lunes, 22 de agosto de 2011

Sally

B fue una compañera de Lengua y Literatura en un instituto de una barriada humilde en la que se habían instalado muchas familias de los pueblos de la provincia al calor de los puestos de trabajo que las empresas del Polo Industrial Químico ofrecían. Sólo compartimos centro un curso, pero guardo un extenso y preciso recuerdo de aquella relación. La vi de nuevo hace unos diez años durante un breve instante. Las circunstancias impidieron que disfrutásemos del tiempo necesario para sentarnos y verter sobre un Gin Tonic todos los hechos, rostros y fechas que vivímos en común y edulcorar los recuerdos si cabe aún más de lo que solemos hacerlo.
Una noche de aquel año, como tantas otras, vino a cenar a casa. Le encantaba que le preparase unas albóndigas al estilo de mi tierra: con pollo, jamón, tocino, perejil, la miga del pan “sentao”, casi todo picado no con una batidora, sino cortado en trocitos diminutos con unas tijeras, tal y como hacían mi madre y mi abuela. Era una labor costosa, pero la expresión que dejaba ver su rostro cuando las comía era un bálsamo milagroso para las durezas de los dedos, consecuencia evidente del uso de las dichosas tijeras. Antes de levantarme a traer el postre se puso muy seria y me dijo que había decidido ser mala. Bromeando le contesté que no sería capaz de repetirlo después de haber probado mi tiramisú. Sin embargo, comprendí que debía seguir sentado y escucharla. La mirada perdida de unos ojos que siempre me recordaban a los pasteles de coco rellenos de crema, el rictus amargo de una cara de piel suave y rolliza y la gravedad de su voz indicaban que mi compañera quería, qué digo, exigía que no moviese mi culo rechoncho del sofá. La verdad es que entonces los dos estábamos fuertecitos, que es la forma más amable que conozco de decir que nos sobraban kilos (en número de dos cifras) y grasa. A ver, si nos pasábamos todos los jueves pensando qué excusa poner para juntarnos a comer algún día del fin de semana, dentro o fuera, solos o acompañados. Además, éramos solteros, veníamos de otros lugares, los dos pasábamos por un momento jodido. ¿Qué podíamos hacer en una ciudad que aquel año no tenía ni una sala de cine donde olvidar nuestra pasión culinaria por pasiones ajenas: pasiones amorosas, aventureras, fatales? (Bueno, en realidad nos habríamos hartado de palomitas mientras una rubia letal palpaba los penes de Robert de Niro y sus colegas en Érase una vez en América).
Me dijo que había decidido ser mala. Eso lo podía comprender pues B era una de esas personas bonachonas de las que casi todo el mundo se aprovecha. En fin, daba todo el perfil: gorda que parece feliz, buena persona, risa contagiosa, fácil de contentar, generosa. Pensé que estaba hasta los ovarios de que los alumnos no fuesen capaces de apreciar un poquito las ganas que le echaba a un texto de Quevedo, de Rosalía de Castro o de Lorca. Que estaba cansada de hacer las guardias sola mientras su compañero buscaba cualquier pretexto para largarse a la cafetería y pegar la hebra con la encargada que, por cierto, era una cotilla de casa de planta baja y silla perenne en verano (y en otoño si no refrescaba mucho). Pero lo que me hundió fue que me dijo que quería ser mala de telenovela. Mujer, le contesté, tú tienes las mismas opciones de ser eso que yo de ser el galán de un culebrón norteamericano. Vamos, ni tú puedes ser la Lupita Ferrer de Cristal ni yo Lorenzo Lamas en Falcon Crest. ¿No ves que todos los malos son flacos? A las malas se les marcan los pómulos muchísimo y a los malos la nuez. Piensa y dime si es mentira. Y ahora mírate y mírame. Pero si cuando me veo en el espejo no distingo lo que separa mi cabeza de mi tronco. ¿Me imaginas de poseído, girando descontroladamente el cuello? Por eso el demonio a los gordos nos deja más tranquilos.
Entonces se echó a reír, a reír con esa maravillosa risa que sale desde las tripas y suena cantarina mientras contagia a quienes la escuchan. Menos mal, porque ya no me quedaban muchos argumentos para alegrar la velada (bueno, estaba el tiramisú aguardando en el frigorífico). Cuando terminamos aquella larga carcajada se puso seria de nuevo, y de nuevo se le fue la mirada. ¿Por dónde saldrá ahora?, pensé. Bien, si no puedo se mala, voy a ser una frívola, una tía que sólo se quiera a sí misma, que le importen los demás un pimiento, que use a los hombres como caramelos de menta, sentenció. Y añadió con una ingenuidad deliciosa: para eso no importan los kilos, ¿verdad? No, querida, respondí, sólo tienes que ser menos inteligente de lo que eres o tonta de remate, si el grado de egoísmo al que aspiras es total. ¿Sabes qué?, voy a por el postre de una vez y nos ponemos Cabaret.
Mientras venía de la cocina comentó: tú sí que sabes encontrarle el punto a una chica. Le pones el dulce en la boca y a Sally Bowles en la retina y el oído. Así me va, respondí. Luego, repartí el famoso postre italiano en unos preciosos platos de porcelana ubetense y decoré las porciones con una hojita de albahaca y  un hilo de crema de frambuesa. La achuché contra mí mientras le decía: sofisticados, ¿no?

A mi amiga Pilar, también profe de Lengua y Literatura Castellana, una de las personas más buenas y coherentes que conozco.