jueves, 29 de septiembre de 2011

El patio de mi casa.

Me da que soy muy facilón. Y sé que es la edad, aunque no haya cumplido todavía los cincuenta. Siempre he tenido fama de mandón entre mi familia y amigos. Pero el tiempo se ha encargado de atemperar un carácter propenso a callar con una rápida mirada a cualquiera que estuviese delante de mí osando llevarme la contraria, incluidos mis progenitores. No tuve más remedio. Cuando tenía trece años, mis padres me enviaron a un internado en un pueblo de la provincia de Jaén. El “establecimiento” estaba regentado por monjes carmelitas. La gente que forma parte de mi vida, que me quiere y está cerca de mi cotidianidad, sabe que nunca  hablo de ese año. Aparte de guardar unos terribles recuerdos de ese período, es tan doloroso volver a aquel lugar que, instintivamente, evito rememorar  pasajes de la vida de un adolescente de trece años que se creía Huckleberry Finn al principio de la aventura definitiva. No es que mis padres quisieran deshacerse de mí. Es que no había instituto en el pueblo donde me crié y, haciendo un enorme esfuerzo, me enviaron a estudiar para poder alcanzar en la vida lo que a ellos les fue negado. Sí que tengo un recuerdo imborrable de mi madre llorando ante la verja de hierro del edificio mientras me decía adiós en una plomiza tarde de principios de octubre. Mi padre, siempre trabajando, había delegado en un amigo la tarea de llevarnos en su vehículo a esa pequeña ciudad. Dentro, los alumnos seminaristas entonaban un canto gregoriano mientras oscuros presagios se cernían sobre  mi inminente futuro dentro de la institución. Antes de salir de casa, mi memoria me lleva al abrazo interminable de mi abuela, la verdadera hacedora de lo que hoy soy pues, al trabajar tanto mi madre como mi padre, fue ella quien se encargó de la educación de  mis hermanos y de mí. Fue ella quien me transmitió los valores que hoy conforman gran parte de mi forma de ser y la razón de cómo hago las cosas. Fue quien me enseñó a guisar, pues era una magnífica cocinera aunque estuviese casi ciega debido a un desprendimiento de retina. Ella era quien me contaba unas historias impresionantes sobre su vida. Historias que estaban tan bien narradas, tan llenas de detalles, que eran libros abiertos, casi películas que podías ver con tan sólo cerrar los ojos mientras escuchabas su voz firme y envolvente. Los sábados por la tarde solíamos sentarnos en el patio, cerca del pozo artesano, y, mientras le cortaba las uñas de los pies, ella me preguntaba sobre mi estancia en el internado. Le contestaba con evasivas.  Entonces, mi abuela que era tan  lista como el hambre que pasó en la guerra, simulaba no haberme escuchado y me contaba las penurias que tuvo que soportar criando a nueve hermanos mientras su madre permaneció en cama durante treinta años aquejada de una dolencia crónica que acabó matándola. La mujer se esforzaba muchísimo en hacerme comprender que había cosas aún más duras de las que se imaginaba que me estaban ocurriendo y al final lograba que, al menos durante un momento, olvidase que el lunes a las siete de la mañana cogería el autobús que me llevaría de nuevo a tan desgraciado destino.
Ayer atendí a dos madres. La primera me explicó, evitando mirarme directamente a los ojos,  la grave situación económica por la que su familia estaba atravesando mientras me pedía ayuda para poder proporcionar a sus dos hijos el material complementario  que necesitaban para el curso escolar. La otra, entre lágrimas, imploraba una plaza en mi centro para su hijo de doce años que estaba siendo acosado en el instituto por los mismos compañeros que le habían hecho la vida imposible en el colegio de Primaria. Es en esos casos cuando recuerdo a mi abuela, sus enseñanzas, su forma de vida para con los demás, aunque no fuesen parte de su familia. Y actúo. Bien o mal, pero siempre de acuerdo a unos principios que me fueron enseñados. No soy experto en nada, ni siquiera en la materia que enseño, aunque me consta que los alumnos que ponen interés aprenden en mis clases. Pero la vida me golpeó tan duro siendo apenas un adolescente, que en algo sí que puedo presumir de ser “maestro”: en el conocimiento de la condición humana. Y se llega a ese status cuando tu necesidad vital es, simple y llanamente,  sobrevivir.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Y de repente...


Es inevitable no mencionar el comienzo de curso. Pero voy a escribir sobre el mío (¿el último como director?). Ya he escrito sobre la difícil situación que atraviesan muchos centros educativos públicos en España, aunque lo hiciera de modo socarrón y, quizás, sarcástico. Puede ser que aún resonaran en mi mente los ecos de la relectura de la novela de Terenci Moix Garras de astracán. ¿Saben?, la primera vez que la leí fue porque mi amigo Luciano me la había regalado por mi cumpleaños. Me obligó a echarla en la maleta que preparaba para viajar con él a Lisboa en un caluroso julio. Entonces yo tenía un Renault 11 sin aire acondicionado y el viaje desde Huelva fue un infierno. Nos reíamos pensando que íbamos a acabar peor que Thelma y Louise al final de su huida. Ellas al menos se despeñaron por un abismo bellísimo, decía mi amigo, pero tú y yo vamos a arder como dos pollos de corral mal alimentados. ¿Se han percatado de las veces que la gente que viaja o desea viajar fantasea con la idea de emular las aventuras de esos dos entrañables personajes de la película de Ridley Scott?
Estuvimos cinco días en Lisboa. Puesto que conocíamos bien la ciudad, por las mañanas decidimos explorar a fondo el Gulbenkian y por las tardes nos echábamos sobre las hamacas que rodeaban la piscina. Me devoré el libro en un suspiro entre carcajadas y alguna que otra lágrima no contenida, de tal manera que Luciano me llamaba la atención de vez en cuando y me amenazaba con volver a la habitación si continuaba dando semejante espectáculo delante de los demás clientes del hotel. Era tan “mirado”, tan recatado. En realidad, tenía un sentido muy marcado del saber estar. Y yo era como más ordinario (en mi pueblo “un arbulario” de cuidado). Las noches las pasábamos en el barrio alto, algunas veces hasta que amanecía.
Este verano volví a Moix, a los recuerdos, a las vivencias y los sueños no alcanzados. Y de repente me encontré con el instituto abierto, los exámenes extraordinarios, la organización académica, la elaboración de horarios (¡ay, los horarios!). El día que se entregan sigue siendo el peor del curso, y eso que los elabora el mejor jefe de estudios que un director puede tener. Pero sería injusto si dijese que temo la reacción de mis compañeros, pues la mayoría se pasan en el centro casi toda la mañana y bastantes tardes. Atienden tutorías, reuniones de coordinación, sesiones de evaluación, cursos de formación, corrigen y preparan clases en casa… No. Temo exclusivamente la reacción de algunos de ellos. Esos de los que ya hablé en su día. Creo que a estas alturas es evidente que soy un firme defensor de la enseñanza pública. (Mi compañero Juan José lo explicaba muy bien tomando un café el otro día: invertir en la enseñanza para todos garantiza los derechos de todos, una justicia social igualitaria. Bueno, él empleó unas expresiones más rigurosas, para eso es licenciado en Geografía e Historia y en Filosofía, vamos, un coco, además de buen profesor). Pero al igual que todos los fontaneros no son buenos profesionales, también en la educación hay profesores (pocos, afortunadamente) que deberían dedicarse a otra cosa. Y son esos precisamente los que te ponen verde en la sala de profesores durante todo el primer trimestre porque no pueden salir los viernes antes de las una o las dos de la tarde. Menos mal que siempre llega diciembre con el espíritu navideño y la cosa se va calmando. Cuánto bien ha hecho Dickens a este mundo.
Pues bien, de este comienzo de curso me quedo con dos pequeños acontecimientos. El primero es una conversación telefónica con la madre de un alumno que terminó 2º de Bachillerato el año pasado. Un alumno brillante académicamente y, lo que es tanto o más importante, una excelente persona.
Me pongo al teléfono y esta señora, que también es profesora de instituto, me dice: Antes que nada, pues mi llamada es referente a otro asunto, tengo que comentarte algo que debería haberte referido en la fiesta de fin de estudios que organizó el centro a finales de mayo. Su tono era enérgico, un pelín cortante y me temí lo peor. Pensé que, como otras veces habíamos tenido ciertas diferencias sobre el enfoque curricular de su hijo, me iba a reprochar algo, no sé, lo cierto es que me sentí algo intimidado. Y de pronto suelta: Qué valiente, qué osado fuiste con el espectáculo que preparaste con los alumnos más pequeños. Nos emocionó y nos hizo reír tanto. A lo mejor hay algunos padres que no piensan así, que un director no debe llegar a exponerse de esa forma, pero tú lo hiciste, y eso te honra.
Mentiría si dijese que no me halagaron sus palabras. Mucho más viniendo de una persona que se caracteriza por su sinceridad. La grabación está en internet, pero no teman, no voy a darles la dirección. Además, para aquellos que no me conozcan personalmente, pocos creo, prefiero que sigamos así.
Lo segundo que quiero mencionar es que sigo dando clase, a diferencia de otros directores. Incluso tengo dos grupos y una hora más. Pero ha sido mi elección porque antes que nada soy profesor. Doy gracias por tener la oportunidad de seguir enseñando. Y este año elegí impartir mi asignatura a esos alumnos que me ayudaron a montar el espectáculo que antes he mencionado. El primer día que entré en su clase vi cómo reaccionaban, observé sus miradas, sus gestos de complicidad, un ambiente de expectación, la forma en que habían comprendido que nuestra relación podía ser especial pero nunca de igual a igual, pues yo no dejaría de ser su profesor y ellos mis alumnos, y así debía de ser si queríamos que el hecho de la “educación” se produjese. Y lo mejor de todo fue comprobar que todo eso ya lo habían aprendido mientras ensayábamos unos pasos de baile y unos diálogos el curso anterior. (A propósito, no sé si les he dicho que los elegí para esa “tarea” debido a la conflictividad que presentaba el grupo). Ahora me toca enseñarles una asignatura, semana a semana, mes a mes, algo que irán percibiendo como monótono y no tan divertido, pero si todo va como estos primeros días, les aseguro que el que más va a disfrutar soy yo. No hay nada más agradecido que preguntes en una clase a un alumno: ¿qué es lo que más te gusta del instituto? y el alumno responda: los viernes a partir de las dos de la tarde. Y entonces mires el reloj, mientras te diriges a la pizarra, y veas que marca las tres menos veinte. (Y si es peloteo, bienvenido sea, aunque, fíjense, me da a mí que no).

Entrada escrita con el propósito de animarme a mí mismo ante lo que me espera sin tener que acudir a mi compañera, la Orientadora.



viernes, 16 de septiembre de 2011

Mi hermosa peluquería

Hace pocos años, mi amiga Mari, antes de cumplir los cincuenta, decidió engancharse al yoga y desengancharse del yugo que asfixiaba en cierto modo su vida. Se puede cambiar, me repetía una y otra vez. Y juro por los dos Victorio y Lucchino que se ha comprado esta temporada que es verdad. Empezó a acudir a un centro de fitness exclusivo y allí hizo nuevas amistades. Como ella es mitad hippy mitad pija, se fue codeando con gente muy distinta: aquellos que la llevaban después del ejercicio físico a tomarse una birra en las tascas más baratas de la ciudad, y los que le proponían una infusión en las terrazas de moda. Lo curioso es que en el primer grupo abundaban los monitores que la atendían en el centro (no creo que sus sueldos diesen para mucho más) y en el segundo cada vez conocía a más políticos. Total, que a fuerza de tratar con esta casta, se fue forjando una teoría muy original sobre los diferentes tipos de personas que ejercen esa profesión. Me la expuso la otra tarde mientras nos tomábamos un whisky con cola en un bar tipo irlandés (yo estoy en el grupo de “mejores amigos” y tengo derecho a elegir lugar y bebida).
Como trataba más con mujeres que con hombres, centró su teoría en el género femenino de la política. Además, me explicó que se veía más capacitada para hablar de las mujeres, pues podía captar algunos pequeños matices que, probablemente, se le escaparían de los hombres. Yo le dejé caer que me parecía machista ese comentario. ¿Qué quieres?, me contestó. Me he pasado la vida viviendo con mi madre y mi marido. A los dos los conoces. ¿Debo añadir algo más? Pues es verdad, pensé. Y me reproché la torpeza de mis palabras.
Mi amiga Mari aún habla de izquierdas y derechas cuando se refiere al PSOE y al PP, pero no lo hace con convicción, naturalmente. Es que pertenece a una generación que siempre escuchó en sus hogares que en este país había gente de un lado y de otro, siendo buenos unos u otros en función de cómo sus padres vivieran las oscuras décadas que precedieron a la instauración de la democracia. A las mujeres del PP las divide en dos clases. La primera de ellas está compuesta por las del orgullo del claro mechón (teñido o no) y la femineidad a flor de piel y púlpito. Ejemplos: La Cospedal, la Botella (cuando va a la peluquería), la Aguirre, la graciosilla Soraya y, sobre todo, una concejal de nuestra ciudad que llegaría muy lejos si no fuese tan torpe y no la dejaran hablar en los lugares públicos. El segundo grupo está compuesto por todo lo opuesto a la estética de las boutiques de la Castellana. Son mujeres normalmente de pelo oscuro, cuerpo robusto, voz de mando y martillo en al frente (sin la hoz, of course). Aquí, la soberana por excelencia es Rita Barberá, que reina en Valencia sin oposición alguna, pues nadie osa llevarle la contraria a tan excelsa generala.
En el PSOE hay más variedad, pues es un partido que sufre mutaciones cada cierto tiempo. Las hay que tienen mucho que ver con el grupo del mechón del PP, pero no quieren que se les note: Trinidad Jiménez, la Salgado. Del segundo grupo de derechas hay menos (por eso tienen menos alcaldías, según mi amiga), pero en los últimos tiempos se han incorporado algunas como Rosa Aguilar. Luego están las jovencitas osadas como Leire Pajín o las osadas y sesudas (Bibiana Aído). Su look deja en algunos casos mucho que desear. ¿Es que no conocen Blanco o Massimo Dutti? No van a comprar en Gucci, pero tampoco en el mercadillo, por Dios, que son el escaparate de la oficialidad, dice mi amiga. Y por último están las intelectuales que además son un ejemplo de buen gusto. Y eso ya no se consiente en el partido. De ahí la añorada Teresa F. de la Vega.
Y ustedes se preguntarán que tiene que ver todo lo anterior con la educación, razón de ser de este blog. Pues mucho, se lo aseguro. Dime cómo te vistes, te tintas y cómo hablas y te diré cómo manejarás los asuntos públicos. ¡Cuánto te puede enseñar un traje de chaqueta sobre los recortes en asuntos sociales! Y no hablo de Camps, que, a menos que tenga un lado femenino que desconozco, no pinta nada en esta teoría. Piensen: un buen rato de coloración en la peluquería oyendo hablar de economía doméstica da para mucho. Entre otras cosas, para pillar sugerencias y saber dónde meter la tijera del presupuesto autonómico o nacional.
Desde luego mi amiga Mari ha formado su teoría desde una base sólida: su trato con las profesionales de la política en un sitio donde el sudor, los chorros de una ducha y el toque ligero de maquillaje antes de salir a la calle llevan a una intimidad que le otorga todo el conocimiento para hablar del asunto.
¿Y la reina?, le pregunté. ¿En qué grupo estaría? Ay, querido, de la reina no hablo. Pues yo sí, le dije. Yo me la imagino muy a gusto tomando un té negro con canela y hablando de peras y manzanas con la mujer de Aznar, y si no, pregúntenle a Pilar Urbano.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Baker Street revisited

Impresionante ver en la primera página del diario El País hace un par de días la fotografía de esa multitudinaria asamblea de profesores en Madrid. Qué pocas veces se nos ve juntos plantando cara a una administración (no hace falta que sea la de la Comunidad de Madrid) para exigir no ya que empleen más recursos humanos y materiales en la enseñanza pública, sino que dejen de recortar los que van quedando. Al mirar la fotografía me reconfortó ver que aún quedan ganas de luchar por un bien común tan necesario como es la educación.
Y ahora tocaría hacer un alegato a favor de lo que necesitamos y en contra de esos políticos a los que se les llena la boca de hermosas palabras durante las campañas electorales y luego no tienen inconveniente en dejar en la calle a miles de docentes. Pues no. Hoy no toca. Hoy me  apetece hacer una exaltación de la mantilla española y de las siete vidas que tiene un gato. Estoy yo algo caprichoso.
En mi pueblo, cada viernes santo (¿lo debo escribir con mayúsculas?) salían, y todavía lo hacen, varias mujeres ataviadas con tan distinguida prenda en la procesión del Santo Entierro. Hablamos de mujeres de diferentes edades, condición social e incluso ideología política. Mi madre, que fue modista durante 55 años, aunque nunca tuvo la suerte de vivir más conspiraciones históricas y políticas que aquellas que le contaba mi padre sobre los trapicheos de nuestro eterno alcalde franquista (pues duró en el cargo casi tantos años como el dictador en El Pardo), se apostaba en la ventana del cuarto de la costura para ver pasar a las que caminaban detrás del Cristo yacente al ritmo de la misma marcha fúnebre todo el tiempo que duraba la procesión; todas con semblante serio, rabillos de los ojos bien marcados y nulo carmín en los labios, ya que iban de luto y el cura, que era quien les daba el último visto bueno, nunca permitía más rojo que la pintura que simulaba la sangre de las heridas del Señor. En esos años lo rojo sólo se veía en la noche principal de la feria de agosto.
 El primer lugar de “las mantillas” lo ocupaba la mujer del alcalde, faltaría más. Era una señora espigada, sin una expresión definida en el rostro (lo cual venía de perlas en esa procesión) y de carácter reservado. En su casa ya tenían bastante con el carácter de su marido. Contaba mi madre que era una persona con muy buena suerte, ya que había salido ilesa de varios percances. Un día llegaban las “oficialas” (así llamaban en mi pueblo a las muchachas que ayudaban a las modistas a coser y aprendían el oficio al mismo tiempo) y decían: Manuela, hoy la alcaldesa estaba en la pescadería con el brazo escayolado. Dicen que se cayó al bajarse del coche del gobernador en Jaén. Otro día llegaba mi vecina Lolita y contaba: Hay que ver cómo he visto a la mujer del alcalde. Estaba hecha unos zorros. Al parecer le han picado varias avispas en la cara y la lleva más hinchada que una bota de vino en los toros. No se ha muerto de milagro, pues dicen que es alérgica a esas picaduras. Luego yo, que entonces era muy pequeño, oía a las oficialas murmurar y discutir si el incidente había sido provocado o no por las avispas. Quién sabe. En todo caso, mi madre zanjaba la cuestión exaltando la buena fortuna que tenía esa mujer. Dios la quiere viva, decía. Y Lolita añadía: Y la Iglesia también. Anda que no da dinero para arreglos de la parroquia.
El caso es que en la España en la que estamos, y por supuesto en la que nos viene, que será si cabe peor, deberían volver a implantar la asignatura de Trabajos Manuales. Y si se preguntan el porqué de esta idea que les puede parecer un tanto peregrina les diré como nació, así de repente, en mi imaginación. Ahora que hay tanto fracaso escolar, paro juvenil y no juvenil, violencia en las casas y en las calles, drogas…en fin, tanto caos, estaba una noche viendo el telediario cuando la presentadora daba la noticia del accidente de coche que doña Esperanza Aguirre había sufrido y, acto seguido, aclaraba que, por fortuna, la presidenta había salido ilesa al igual que en otros episodios anteriores (recuerden: el helicóptero, la India…). Pues bien, al mismo tiempo que miraba la televisión se me derramó un poco del yogur de soja que estaba tomando (qué revalorizado está ese alimento, ¿verdad?) y cayó sobre una revista antigua en la que aparecía doña María Dolores de Cospedal ataviada con esa magnífica mantilla en Toledo. Ya está, me dije. Esto es como el anuncio de los dos hombres que van en el tren comiendo el uno una salchicha y el otro, queso. Unes las dos viandas y ¿qué tienes? Bueno, en el fondo más colesterol, o a Merkel y Berlusconi en una cita a ciegas, pero en realidad yo vi cómo llevar una vida ordenada y tener buena suerte siempre. Y se lo digo al Ministerio de Educación: Estudien a la Aguirre y a la Cospedal. Refunden la Sección Femenina y ahorrarán profesores, tendrán  alumnos ejemplares con muy buena estrella (bueno, alumnas, porque lo de la costura no es de machotes) y ayudarán a preservar esta España que tanto se ha desviado de su camino en los últimos tiempos.