domingo, 19 de febrero de 2012

En blanco y negro, o sea, gris


Yo fui un niño del BUP, pero antes lo fui de la EGB y, aún antes, lo fui de las “Andresitas”. No se equivoquen, no se trata de un colegio privado perteneciente a alguna congregación de monjas. Las Andresitas eran dos hermanas maestras (si alguna vez tuvieron el título oficial, no podría asegurarlo) que ya eran mayores cuando comencé a asistir a su casa para recibir instrucción. Entonces, y hablo de finales de los años sesenta, los niños asistían a la escuela pública a partir de los seis años. Sin embargo, mis padres, al igual que otros en el pueblo, pensaban que a la escuela había que ir sabiendo ya leer y escribir. Por tanto, mi padre mandó hacer una pequeña silla acorde con mi tamaño a un carpintero amigo suyo (yo no tendría más de cuatro años) y todos los días cogía esa silla, mi cuaderno y mi estuche, y me desplazaba solito a través de varias calles, que no eran sino cuestas empinadas, hasta llegar a la casa de aquellas mujeres. Era un edificio grande y antiguo, en plena decadencia, situado en una de las partes más antiguas del pueblo, frente a una plaza poblada entonces por árboles centenarios, llamada, de forma un tanto contradictoria, Plaza Nueva.
A mí me inspiraba terror aquella casa, y en cierto modo, aquellas mujeres, aunque no fuesen personas crueles en realidad. No lo sé. La verdad es que guardo vagas impresiones sobre ellas al ser yo tan niño. Pero el primer recuerdo de mi vida que se me viene a la memoria fue la paliza que me dieron mis padres un día, a cuenta de una ausencia a su clase. Era una tarde de invierno, por lo visto, y subiendo una de esas calles, me encontré con un amigo y me propuso que nos fuésemos a jugar a su casa. Así lo hicimos. Cuando regresé a la mía, ya de noche, mis padres estaban en la puerta con la cara demudada. Hasta ahí no tengo imagen alguna, sino lo que mis padres me contaron con el paso del tiempo. La primera fotografía real que almacena mi mente es la de mi padre quitándose el cinturón y mi madre la zapatilla. Dieron buena cuenta de su angustia y su rabia en mi trasero. No volví a faltar a casa de la Andresitas nunca más. Entre otras cosas, porque me pasé unos cuantos días castigado en el cuarto de las ratas, y ese cuarto daba mucho miedo. Si había ratas o no, nunca lo supe, pero me parecía oírlas roer, ante lo cual, me pasaba todo el rato cambiando mi silla de posición o subiéndome a ella.
Evidentemente, cuando llegué al colegio de mi pueblo, sabía leer y escribir, como otros tantos niños. Pero también estaban aquellos que nunca antes habían estado delante de una cuartilla de ortografía o de un manual de escritura. Qué desazón me produce escuchar a aquellos que se quejan de que no se puede atender la diversidad (para ellos un concepto inventado en la LOGSE) porque es imposible trabajar apropiadamente con la variedad de alumnos que hay hoy en las aulas. Esa variedad ya era algo muy real antes incluso de que naciera la LGE (Ley General de Educación, 1970). Y si no, pregunten a aquellos maestros que hacían un esfuerzo titánico para sacar adelante a tantos alumnos que provenían de medios rurales, con padres analfabetos y que compartían pupitre con otros que les llevaban una ventaja enorme. Por supuesto que es difícil trabajar ante tan notoria diversidad de ritmos, capacidades y conocimientos previos, pero es lo que nos toca hacer. Y aquellos maestros eran capaces, no sólo de hacer aprender a los que nada o poco sabían, sino de estimular y hacer avanzar a los que ya les aventajaban unos kilómetros.
Mis padres, que no provenían de familias acomodadas precisamente, hicieron un esfuerzo enorme por que mis hermanos y yo tuviésemos esa oportunidad extra. Sin embargo, no fueron capaces de culminar esa generosa y acertada idea del papel tan importante que juega la educación en la vida de las personas en el caso de mi hermana. Así era aquel tiempo. Cuando ella acabó el último curso de EGB (algo parecido a la Educación Primaria actual, para los jóvenes lectores), mis padres le negaron la posibilidad de seguir estudiando, ya que ello entrañaba pagarle un internado, o al menos, añadir la cantidad que la beca del Monte Pío, si se la concedían, no cubría para dicho menester. En mi pueblo no había instituto, y ya me habían enviado a mí el año anterior a uno, perteneciente a una Orden que, por cierto, prefiero evitar mencionar (de hecho me enviaron, sin saberlo, al infierno, aunque esa es una historia de mi vida que nadie conoce realmente y así espero que siga sucediendo).
Estaban muy apretados económicamente y trabajando a destajo en empleos extenuantes y mal pagados, como el de mi madre, o alternando varios, como ocurría a mi padre, para sacar adelante una hogar con tres hijos y dos personas mayores, mis abuelos, que vivían con nosotros. Pensaron que, al ser una chica, no era tan importante que se formara, una vez que tenía el título de enseñanza básica.
Esto no es un ajuste de cuentas con mis progenitores. Es contarles una triste realidad. Mi hermana era tan buena estudiante como yo. Trabajaba de forma más metódica y era muy constante. Hubiese tenido, conociéndola como la conozco, un éxito indudable en el bachillerato y en la universidad. Su vida podría haber sido diferente, no necesariamente mejor, pero nunca lo sabremos porque no tuvo opción de elegir. Tiene dos hijas. Una de ellas terminó su licenciatura hace tres años. La otra está en su segundo año de universidad. A ellas sí se les ha dado la oportunidad.
La semana pasada (una de esas semanas en las que te juras que cuando llegue junio lo mandas todo al carajo) tuve varias experiencias con padres y madres en el instituto. Alguna, dolorosa, y otras, francamente desagradables. Eran padres con formación universitaria, pero qué difícil fue apreciar este hecho en alguno de ellos. Mi hermana no la tiene, pero, de manera individual, y en el poco tiempo que le queda después de trabajar y atender a su familia, se ha ido formando, especialmente a través de la lectura. Es una lectora voraz. Ella y mi cuñado han inculcado en sus hijas de forma natural, con sensatez y dejándose ayudar en este aspecto cuando lo han necesitado, la importancia de una formación académica amplia. Mi hermana y mi cuñado no tendrán un título universitario, pero han sabido inculcar en sus hijas valores que ya quisieran inculcar otros padres a los que les sobran “estudios”.
Yo sólo puedo añadir que me alegra ver cómo mis clases están llenas de chicos, y, especialmente, de chicas. Y no me vale eso de… “las buenas van al cielo y las malas a todas partes”. No, las malas, si son lo bastante inteligentes, van a la universidad, donde están la mayor parte de las buenas.
(A mi sobrina Alicia, mi más fiel lectora)

sábado, 11 de febrero de 2012

Raptime


Estoy aquí, marcando la pauta
Escuchando tus gritos
Tu voz de internauta
Abriéndome camino
Intentando influir… en tu destino
No me comprendes
No quieres oír
Tu vida comienza a las tres, no por la mañana
Te importan tus colegas, tu paga de fin de semana
Tus viejos son dinosaurios
Tus profesores un coñazo
Miras por la ventana y el tiempo va despacio
Yo sigo explicando
Pegado a la pizarra
Tú con el libro abierto, ausente y aguantando
Crees que esto es una batalla
En una prisión de aulas
Y yo te digo que el futuro
Será tu propia muralla
Mírame
Quiero que despiertes
Que abandones tu desgana, tu apatía y tu indiferencia
Quiero que salga de ti lo mejor que tienes
No quiebres mi paciencia
Yo puedo ser el pasado
Un resto de un naufragio
Pero tú en tu desafío
Te vas a quedar colgado
Venga, tío, ayúdame a enseñarte
A ver lo que te estás perdiendo
Tal vez así
Cuando en la calle pases por mi lado
No desvíes tu mirada
Y me acabes saludando

(Quizás este improvisado texto sea útil a algunos profesores para que sus alumnos les presten más atención. Eso sí, hay que entonarlo adecuadamente acompañado de una “base”, o sea, fondo musical apropiado para un rap)

jueves, 2 de febrero de 2012

Mañana será otro día


Este es un viaje a la vocación perdida, a la vocación que huyó desalentada ante el pavor de verse aplastada por una mole llamada administración, un laberinto de hormigón horizontal lleno de pequeños habitáculos poblados por gente muy lejana a ella. Vocación que se evaporó por la incomprensión de aquellos que cerraban todas las puertas que ella les iba abriendo, por la indiferencia de una sociedad que no la valoraba, por el desafecto de esos otros a quienes cortejaba y dirigía su energía y cariño.
Es un viaje al cansancio, a la rutina, al esfuerzo del levantarse casi de noche mientras tu cuerpo y un pellizco en la boca del estómago te piden que te quedes en la cama. Es llegar a una habitación anodina y ver rostros que no te dicen nada, que apenas notan tu presencia delante de una pizarra desgastada sin haber tenido siquiera tiempo para ello. Es el hartazgo de observar cada día esos mismos rostros a mediodía sin que su expresión haya cambiado ni sus miradas muestren curiosidad alguna por lo que ven y escuchan.
Es un recorrido hacia la ausencia del impulso necesario que te ayude a continuar en la senda emprendida tiempo atrás. Un trayecto del que se fueron apeando quienes eran muchas veces un ejemplo digno de seguir, parte de un paisaje lleno de ilusión y del que no eran ajenos aquellos a quienes esa vocación se dirigía. Es una marcha que tu también quieres abandonar.
Y de repente ves que hay otro tren que parte en dirección contraria. Un tren al que han engrasado la maquinaria y dado una mano de pintura. Un viejo cacharro al que le cuesta trabajo echar a andar, que a duras penas sale de la estación, pero que, orgulloso, se hace oír  a través del típico sonido que producen las ráfagas del vapor de escape, llamando la atención de los que aún permanecen en el andén y de los pasajeros de otros trenes.
Y ves que en los diferentes vagones van pasajeros de muy diversa índole y condición social. Jóvenes y no tan jóvenes. Los que nunca perdieron la vocación de enseñar y los que ansían dedicarse a hacerlo. Van padres y madres que velan porque nunca decrezca el espíritu de sus hijos por formar parte de esa maravillosa aventura que es conocer y comprender. Y van niños y adolescentes que, con suerte, ayudarán a hacer de este mundo un lugar mejor. Con suerte, sí, y con esfuerzo y constancia.
Entonces, como en las pelis del Oeste, te tiras a la cuneta con el tren en marcha. Te sacudes el polvo y te dices: mañana será otro día, mientras intentas subirte a una vieja locomotora que nunca ha dejado de viajar.
(Para aquellos que, en estos tiempos, andan entre el desaliento y el desánimo. Nada dura eternamente)