jueves, 12 de julio de 2012

La gaviotas y el pan de molde


Carlos vio el mar por primera vez cuando tenía diecinueve años. Fue en Nerja, ese pueblo que dejó de ser un enclave turístico de tímida relevancia para convertirse en paisaje emocional de varias generaciones que vivieron con angustia el momento en que Antonio Ferrandis moría en la pequeña pantalla al son de unas sevillanas de corte melancólico y cierto aire marinero.
No llegó allí en plan turista, sino acompañando a un grupo de alumnos del internado en el que vivía. En realidad, había sido Carlos quien les vendió la idea de visitar aquel pueblo azul en que se había rodado la serie que tanto había impactado a los pequeños durante ese curso. Encontró la manera de cumplir un sueño largamente anhelado sin tener que pagar un dinero que no tenía, pero que sobraba con creces a aquellos muchachos. Y fue hermoso ver el mar en Nerja,  asomarse al Balcón de Europa y, en algunos rincones y calles, reconocer algunos de los escenarios naturales en los que transcurría la trama de la serie. Porque, todo hay que decirlo, Carlos también fue otro enamorado de las aventuras de aquellos chavales que disfrutaron el verano de su vida. A él le impactó especialmente el momento en el que Julia, la maestra, abandonaba el pueblo en un taxi con el rostro lleno de lágrimas mientras se escuchaba “El final del verano” del Dúo Dinámico. Ahí comprendió que la historia no tendría continuación porque, como él mismo se decía con diecinueve años, experiencias tan inolvidables sólo podían tener lugar una vez en la vida. Es curioso que se quedase en la retina con el personaje de la maestra: la que cargaba con la maleta de los valores y las enseñanzas universales, la que aportaba cordura y apostaba por la toma de conciencia ante las injusticias. Siempre habrá que agradecerle a Mercero aquellos momentos televisivos, aquel silbido musical que volaba junto a las bicicletas con el Mediterráneo de fondo. ¿Algo cursi quizás? ¿Mucho, tal vez? Qué más da. Aún hoy, emociona. Y lo hace porque es puro entretenimiento.
Esta tarde, Carlos cogió su coche y se acercó a otro mar. A una playa inacabable guardada por verdes pinares. Desde allí se contempla un voluminoso océano tintado de un azul más oscuro e intenso que aquel mar turquesa que vio hace tantos años. Se sentó en una silla mientras sus sobrinos jugaban en la orilla a enterrarse bajo capas de húmeda arena. Pertrechado bajo unas gafas de sol, observó un enorme cuadro costumbrista en el que no faltaban unos jóvenes emulando a los futbolistas del momento y una pareja de ancianos sentados bajo una discreta sombrilla, cuya mirada, quieta y serena, traspasaba la línea del horizonte. No dejaban de pasar aquellos que aprovechan para caminar sobre la fresca espuma que las olas dejan una y otra vez reposar en el borde que separa el agua de la tierra. Dos chicas animaban a una tercera a remojarse, intentando, con sus chillonas voces, llamar la atención de los espontáneos del balompié. Un matrimonio discutía si meter a su pequeño bebé en un mar que se embravecía por momentos. Y mientras el viento arreciaba y las toallas hacían amago de echar a volar, en el oído de Carlos sonaba machaconamente la melodía de Amarcord. Y es que este hombre veía aquel paisaje humano desde la perspectiva de un tiempo que ni siquiera él había vivido. Tan confundido estaba entre los fotogramas de esa película tan hermosa y la realidad que empujaba a las olas hasta sus pies que, en un momento determinado, le pareció ver a un joven levantar su brazo frente al sol que ya caía sobre el agua, y la melodía que escuchaba se fue perdiendo para dar paso a las notas de una sinfonía que, sin duda, Mahler habría compuesto para Muerte en Venecia. Ah, el cine.
Cuando se marchaba, dirigió su mirada a sus sobrinos que  iban dejando las migas sobrantes del bocadillo para que las comieran las gaviotas. Aves que eran las verdaderas dueñas de aquella playa, prestada aquella tarde para que el resto de los mortales soñáramos con un paraíso que nunca lograremos disfrutar.

PD. Gracias a los que cada vez que he abierto el blog aparecéis como seguidores. Gracias a los que lo habéis leído, a los que lo habéis recomendado, un millón de gracias por vuestro interés. No oculto que me hubiese gustado llegar a más gente, pero no soy tan iluso. Hay miles de blogs, y muchos con una temática más atractiva que la que yo ofrezco. Por eso, por vuestra fidelidad, un enorme abrazo. Descansad, disfrutad. Buen verano y hasta siempre.
Manuel Gomar