sus deberes. Me miró de soslayo y me preguntó si eso era todo. Le dije que sí, al tiempo que inquirí su opinión sobre la sanción y su comprensión en cuanto a la gravedad de los hechos. Dándome la espalda me dijo que no tenía más remedio que aceptar lo que el director dijera. En cuanto a los hechos, comentó que no los entendía. Siempre nos hemos insultado llamándonos mariquitas o maricones y no pasaba nada, dijo. Parecía que ahora había una especial sensibilidad con esas palabras. Especialmente en este instituto, añadió. Cerré la puerta. No me molesté en contestarle, y no fue por falta de ganas, incluso aunque proviniesen de un fuero interno tan visceral como didáctico. Es que comprendí que buscaba provocación. Recordé algunas reuniones con familias en las que él había estado presente, y cómo nunca dirigía su mirada hacia mí, siempre de pie para hacerse más visible, mostrando una indiferencia calculada y abandonando las reuniones al final de las mismas acompañado de algún otro padre, comentando algo en voz baja con ademanes despectivos y sin decir adiós.
A la última hora, subí a mi clase de 2º  de ESO. Estaban contentos. Todo lo feliz que se está un viernes a última hora. En mitad de la clase, interrumpí la actividad que estábamos realizando para llamar la atención a una alumna que no dejaba de hablar con el compañero. Entonces, como hago en otras ocasiones, aproveché y comencé a contarles una breve anécdota de las muchas que me han ocurrido en mi vida, personal o profesional, a modo de cuento con moraleja. Normalmente intento que sea atractiva y la salpico con expresiones que les sean familiares, no importándome modificar aspectos de la narración para que les llegue más fácilmente. Entonces observé a dos alumnos que, ignorando mis palabras, que, como suponen, son una bronca disimulada en forma de historieta, estaban “a su bola”, comentando jocosamente algo que les hacía mucha gracia. Les recriminé su actitud y seguimos con la actividad. Mientras la concluían en sus cuadernos, me acerqué a la ventana y me descubrí triste. Lo cierto es que el gris del cielo y el reflejo de los árboles en los charcos no invitaban a un estado eufórico, aunque fuese un viernes a última hora. Pero mi tristeza provenía del hecho de que, precisamente uno de los alumnos a los que había llamado la atención es uno de mis “proyectos” para este curso. Pienso que tiene un potencial muy superior a lo que está mostrando, tanto a nivel académico, como en su comportamiento. Tiene tantas posibilidades. Me recuerda a otros tantos proyectos que he emprendido (y concluido) en estos últimos veinticinco años. Pero de repente me vi fatigado, y un atisbo de escepticismo me llevó a concluir que, tal vez, ya era hora de emplear mis energías con menos ambición. Es más, estoy cansado porque siento que las barreras son cada vez más difíciles de superar.
Cuando volvía a casa, recibí la llamada de un amigo. Me pedía que acudiera a un acto de un político que pertenece a un partido por el cual siempre he sentido preferencia, aunque no esté de acuerdo con algunas de sus decisiones, especialmente en los últimos años, ni me gusten algunos de sus dirigentes. La última vez que acudí a un acto de este tipo fue cuando ese partido estaba a punto de perder las elecciones que lo dejaron fuera del poder en 1996. No dudé en aceptar su invitación. En primer lugar, porque es muy fácil estar al lado de los ganadores, pero, aunque muy espinoso, es más estimulante (coherente, en mi caso)  permanecer en un tren que se va a descarrilar, no dejando solos al maquinista y los auxiliares, y en segundo lugar, porque el acto sólo me comprometía a apoyar la sanidad y la enseñanza pública, algo que hago todos los días. Además, no suelo negar un favor a un amigo, a no ser que me proponga algo indecente. Al día siguiente acudí al pequeño, muy pequeño, encuentro de ese político con algunos profesionales de distintos ámbitos, entre ellos, la sanidad y la educación. Fue algo breve, en el que escuchamos a dos personas hablar de su trayectoria y expresar su temor a los recortes sociales que pueden venir (en realidad, ya los está habiendo). Al final hicieron una foto. Durante unos segundos dudé en echarme a un lado para no aparecer en la misma, pero pronto comprendí que eso no iba conmigo. Cuando la foto se publicó al día siguiente en el periódico local, mi marido, conociéndome, me dijo: no te comas el coco. Seguro que habrá quien te ponga a parir, quien no te entienda, incluso quien quiera hacerte la puñeta. Sin embargo, lo único que tú has hecho es acudir libremente a un acto de una campaña electoral en un país democrático donde se supone que existe la libertad de reunión y de expresión. Tu compromiso ha sido con la defensa de lo público en una sociedad que debe ser justa con todos, no con un partido político. Así ha sido, le contesté yo, pero mi experiencia me dice que esto me acarreará algunos quebraderos de cabeza. Me veo señalado. Me cogió la mano y me preguntó: ¿tú crees que esto es la España de los años 30 o 40? Me hubiese gustado contestarle con un no claro y rotundo. Pero, y siento decirlo, mi no sonó menos convincente de lo que hubiera deseado.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Sucedió un día

Esperó inútilmente que viniese al instituto para rodar de nuevo una escena que había quedado mal, ya que apenas se escuchaba el pequeño diálogo que los dos alumnos habían interpretado. Ángela se encontraba allí, acompañada de su padre, desde hacía media hora. Entonces decidió telefonear a su casa. Fue la madre del chaval quien respondió a la llamada y, de malas maneras, le dijo al profesor que su hijo no acudiría aquella tarde al centro pues tenía un cumpleaños de un amigo. Ante la preocupación que mostró el profesor mientras intentaba explicarle que debían exhibir el trabajo filmado dos días más tarde en la despedida a los alumnos que terminaban sus estudios en el centro, haciendo hincapié en que habían sido tres meses de ensayos y grabación y que esa escena era importante para que se comprendiese la historia que querían contar, la madre soltó un exabrupto y dejó claro que su hijo no tenía ninguna obligación de ir al instituto fuera del horario lectivo. Desde una habitación cercana, el profesor pudo escuchar al padre gritarle a su mujer que colgara el teléfono, añadiendo que la hora de la siesta no era el momento oportuno para llamar a ninguna casa. Finalmente, el padre de Ángela propuso localizar a otro compañero de la clase que, contento de participar en esa escena, se presentó en la puerta del instituto en quince minutos.
Un mes más tarde, ese profesor, que también es el director, recibió la visita de aquel chaval que no acudió a su cita, acompañado de su madre. Era la primera semana de julio. Aburrido de leer las últimas novedades sobre normativa en los centros de secundaria, alzó la frente y arqueó la ceja con cierta sorpresa y algo de indignación cuando vio, ya dentro del despacho y sin previamente haber llamado a la puerta, a aquella persona que tan desagradablemente lo había tratado.
Era una mujer de unos cuarenta años y pelo teñido de rubio, aunque muy poco quedaba del tinte que lo había coloreado. El tono pálido de la pintura de sus labios hacía que, al abrir la boca, resaltase su deteriorada dentadura. Exhibía unos rabillos negros estilo años sesenta, y un rímel aplicado de forma tan rápida que había salpicado unas ojeras visiblemente profundas. Vestía unos pantalones de chándal de color estridente, elaborados con esa clase de licra que tanto se ajusta a la piel y una camiseta del mismo tejido que hacía juego con el azul intenso de su sombra de ojos.
Dirigiéndose a mí de una forma suave, delicada a su manera, me preguntó si tenía un ratito para hablar con ella, a lo cual respondí, con un tono marcadamente hostil, y, sin embargo, correcto en las formas, que siempre disponía de tiempo para atender a las familias. Se me acercó bajando el volumen de voz aún más y me contó que ella y su marido llevaban un año y medio en paro, que apenas entraba dinero en la casa, que la situación era cada vez más difícil y que no podían comprar el material escolar recomendado por los profesores que su hijo debía trabajar en verano para superar las asignaturas que había suspendido. Entonces, volviéndose al chico, le dijo: ¿No es así, Álvaro? Anda, dile a tu maestro que todo lo que he contado es verdad. Mi alumno, un niño tímido e introvertido, lo único que hizo fue asentir con la cabeza sin cruzar su mirada con la mía en ningún momento.
Le pregunté a Álvaro lo que necesitaba, a lo cual la mujer respondió entregándome con rapidez el informe que le había dado la tutora antes del comienzo de las vacaciones. Recorrí varios departamentos y fui cogiendo todos los materiales que venían detallados en el mismo. Sólo faltó un libro de lectura. Le di a la madre el nombre de la librería donde podía recogerlo, aclarándole que no tenía que abonar nada por él puesto que yo avisaría con antelación al establecimiento. Entonces la mujer cogió a su hijo por el brazo y, acercándolo hasta mí, le dijo: anda, dale un beso a tu maestro. ¿No ves lo bien que se ha portado contigo? Y, dirigiéndose a mí, añadió: muchas gracias, cariño. Cuando comience el curso que viene, ya te indica el niño todo lo que no podamos comprar. Álvaro me besó en la mejilla de forma rápida, probablemente sintiendo tanta incomodidad como la que yo mostraba. Sin embargo, cuando su madre y él salían por la puerta del instituto, y mientras ella sacaba un cigarrillo del bolso, se giró hacia donde yo estaba y me sonrió tímidamente.
Volví al despacho e intenté sumergirme de nuevo en la dichosa normativa. Miré la fecha de publicación de la Orden que tenía delante: 28 de junio de 2011. Miré a mi alrededor y me pregunté porqué tenía la impresión de haber participado en un episodio que podría haber ocurrido hace cuarenta o cincuenta años. Está claro que esa mujer nunca habría hablado a un maestro de esa época de la forma en la que me había hablado a mí, ni habría entrado en el despacho de un director como si hubiese entrado en su casa.
La respuesta era Álvaro y el torpe y breve beso que fue forzado a darme, todo lo que quiso y no pudo decirme, pero que quedó perfectamente claro a través de esa tímida sonrisa a modo de saludo final. Era él, y no su madre o su padre, quién llevaba la palabra CRISIS escrita en su rostro.
Y los papeles que tenía delante no eran sino instrucciones sobre el uso de una máquina del tiempo llamada RETROCESO.


viernes, 28 de octubre de 2011

Lo público y lo privado

¿Por qué los profesores sienten que han perdido el prestigio que antaño disfrutaron? ¿Disfrutaron realmente de un verdadero reconocimiento en este país alguna vez? ¿Cómo se mide el prestigio de los que se dedican a una profesión? ¿Son los médicos, los jueces, los arquitectos, los ingenieros, más valorados que los maestros? ¿Cuándo dejaron de perder los docentes la autoridad dentro del aula?
Las respuestas a estas preguntas serían tan diferentes como los interlocutores a los que se las hicieran. Si se tratase de unos padres cuyo hijo está fracasando como alumno y no es capaz de avanzar en el proceso de aprendizaje, probablemente dirían, entre otras cosas, que el centro educativo no es capaz de motivar lo suficiente a su niño y que parte de la culpa es de un profesorado desganado que no trabaja lo suficiente. Si los que contestaran a las preguntas formuladas con anterioridad fuesen unos padres de un alumno académicamente brillante, responderían que la escuela es sólo un complemento en los logros de su hijo y que ni siquiera está a la altura debida para extraer de ese chaval todo lo que en realidad puede dar de sí. Por eso, los más pudientes buscan, y pagan, ayudas especializadas para incrementar el nivel de conocimiento de sus hijos en algunas asignaturas, teniendo en mente, casi desde la etapa de Primaria, las notas que necesitarán para cursar la carrera universitaria apropiada, siendo últimamente las de doble titulación las más requeridas.
Este análisis, tan simplista como estéril, valdría exclusivamente para la enseñanza pública. En la enseñanza privada, el profesor recibe el respeto de su alumnado y el reconocimiento de las familias. ¿Es así?
Les voy a contar cómo percibo yo, día a día, la autoridad y el prestigio que se supone que debo tener como profesor y director de un centro público con un nivel académico más que aceptable entre su alumnado.
Algunos días acudo a mi centro en un autobús urbano que me deja a doscientos metros escasos del mismo. Una mañana, dos señoras que llevaban a sus hijas a un conocido centro privado para chicas de esta ciudad comentaban la dificultad de un examen de matemáticas que las niñas habían realizado el día anterior. Por lo que pude oír, comprendí que no eran precisamente expertas en dicha materia. Sin embargo, y a pesar de que hablaban de la inclusión en ese examen de cuestiones que se suponía que no se habían abordado en clase, las madres advertían a sus hijas que, bajo ningún concepto, se les ocurriese protestar ante el profesor por tener que contestar a esas preguntas. Una de las madres, mirando con una mezcla de complicidad y temor a la otra, concluyó: ¡con lo que me costó que admitiesen a la más pequeña! Además, hace muy bien don Ricardo en exigirles ese nivel. Si Elena quiere hacer biotecnología, su esfuerzo le tendrá que costar.
Ese mismo día por la tarde, tuve una reunión en mi centro con un grupo de padres para informarles acerca de una actividad extraescolar que la vicedirectora y yo estábamos organizando. Era un viaje que duraría seis días con el alumnado de 2º de Bachillerato. Las edades de esos chicos están entre los diecisiete y dieciocho años. Por tanto, esa excursión entrañaba unas dificultades que provenían de los intereses y actitudes de estos últimos con respecto a salidas nocturnas, consumo de alcohol, etc. Mi compañera informó a los padres allí presentes, un grupo numeroso, de que se les entregaría un modelo de autorización en el que debían hacer explícito su acuerdo o desacuerdo hacia cuestiones del tipo: autorizo a mi hijo a salir después de cenar en compañía de otros alumnos, autorizo a mi hijo a acudir a locales donde sirvan bebidas alcohólicas, a fumar en lugares donde esté permitido, etc. Tanto la vicedirectora como yo pusimos mucho empeño en aclararles que estaríamos pendientes de que los alumnos actuaran de acuerdo a lo expresado en dichas autorizaciones y que vigilaríamos su comportamiento durante el viaje, informándoles de las consecuencias que les acarrearía el incumplimiento de las normas establecidas en el centro para tales eventos, etc. Lógicamente, se estableció una discusión sobre la conveniencia o no de dejarles salir en una ciudad por la noche, y sobre otros aspectos del viaje. Para intentar reconducir la reunión, les recordé que sabía que muchos de ellos salían todos los fines de semana, volviendo a casa algunas veces casi al amanecer. De pronto, un padre preguntó si nosotros íbamos a acompañar a los alumnos en esas salidas, a lo cual respondimos negativamente, añadiendo que nuestro trabajo consistía en organizar sus actividades (como pueden imaginar de carácter académico y cultural) desde que se levantasen por la mañana hasta que terminasen de cenar, acompañándolos en todo momento, atendiendo a sus necesidades y solventando los problemas que surgiesen. Entonces pude oír un comentario realizado para que lo escuchasen los padres y no llegase hasta nosotros. Lo que ocurre es que el emisor de dicho comentario no midió bien el volumen de voz empleado, y como aún el oído me funciona bastante bien, sus palabras llegaron nítidas hasta mí. Fue algo así como: estos van de vacaciones a costa de nuestros hijos y quieren las menos complicaciones posibles. Así también me voy yo y hasta me llevo a mi mujer, no te jode.  
Ignoré esas palabras con mucho esfuerzo porque más de veinte años organizando viajes con alumnos te preparan para oír ese tipo de cosas y otras todavía peores. Cuando volvimos de aquella excursión, agotados, pues nos llevamos a más de sesenta alumnos y el comportamiento de algunos nos causó algún problema grave, tan sólo dos o tres padres se acercaron a agradecernos la labor realizada. Tampoco es un drama. Suele ocurrir la mayor parte de las veces, especialmente desde hace algunos años. A lo que no me he acostumbrado es a la indiferencia (a nadie se le niega un saludo). De aquel autobús que llegó a las puertas del centro casi a medianoche, después de todo un día de viaje, se bajaron no sólo los alumnos, sino dos personas que habían estado a su cuidado durante seis largos días y seis largas noches. Pero no éramos nadie. Incluso percibí la mirada reprobadora de algunos padres por el retraso en la hora de llegada. Qué le vamos a hacer. A lo mejor deberíamos haber amenazado al piloto del avión con denunciarle por no salir a tiempo.
Mantengo la idea de que la educación es un servicio público, como la sanidad. Y uno no le da las gracias al médico porque te diagnostique y te recete unos medicamentos. Pero si ese médico aparte de hacer lo anterior, se detiene más de lo habitual con el paciente, proporcionándole una atención especial y ofreciéndose a hacerle un seguimiento fuera de lo común, ese médico es Dios. Incluso el paciente escribirá una carta al periódico local para hablar maravillas sobre él y agradecerle su interés y esfuerzo. Las secciones de cartas al director están llenas de ese tipo de misivas.
Entonces, ¿quién te da o no el reconocimiento? ¿Quién te otorga autoridad? Mi respuesta es simple: quien, aparte de percibir la enseñanza como un servicio, la valora como un bien universal. O sea, las personas generosas y con sentido común, no importa lo instruidas que estén. Una cosa no está reñida con la otra, como bien saben los que leen este blog.


domingo, 23 de octubre de 2011

Ellas

Esto no es la sección de crítica cinematográfica de ningún periódico. Sin embargo, como ustedes de sobran habrán observado, estoy enganchado al cine, y así ha sido desde que era un niño y asistía a las sesiones de la tarde de los domingos en el cine de mi pueblo. Después, antes de haber cumplido los diecisiete años, ya llevaba un cineclub en el internado donde residía mientras terminaba el bachillerato. Allí mostraba a mis compañeros el cine en 16mm que nos venía desde Sevilla: Johnny cogió su fusil, Sonata de Otoño, Cría cuervos. Películas que ya no estaban en los circuitos comerciales y que pensaba, debido a ese puñetero sentido didáctico que ha invadido y sigue invadiendo mi forma de entender la vida, que mis compañeros debían ver para acercarse a una realidad nueva y alejada de aquella que nos rodeaba en la pequeña provincia en la que vivíamos. No debo ocultar que algunos me reprochaban que Bergman les aburría y se salían a la mitad la película, pues, según ellos (ahora los comprendo y me avergüenzo de mi tozudez) no se enteraban de nada. Y es que la mayoría no tenía más de quince años. Después de cada proyección, mientras recogíamos las bobinas, los pocos que nos quedábamos para opinar sobre la película discutíamos acaloradamente sobre la interpretación que cada uno le daba a determinadas escenas, sobre si los actores habían realizado un buen trabajo, imaginábamos el papel de algunos silencios y la lentitud de ciertas escenas, en fin, hablábamos sobre lo que nuestra poca formación y edad nos permitía hablar. Eso sí, con mucho entusiasmo. Conscientes de que allí se estaba realizando un auténtico cine fórum. Luego vino un período de expansión de salas de cine (afortunados tiempos) y descubrí Entre Tinieblas, la primera película que vi de Almodóvar.  Recuerdo cómo me impactaron aquellas monjas, su descarado guión, la libertad que respiraba. Descubrí El sur, una de las obras más hermosas que he visto en mi vida, y que me llevó hasta Adelaida García Morales y su literatura. Le siguieron Blade Runner, Érase una vez en América, Las amistades peligrosas, Pasaje a la India, Víctor o Victoria, El precio del poder, Los santos inocentes Los “clásicos" anteriores llegaron a través de la televisión, y luego, el vídeo.
Ayer me llamaron para ver La voz dormida. Sin mucho entusiasmo, pues también soy aficionado a leer las críticas de las películas antes de que se estrenen, y puesto que ésta, en general, había sido tratada con cierta frialdad en la mayoría de ellas, accedí, más por pasar un rato con quien me invitaba al evento que por entrar en la sala de cine. Malditos prejuicios. Pero no me malinterpreten. Respeto mucho a los críticos. No pueden hacerse una idea de todo lo que aprendí sobre cine leyendo las reseñas de Fernández Santos en El País. Porque ha habido y hay gente que se dedica a este oficio que son capaces no sólo de expresar una opinión más o menos elaborada sobre una película, sino de enseñarte a apreciar mil detalles que harán tu visión de ella mucho más rica.
Pues eso. Ayer vi La voz dormida. Y me da igual lo que piensen los entendidos: si adolece de cierto maniqueísmo, si no tiene la fuerza suficiente, la esterilidad de algunas escenas, qué sé yo. Lo que sí  les puedo decir es que tuve el corazón encogido durante todo el tiempo que duró la proyección, que las lágrimas empañaron mis ojos en varios momentos, que aprecié y agradecí la intensidad que Zambrano había puesto al rodar esta película, su compromiso con la historia en la que está basada, su valentía al abordar el desgraciado destino de esas mujeres al acabar la maldita guerra civil. Cuando me levanté esta mañana y me eché a la calle para andar esos miles de pasos a los que me obligo para mantener una forma física más o menos aceptable, no podía evitar escuchar en mi mente los ecos de la voz de Hortensia, admirar su rabia, su coraje, su dulzura para con su hermana, su inmenso amor a un marido y una hija nacida entre barrotes, su generosidad con las compañeras de cautiverio,  su compromiso con la libertad y la democracia. Qué maestra se perdieron las generaciones venideras (como las que se están perdiendo las de ahora). Al atravesar el parque Moret, me sonreí con el gracejo de Pepita, me envolví con ese sentimiento de lealtad inquebrantable. Mientras algunas personas mayores esperaban al autobús urbano, veía  la figura altiva de la extremeña, la dureza de su mirada que nunca podría ocultar su honestidad, su lucha constante por la igualdad, y una bondad natural lastrada por la represión brutal de aquellos que fueron los vencedores de una de las mayores traiciones de la historia.
Y no me importa que la película no aparezca con cuatro estrellas en las revistas especializadas o en la prensa diaria. Lo que me importa es que me conmovió; me llevó hasta las historias de mi abuela (sí, esa mujer fuerte que me crió, que, nacida en 1900, vio como sus hermanos se partían en dos bandos, como lo hizo este país, mientras luchaban unos contra otros), me hizo entender mejor el mundo de todas las mujeres que formaron parte de mi infancia: mi madre, mi hermana, mis vecinas, las oficialas, mi maestra de Lengua de octavo curso de EGB. Esas mujeres que me ayudaron a ser lo que hoy soy, o al menos a crear lo mejor de mí. Y sí, seguiré hablando de las mujeres de mi vida. Hay tantas historias detrás de ellas que les quiero contar. Ojalá vengan al mundo muchas Hortensias, Pepitas y Tomasas. Acaso esta tierra arrugada y áspera sería más libre.

(Gracias Ana por sacarme de casa y llevarme al cine. Gracias por llevarme a ver una película como esta…y eso que es española)

jueves, 20 de octubre de 2011

Los muertos

Carlos contestó al teléfono esperando oír la voz de su hermano. No se equivocaba. Al otro lado de la línea telefónica escuchó la voz de Juan, una voz que escuchaba cada noche a la misma hora; una voz familiar que forma parte de su cotidianeidad como las galletas integrales que toma para desayunar todos los días. Le dijo que este año no iría al pueblo en el día de Todos los Santos. Sintió la desilusión de su hermano pequeño y quiso restar importancia al hecho de no estar allí en esa fecha. Así pues, le recordó, impostando una voz de firmeza, que no estaba dispuesto a aguantar un tour por el cementerio del pueblo como el que realizó el año anterior. Su hermano se extrañó ante tal observación. Secretamente pensaba que había disfrutado de la visita tanto como él. En realidad, el año pasado Carlos acudió a casa de su madre por esas fechas ya que coincidieron con la visita mensual que le hace a ella y a su hermano pequeño, que es quien la cuida. Carlos “les da la vuelta” y, de paso, anima a su hermano a que salga de casa y descanse del enorme trabajo que supone cuidar de una persona gravemente enferma del corazón y con una demencia senil avanzada. A Juan le ayuda por las mañanas Paqui, una mujer que fue contratada para tal menester gracias a la ley de dependencia. Con el tiempo, ha llegado a ser casi parte de la familia. Juan y Paqui comparten más de una afición.
Era sábado por la tarde y Carlos animó a su hermano a que saliera y se tomara un café con algún amigo del pueblo. Al ver que se resistía, le sugirió que telefoneara a Paqui con la excusa de salir a comprar un par de cosas que faltaban para la casa. Cuando terminó de hablar con Paqui, su hermano le pidió que les acercase al cementerio, pues hacía tiempo que no iba. Carlos, que conoce bien a su hermano y sabe de su pasión por todo lo concerniente "al más allá", no quiso poner obstáculos y le dijo que les llevaría en coche siempre y cuando le asegurase que su madre se quedaba segura en casa. No te preocupes, dijo Juan, mamá duerme su siesta a estas horas. Además, le dejaremos el botón de la teleasistencia cerca. Ella sabe lo que tiene que hacer con él.
Carlos nunca olvidará esa visita guiada por dos expertos a un cementerio al que no había acudido desde hacía más de veinticinco años. Conocían el lugar casi a la perfección. Dividieron el paseo de acuerdo al lujo y la vistosidad de los sepulcros, panteones y mausoleos. Es más, en una subdivisión, comenzaron por los que habían sido enterrados más recientemente hasta llegar a aquellos que llevaban décadas bajo la tierra ocre de un montículo que nunca llegó a ser una colina de verdad. Contaba la abuela de Carlos que cuando ella tenía diecisiete años fue a lavar la ropa de sus hermanos al lavadero que existía justo debajo del cementerio.  Su padre le advirtió que no lo hiciera pues se avecinaba una tormenta que podía ser fuerte. La abuela, siempre tan determinada y terca, se fue con una vecina. Cuando llevaban lavando la ropa un buen rato, comenzó a llover de una forma aparatosa. Resguardadas bajo las paredes del lavadero pensaron que no corrían peligro. Sin embargo, a medida que avanzaba la tarde, la lluvia no cesaba y el agua comenzó a entrar por las puertas del lavadero. Llegó el momento en el que el agua sobrepasaba sus cinturas aunque se habían subido sobre las pilas de cemento donde se realizaba el lavado. Abrazadas la una a la otra, pensaron que iban a perecer ahogadas. Milagrosamente, la tormenta cesó, aunque pasaron horas hasta que el bisabuelo de Carlos y otros hombres a caballo llegaron a rescatarlas a las puertas de ese ahora inexistente lavadero. La abuela, aún temblando de miedo, se aferró a su padre mientras éste le decía que no mirara cuando fueran a salir camino del pueblo. Es como en Tesis, di a alguien que no mire y tardará menos de dos segundos en dirigir su vista a donde se supone que no debe hacerlo. Entonces vio lo que el agua había arrastrado: cadáveres que llevaban enterrados tiempo y alguno que todavía parecía estar de cuerpo presente. Todo esto le venía a Carlos a la memoria mientras recorrían el santo lugar en una visita que duró más de dos horas y que acabó en lo que se denominaba el cementerio de los ahorcados, pues estos eran enterrados de forma separada al resto de los fallecidos por causas naturales. Al cabo de los años, comenzaron a enterrar allí a buenos cristianos a pesar de la resistencia de sus familias, que imaginaban a sus difuntos languidecer en el infierno junto a esos pobres herejes.
Carlos escuchaba con cierta incredulidad las historias que su hermano y Paqui le narraban, a modo de explicación, sobre cada sepulcro. No obstante, la frialdad del mármol, la  presencia de los cipreses, la nostalgia, las hojas otoñales que adornaban las tumbas recién blanqueadas, provocaron en él una nostalgia de un tiempo que nunca volvería. Y a la vez, la naturalidad con que aquellos dos seres hablaban de personas que habían dejado de existir hizo que se sintiese vivo y contento por hacer feliz a su hermano, que eligió la compañía de los muertos, de su amiga Paqui y de un escéptico, divertido ante tan excéntrico paseo, para pasar una de las pocas tardes libres de las que dispone.
Juan dice que en su casa se ven sombras. Asegura que Paqui también las ve. Cuando se lo contó a Carlos, a éste le vino a la memoria que su padre había comprado la casa a un antiguo maestro, fallecido muchos años atrás, y así se lo hizo saber a su hermano. ¿Y qué?, contestó Juan. Pues nada, dijo Carlos, que con todo lo que está pasando se tiene que estar revolviendo en su tumba y por eso se aparece por casa de vez en cuando. Tal vez para ver las noticias y maldecir a esos políticos que tanto daño están haciendo a la educación.


viernes, 14 de octubre de 2011

Una jornada algo particular

Hay días que deberían transcurrir a cámara lenta. Hay momentos dentro de esos días en que deberíamos tener la oportunidad de decir “corten”, reflexionar sobre  la experiencia vivida y decidir si queremos repetirla de forma diferente, aunque sólo pudiéramos modificar algún matiz, porque los matices son importantes.  También lo es la percepción con la cual captamos esos matices. Y así, como unas gotas de lluvia pueden arruinar una apariencia trabajosamente cuidada si caen en el lugar menos apropiado (pongamos en la parte trasera o delantera de un pantalón o sobre el escote de una blusa de fina seda), una mirada, una pregunta, una respuesta o un comentario desafortunado acaban por estropear una situación prometedora, un momento que podía haber sido feliz…el comienzo de lo que nunca será realidad.
¿Quién no ha soñado con cambiar algún aspecto de su vida o su vida entera? Recuerdo a mi madre cuando se enfadaba con  mi padre y exclamaba: ¡Ay si tocaran a descasarse! Yo sería la primera en la puerta de la iglesia. Claro que entonces el divorcio era ilegal y mi madre no hablaba en serio, o al menos así me lo parecía. Pero a veces con lo que se sueña es con cambiar la vida de los demás. En el fondo, mi madre, más que descasarse, quería un marido que se comportase a menudo de otra manera, que fuese más cariñoso. Yo qué sé. Tal vez quería un hombre como el que escuchaba en las radionovelas a la hora de la siesta. ¿Y mi padre? ¿Qué quería mi padre? Pues a lo mejor una guapa mujer de las que describía en sus novelas Marcial Lafuente Estefanía. Pero seguro que los dos ansiaban una vida menos dura, una libertad que apenas llegaron a gozar… ¿quizás unos hijos diferentes?
Acabo de llegar a casa, muy cansado. Entré en el instituto a las 7.45 y he salido a las 15.10. Hoy es viernes. Entre clases, burocracia, organización escolar, la extracción de una muela del juicio en media hora que tenía libre y un lamentable episodio (error mío) con un compañero que además es un amigo de siempre, me pregunto cuántas de mis actuaciones cambiaría en este día. Evidentemente no hubiese actuado con este amigo de la forma en que lo he hecho. Tampoco me hubiese hecho sacar esa muela, o a lo mejor me debería haber ido a casa después del dentista y por tanto no se hubiese producido la situación anterior. Tal vez debería haber prestado más atención a un problema de unos chavales de 1º de ESO (¿habría tenido tiempo?). Podría incluso haber sido menos estricto con mis niños de 2º, a los que adoro aunque me causen más de un dolor de cabeza y cierta frustración.
Sin embargo, el destino es obstinado. Hoy yo tenía que estar toda la mañana en el instituto, salir algo más tarde de lo normal y reparar en la presencia del único alumno que quedaba en la entrada del centro. Esos minutos de conversación con él creo que ayudarán a sus padres (con los que me dispongo a hablar cuando termine de escribir estas líneas) a solventar un problema que considero grave. Desde luego van a tener la información que precisan para involucrarse y buscar una solución. Entonces, ¿qué? Pues eso, como soy contradictorio e imperfecto (Almodóvar dixit) hoy debería haber sido un día a cámara rápida, donde todo sucediese como ha sucedido, pero deprisa, muy deprisa, con menos dolor (de muelas) y menos tensión.
 Ah, en la próxima entrada me extenderé sobre los matices. Hay tanto que hablar sobre los gestos, las pequeñas observaciones, la muletilla al final de una conversación. En fin, esas pequeñas cosas que tanto daño pueden hacer. Ahora, si me disculpan, voy a marcar unos números en el móvil.


jueves, 29 de septiembre de 2011

El patio de mi casa.

Me da que soy muy facilón. Y sé que es la edad, aunque no haya cumplido todavía los cincuenta. Siempre he tenido fama de mandón entre mi familia y amigos. Pero el tiempo se ha encargado de atemperar un carácter propenso a callar con una rápida mirada a cualquiera que estuviese delante de mí osando llevarme la contraria, incluidos mis progenitores. No tuve más remedio. Cuando tenía trece años, mis padres me enviaron a un internado en un pueblo de la provincia de Jaén. El “establecimiento” estaba regentado por monjes carmelitas. La gente que forma parte de mi vida, que me quiere y está cerca de mi cotidianidad, sabe que nunca  hablo de ese año. Aparte de guardar unos terribles recuerdos de ese período, es tan doloroso volver a aquel lugar que, instintivamente, evito rememorar  pasajes de la vida de un adolescente de trece años que se creía Huckleberry Finn al principio de la aventura definitiva. No es que mis padres quisieran deshacerse de mí. Es que no había instituto en el pueblo donde me crié y, haciendo un enorme esfuerzo, me enviaron a estudiar para poder alcanzar en la vida lo que a ellos les fue negado. Sí que tengo un recuerdo imborrable de mi madre llorando ante la verja de hierro del edificio mientras me decía adiós en una plomiza tarde de principios de octubre. Mi padre, siempre trabajando, había delegado en un amigo la tarea de llevarnos en su vehículo a esa pequeña ciudad. Dentro, los alumnos seminaristas entonaban un canto gregoriano mientras oscuros presagios se cernían sobre  mi inminente futuro dentro de la institución. Antes de salir de casa, mi memoria me lleva al abrazo interminable de mi abuela, la verdadera hacedora de lo que hoy soy pues, al trabajar tanto mi madre como mi padre, fue ella quien se encargó de la educación de  mis hermanos y de mí. Fue ella quien me transmitió los valores que hoy conforman gran parte de mi forma de ser y la razón de cómo hago las cosas. Fue quien me enseñó a guisar, pues era una magnífica cocinera aunque estuviese casi ciega debido a un desprendimiento de retina. Ella era quien me contaba unas historias impresionantes sobre su vida. Historias que estaban tan bien narradas, tan llenas de detalles, que eran libros abiertos, casi películas que podías ver con tan sólo cerrar los ojos mientras escuchabas su voz firme y envolvente. Los sábados por la tarde solíamos sentarnos en el patio, cerca del pozo artesano, y, mientras le cortaba las uñas de los pies, ella me preguntaba sobre mi estancia en el internado. Le contestaba con evasivas.  Entonces, mi abuela que era tan  lista como el hambre que pasó en la guerra, simulaba no haberme escuchado y me contaba las penurias que tuvo que soportar criando a nueve hermanos mientras su madre permaneció en cama durante treinta años aquejada de una dolencia crónica que acabó matándola. La mujer se esforzaba muchísimo en hacerme comprender que había cosas aún más duras de las que se imaginaba que me estaban ocurriendo y al final lograba que, al menos durante un momento, olvidase que el lunes a las siete de la mañana cogería el autobús que me llevaría de nuevo a tan desgraciado destino.
Ayer atendí a dos madres. La primera me explicó, evitando mirarme directamente a los ojos,  la grave situación económica por la que su familia estaba atravesando mientras me pedía ayuda para poder proporcionar a sus dos hijos el material complementario  que necesitaban para el curso escolar. La otra, entre lágrimas, imploraba una plaza en mi centro para su hijo de doce años que estaba siendo acosado en el instituto por los mismos compañeros que le habían hecho la vida imposible en el colegio de Primaria. Es en esos casos cuando recuerdo a mi abuela, sus enseñanzas, su forma de vida para con los demás, aunque no fuesen parte de su familia. Y actúo. Bien o mal, pero siempre de acuerdo a unos principios que me fueron enseñados. No soy experto en nada, ni siquiera en la materia que enseño, aunque me consta que los alumnos que ponen interés aprenden en mis clases. Pero la vida me golpeó tan duro siendo apenas un adolescente, que en algo sí que puedo presumir de ser “maestro”: en el conocimiento de la condición humana. Y se llega a ese status cuando tu necesidad vital es, simple y llanamente,  sobrevivir.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Y de repente...


Es inevitable no mencionar el comienzo de curso. Pero voy a escribir sobre el mío (¿el último como director?). Ya he escrito sobre la difícil situación que atraviesan muchos centros educativos públicos en España, aunque lo hiciera de modo socarrón y, quizás, sarcástico. Puede ser que aún resonaran en mi mente los ecos de la relectura de la novela de Terenci Moix Garras de astracán. ¿Saben?, la primera vez que la leí fue porque mi amigo Luciano me la había regalado por mi cumpleaños. Me obligó a echarla en la maleta que preparaba para viajar con él a Lisboa en un caluroso julio. Entonces yo tenía un Renault 11 sin aire acondicionado y el viaje desde Huelva fue un infierno. Nos reíamos pensando que íbamos a acabar peor que Thelma y Louise al final de su huida. Ellas al menos se despeñaron por un abismo bellísimo, decía mi amigo, pero tú y yo vamos a arder como dos pollos de corral mal alimentados. ¿Se han percatado de las veces que la gente que viaja o desea viajar fantasea con la idea de emular las aventuras de esos dos entrañables personajes de la película de Ridley Scott?
Estuvimos cinco días en Lisboa. Puesto que conocíamos bien la ciudad, por las mañanas decidimos explorar a fondo el Gulbenkian y por las tardes nos echábamos sobre las hamacas que rodeaban la piscina. Me devoré el libro en un suspiro entre carcajadas y alguna que otra lágrima no contenida, de tal manera que Luciano me llamaba la atención de vez en cuando y me amenazaba con volver a la habitación si continuaba dando semejante espectáculo delante de los demás clientes del hotel. Era tan “mirado”, tan recatado. En realidad, tenía un sentido muy marcado del saber estar. Y yo era como más ordinario (en mi pueblo “un arbulario” de cuidado). Las noches las pasábamos en el barrio alto, algunas veces hasta que amanecía.
Este verano volví a Moix, a los recuerdos, a las vivencias y los sueños no alcanzados. Y de repente me encontré con el instituto abierto, los exámenes extraordinarios, la organización académica, la elaboración de horarios (¡ay, los horarios!). El día que se entregan sigue siendo el peor del curso, y eso que los elabora el mejor jefe de estudios que un director puede tener. Pero sería injusto si dijese que temo la reacción de mis compañeros, pues la mayoría se pasan en el centro casi toda la mañana y bastantes tardes. Atienden tutorías, reuniones de coordinación, sesiones de evaluación, cursos de formación, corrigen y preparan clases en casa… No. Temo exclusivamente la reacción de algunos de ellos. Esos de los que ya hablé en su día. Creo que a estas alturas es evidente que soy un firme defensor de la enseñanza pública. (Mi compañero Juan José lo explicaba muy bien tomando un café el otro día: invertir en la enseñanza para todos garantiza los derechos de todos, una justicia social igualitaria. Bueno, él empleó unas expresiones más rigurosas, para eso es licenciado en Geografía e Historia y en Filosofía, vamos, un coco, además de buen profesor). Pero al igual que todos los fontaneros no son buenos profesionales, también en la educación hay profesores (pocos, afortunadamente) que deberían dedicarse a otra cosa. Y son esos precisamente los que te ponen verde en la sala de profesores durante todo el primer trimestre porque no pueden salir los viernes antes de las una o las dos de la tarde. Menos mal que siempre llega diciembre con el espíritu navideño y la cosa se va calmando. Cuánto bien ha hecho Dickens a este mundo.
Pues bien, de este comienzo de curso me quedo con dos pequeños acontecimientos. El primero es una conversación telefónica con la madre de un alumno que terminó 2º de Bachillerato el año pasado. Un alumno brillante académicamente y, lo que es tanto o más importante, una excelente persona.
Me pongo al teléfono y esta señora, que también es profesora de instituto, me dice: Antes que nada, pues mi llamada es referente a otro asunto, tengo que comentarte algo que debería haberte referido en la fiesta de fin de estudios que organizó el centro a finales de mayo. Su tono era enérgico, un pelín cortante y me temí lo peor. Pensé que, como otras veces habíamos tenido ciertas diferencias sobre el enfoque curricular de su hijo, me iba a reprochar algo, no sé, lo cierto es que me sentí algo intimidado. Y de pronto suelta: Qué valiente, qué osado fuiste con el espectáculo que preparaste con los alumnos más pequeños. Nos emocionó y nos hizo reír tanto. A lo mejor hay algunos padres que no piensan así, que un director no debe llegar a exponerse de esa forma, pero tú lo hiciste, y eso te honra.
Mentiría si dijese que no me halagaron sus palabras. Mucho más viniendo de una persona que se caracteriza por su sinceridad. La grabación está en internet, pero no teman, no voy a darles la dirección. Además, para aquellos que no me conozcan personalmente, pocos creo, prefiero que sigamos así.
Lo segundo que quiero mencionar es que sigo dando clase, a diferencia de otros directores. Incluso tengo dos grupos y una hora más. Pero ha sido mi elección porque antes que nada soy profesor. Doy gracias por tener la oportunidad de seguir enseñando. Y este año elegí impartir mi asignatura a esos alumnos que me ayudaron a montar el espectáculo que antes he mencionado. El primer día que entré en su clase vi cómo reaccionaban, observé sus miradas, sus gestos de complicidad, un ambiente de expectación, la forma en que habían comprendido que nuestra relación podía ser especial pero nunca de igual a igual, pues yo no dejaría de ser su profesor y ellos mis alumnos, y así debía de ser si queríamos que el hecho de la “educación” se produjese. Y lo mejor de todo fue comprobar que todo eso ya lo habían aprendido mientras ensayábamos unos pasos de baile y unos diálogos el curso anterior. (A propósito, no sé si les he dicho que los elegí para esa “tarea” debido a la conflictividad que presentaba el grupo). Ahora me toca enseñarles una asignatura, semana a semana, mes a mes, algo que irán percibiendo como monótono y no tan divertido, pero si todo va como estos primeros días, les aseguro que el que más va a disfrutar soy yo. No hay nada más agradecido que preguntes en una clase a un alumno: ¿qué es lo que más te gusta del instituto? y el alumno responda: los viernes a partir de las dos de la tarde. Y entonces mires el reloj, mientras te diriges a la pizarra, y veas que marca las tres menos veinte. (Y si es peloteo, bienvenido sea, aunque, fíjense, me da a mí que no).

Entrada escrita con el propósito de animarme a mí mismo ante lo que me espera sin tener que acudir a mi compañera, la Orientadora.



viernes, 16 de septiembre de 2011

Mi hermosa peluquería

Hace pocos años, mi amiga Mari, antes de cumplir los cincuenta, decidió engancharse al yoga y desengancharse del yugo que asfixiaba en cierto modo su vida. Se puede cambiar, me repetía una y otra vez. Y juro por los dos Victorio y Lucchino que se ha comprado esta temporada que es verdad. Empezó a acudir a un centro de fitness exclusivo y allí hizo nuevas amistades. Como ella es mitad hippy mitad pija, se fue codeando con gente muy distinta: aquellos que la llevaban después del ejercicio físico a tomarse una birra en las tascas más baratas de la ciudad, y los que le proponían una infusión en las terrazas de moda. Lo curioso es que en el primer grupo abundaban los monitores que la atendían en el centro (no creo que sus sueldos diesen para mucho más) y en el segundo cada vez conocía a más políticos. Total, que a fuerza de tratar con esta casta, se fue forjando una teoría muy original sobre los diferentes tipos de personas que ejercen esa profesión. Me la expuso la otra tarde mientras nos tomábamos un whisky con cola en un bar tipo irlandés (yo estoy en el grupo de “mejores amigos” y tengo derecho a elegir lugar y bebida).
Como trataba más con mujeres que con hombres, centró su teoría en el género femenino de la política. Además, me explicó que se veía más capacitada para hablar de las mujeres, pues podía captar algunos pequeños matices que, probablemente, se le escaparían de los hombres. Yo le dejé caer que me parecía machista ese comentario. ¿Qué quieres?, me contestó. Me he pasado la vida viviendo con mi madre y mi marido. A los dos los conoces. ¿Debo añadir algo más? Pues es verdad, pensé. Y me reproché la torpeza de mis palabras.
Mi amiga Mari aún habla de izquierdas y derechas cuando se refiere al PSOE y al PP, pero no lo hace con convicción, naturalmente. Es que pertenece a una generación que siempre escuchó en sus hogares que en este país había gente de un lado y de otro, siendo buenos unos u otros en función de cómo sus padres vivieran las oscuras décadas que precedieron a la instauración de la democracia. A las mujeres del PP las divide en dos clases. La primera de ellas está compuesta por las del orgullo del claro mechón (teñido o no) y la femineidad a flor de piel y púlpito. Ejemplos: La Cospedal, la Botella (cuando va a la peluquería), la Aguirre, la graciosilla Soraya y, sobre todo, una concejal de nuestra ciudad que llegaría muy lejos si no fuese tan torpe y no la dejaran hablar en los lugares públicos. El segundo grupo está compuesto por todo lo opuesto a la estética de las boutiques de la Castellana. Son mujeres normalmente de pelo oscuro, cuerpo robusto, voz de mando y martillo en al frente (sin la hoz, of course). Aquí, la soberana por excelencia es Rita Barberá, que reina en Valencia sin oposición alguna, pues nadie osa llevarle la contraria a tan excelsa generala.
En el PSOE hay más variedad, pues es un partido que sufre mutaciones cada cierto tiempo. Las hay que tienen mucho que ver con el grupo del mechón del PP, pero no quieren que se les note: Trinidad Jiménez, la Salgado. Del segundo grupo de derechas hay menos (por eso tienen menos alcaldías, según mi amiga), pero en los últimos tiempos se han incorporado algunas como Rosa Aguilar. Luego están las jovencitas osadas como Leire Pajín o las osadas y sesudas (Bibiana Aído). Su look deja en algunos casos mucho que desear. ¿Es que no conocen Blanco o Massimo Dutti? No van a comprar en Gucci, pero tampoco en el mercadillo, por Dios, que son el escaparate de la oficialidad, dice mi amiga. Y por último están las intelectuales que además son un ejemplo de buen gusto. Y eso ya no se consiente en el partido. De ahí la añorada Teresa F. de la Vega.
Y ustedes se preguntarán que tiene que ver todo lo anterior con la educación, razón de ser de este blog. Pues mucho, se lo aseguro. Dime cómo te vistes, te tintas y cómo hablas y te diré cómo manejarás los asuntos públicos. ¡Cuánto te puede enseñar un traje de chaqueta sobre los recortes en asuntos sociales! Y no hablo de Camps, que, a menos que tenga un lado femenino que desconozco, no pinta nada en esta teoría. Piensen: un buen rato de coloración en la peluquería oyendo hablar de economía doméstica da para mucho. Entre otras cosas, para pillar sugerencias y saber dónde meter la tijera del presupuesto autonómico o nacional.
Desde luego mi amiga Mari ha formado su teoría desde una base sólida: su trato con las profesionales de la política en un sitio donde el sudor, los chorros de una ducha y el toque ligero de maquillaje antes de salir a la calle llevan a una intimidad que le otorga todo el conocimiento para hablar del asunto.
¿Y la reina?, le pregunté. ¿En qué grupo estaría? Ay, querido, de la reina no hablo. Pues yo sí, le dije. Yo me la imagino muy a gusto tomando un té negro con canela y hablando de peras y manzanas con la mujer de Aznar, y si no, pregúntenle a Pilar Urbano.