domingo, 27 de marzo de 2011

Cine Paraíso

Estimado Raúl: recibir tu e.mail ha sido lo mejor de una mañana tensa y llena de trabajo. No imaginaba que hubiesen pasado diez años desde que terminaste tus estudios en el instituto. Cuando te vi hace unas semanas en la calle con tu novia apenas pudimos hablar pues ambos llevábamos prisa pero prometiste ponerme al corriente de tu vida tan pronto como encontraras un hueco. Lo cierto es que intuí que no era el momento ni el lugar, quizás tampoco esperaba en realidad que fueras a llamarme o escribirme.
Fuiste un alumno trabajador, respetuoso con tus compañeros y tus profesores, amable, de sonrisa fácil y, sobre todo, comprensivo y tolerante con todo aquello que era distinto, con todos los que no pensaban como tú, interesado en temas sobre los que discutíamos en algún que otro recreo y cuando, ante la ausencia de alguno de tus profesores, me buscabas en la Dirección.
Te vi bien, agarrando con decisión la mano de una chica preciosa, hablando con la seguridad de la que siempre hiciste gala. Incluso pude apreciar cierto triunfalismo mal disimulado en algún momento de la conversación. Perdona, quizás esto último es algo exagerado teniendo en cuenta que apenas hablamos diez minutos, pero es que siempre tiendo a extraer conclusiones rápidamente, tengan poca o mucha consistencia, ya sabes.
Sigo aquí, como ves, aún ejerciendo de dire...con la de veces que te juré que serían solo cuatro años. Y sí, estoy cansado, han cambiado muchas cosas desde que eras un alumno de bachillerato en estas aulas, el trabajo y las responsabilidades son cada vez mayores y mayor me veo yo también, aunque no llegue todavía a los cincuenta, pero es que entonces era un treintañero con mucha energía y ganas de cambiarlo todo. No las he perdido, ¿eh?, si no ya me hubiese vuelto a mis clases a tiempo completo (sigo impartiendo clases a dos grupos), donde tal vez ganaría al menos en tranquilidad y sosiego.
Pero hablemos de ti. Cómo iba a imaginar que me pintarías un panorama como el que me cuentas en tu correo después de haberte visto hace tan poco tiempo. Puñetera crisis del carajo. No quiero pensar cómo te puedes sentir después de que te echasen del trabajo sin avisarte en ningún momento de que tu puesto estaba en peligro. Después de cuatro años te ves en la calle, intentando no ser un número más del Inem, buscando un sitio donde puedas demostrar tus conocimientos y tu poca pero intensa experiencia y, sin embargo te topas con una realidad tozuda y fea que te dice que este es el peor momento para encontrar un empleo. Ya sé que tienes preparación, que cuando saliste de la universidad buscaste tu suerte con ahínco y la encontraste gracias a la base sólida de un trabajo de muchos días y muchas noches, que lo que hacías en el puesto que desempeñabas lo hacías bien y con energía, que no comprendes por qué te ha pasado esto a ti.
Y encima te deja tu novia. Esa guapa chica que no dejaba de mirar a todas partes mientras conversábamos aquella tarde. Te deja de nuevo en casa de tus padres después de compartir lecho y alquiler en un apartamento de diseño, con algunos muebles de los que no sabes cómo desprenderte y el corazón latiendo a destiempo entre el dolor que palpita en la aurícula derecha y la desesperanza que anida en el ventrículo izquierdo. Joder, la desesperanza siempre está a la izquierda, ¿te das cuenta?
Lo cierto es que no sé muy bien qué decirte. Le he dado muchas vueltas a la cabeza para no acabar escribiendo frases desgastadas que insultarían tu inteligencia y el cariño que me tienes. Creo conocerte lo suficiente para estar tranquilo, para estar seguro que de que ese optimismo tuyo que atrae tantas cosas buenas no va a desaparecer de la noche a la mañana. 
Raúl, cada año aparecen en mi vida uno dos como tú, como María, ¿la recuerdas?, como Gloria, que llegó al centro cuando tú te ibas. Sois gente tan valiosa para mí.
Sí, sé que comenzasteis siendo parte de mi trabajo, pero lograsteis encontrar un hueco en el equipaje que llevo dentro dando sentido a muchas de las decisiones que tomo a lo largo del día. Alguien como tú me sigue dando razones para ser yo también otro optimista a pesar de lo que hay ahí fuera, para venir más contento al insti, para llenar vacíos que no quise o no pude llenar en otros momentos de mi vida, tú lo sabes.
Por eso, cuando te vea de nuevo por la calle, y espero que sea pronto, sé que te voy a encontrar bien, y me darás esas palmaditas en la espalda que acaban convirtiéndose en un abrazo en toda regla y me dirás que es imposible que siga igual que el día que me conociste mientras protesto por lo mayor que estoy. No importa si son diez rápidos minutos de conversación. Sé que te miraré y sabré que estarás bien. Porque eres fuerte, amigo mío y porque te conozco, Raúl.

jueves, 17 de marzo de 2011

La primera noche de su vida

A punto de coger el autobús, con los padres y las madres achuchando a sus hijos, el conductor intentando apiñar las maletas en un compartimento pequeño para tanto equipaje y la policía local apremiando al grupo para que iniciásemos el viaje y despejásemos la vía pública,  me entraron ganas de llamar a un taxi y volverme a casa. ¿Quién me mandaba llevarme a cincuenta adolescentes durante cinco días a un sitio como Salou? Y no tengo nada en contra de esa ciudad, ni de sus gentes, ni de sus playas. Todo lo contrario. Debe ser un lugar estupendo para un viaje familiar, para los amantes de los parques temáticos o para los guiris que buscan el sol y la cerveza barata desesperadamente. Pero yo iba a llegar allí hecho polvo después de un viaje largo e incómodo, iba a pasar cuatro noches en vela, vigilando quién y quién no armaba follón en las habitaciones del hotel, peleándome con los recepcionistas, comiendo macarrones con tomate y cerdo empanado o pollo empanado y arroz con tomate; en fin, ante semejante perspectiva miré a mi compañera de viaje y, sin mediar palabra, cogí mi maleta, me di la vuelta y eché a andar mientras ella me decía fuerte y claro: ya sabes dónde está el maletero, ¿no?
Había algo que no habíamos preparado antes de viajar pues la información nos había llegado el día de antes. No habíamos distribuido las habitaciones entre el alumnado y tocaba hacerlo durante el trayecto. Tiempo había, desde luego. Nos pusimos manos a la obra cuando llevábamos un  rato de viaje y, a priori, la tarea se presentaba fácil. A la media hora, efectivamente, las habitaciones estaban completas a excepción de una triple donde sólo había dos chicas y tres camas por ocupar. Repasamos la lista un par de veces hasta que descubrimos que no habíamos asignado sitio a una alumna. Nadie había mencionado su nombre para compartir habitación y ella se había callado evitando llamar la atención de los demás. 
La llamamos de forma discreta a la parte delantera del autobús donde íbamos sentados y le preguntamos si no le importaba ocupar la habitación donde se había quedado una cama libre. Bajó la cabeza y dijo que a lo mejor a quienes les importaba era a las otras dos alumnas, que ella no quería molestar a nadie y añadió si existía la posibilidad de ocupar una habitación individual o quedarse con mi compañera en caso de tener ésta una doble. 
Belén era una chica muy tímida, con dificultades para el aprendizaje, con un físico que no pasaba desapercibido. Era alta aunque desgarbada y pesaba más de lo que debía para su edad. Vestía todo lo oscuro que podía y llevaba el pelo muy descuidado. En definitiva, su aspecto desaliñado no ayudaba mucho a que sus compañeros la tuviesen en alta estima. Su mirada desconfiada y a veces hosca provocaba rechazo y ese rechazo se estaba haciendo patente aquella mañana en el autobús. Ni qué decir tiene que las otras dos se negaron en rotundo a compartir habitación con ella, dijeron que preferían dormir en la misma cama con otras alumnas que ocupar la habitación que les correspondía. Además, no se cuidaron de proclamarlo de forma alta y contundente; no les importaba que Belén las escuchara. Miramos hacia atrás esperando alguna reacción solidaria, espontánea y a ser posible rápida para no prolongar una situación cruel,  pero vimos que no se iba a producir. Pedí al conductor que pusiera de inmediato una de las películas que teníamos preparadas y continuamos el viaje. Cuando intentaba mirar la peli sólo veía el rostro de Belén. No era la primera vez que vivía algo así, pero no por ello seguía siendo duro comprobar cómo el menosprecio hacia una persona salía tan gratuito. Mi compañera me sacó de mis pensamientos cuando me dijo: tranquilo, Belén dormirá conmigo. Pediremos una doble para las dos. Estará bien, no te preocupes.
Llegamos al hotel pasadas las ocho de la tarde. Nos acomodamos en un tiempo récord y bajamos a cenar. Al acabar, los alumnos solicitaron acudir a la discoteca de la planta alta después de ducharse. Ganas me dieron de mandarlos a la ...cama, como si fueran niños pequeños pero sabía que iban a dar tanta guerra que preferí que se agotaran dando saltos hasta que cerraran la disco y después se fueran realmente a dormir. Mientras todos bailaban y gritaban dentro de un espacio pequeño y agobiante, mi compañera, Belén y yo, sentados en la terraza, nos tomábamos algo y charlábamos. Bueno, al menos mi compañera y yo. Belén permaneció callada, escuchando, mirando de vez en cuando a un cielo donde una luna creciente brillaba de manera tenue. Y de pronto, casi abruptamente, comenzó poco a poco a entrar en la conversación opinando sobre lo que se hablaba y mirándonos directamente a la cara. Y sus opiniones eran las de una persona con criterio propio, incluso a veces apasionadas. Descubrimos a una chica que utilizaba un vocabulario que no imaginábamos que tuviera, con una actitud desinhibida  y tolerante ante lo que se discutía. Estábamos tan sorprendidos que no pude evitar comentar jocosamente: parece que te han dado cuerda y eso que estás bebiendo un refresco.
Volvió su cabeza hacia el exterior y en voz baja me respondió que estaba a gusto. Se sentía relajada, sobre todo porque le gustaba la noche. La noche era mágica. Dejó entrever su agradecimiento por nuestra compañía, por el lugar, por el momento.
Para ella, esa noche estábamos los tres, la noche y el cielo abierto.

martes, 8 de marzo de 2011

Una interina para un milagro

Carmen se puso enferma días antes de comenzar aquel año escolar y el médico le dio un mes de baja. Su sustituta llegó a los tres días de haberla solicitado. Todo un récord y no es ironía. Cuando entró en la sala de profesores, Mario, el de Tecnología, le dijo que aquello no era un lugar para alumnos. Con la cara encendida y una vocecilla apenas audible, Julia, que así se llamaba,  respondió que venía a trabajar al centro, a sustituir a la profesora de Sociales que estaba enferma. Era una joven de apenas veinticinco años,  pero aparentaba ser una estudiante de segundo curso de bachillerato. Pelo castaño sujeto con una cola, vestido estampado discreto y un sobre que contenía su nombramiento.
Al rato, me senté con ella y le di su horario. Me pareció ver que no entendía bien algunas de las cosas que le estaba comentando y le pregunté si había dado clases antes. Como suponía, era la primera vez que iba a trabajar en un instituto. Había aprobado las oposiciones hacía dos años con muy buena nota pero, sin méritos que sumarle a esa nota, no había obtenido plaza. Se la veía nerviosa,  miraba a todo de soslayo y me hablaba de usted, lo cual no hacía sino provocarme ternura y cariño a la par que extrañeza, pues ya ni los pequeñajos de primero hablan de usted hoy en día a nadie en el centro. Sin embargo, intuí que bajo esa frágil apariencia había una mujer con los tacones bien puestos. No me pregunten cómo llegué a esa conclusión ya que la lógica me señalaba en otra dirección. 
Le indiqué que sería tutora de un curso de tercero que podría ser difícil y que debía incorporarse a las clases esa misma mañana pues los de guardia estaban desbordados ya que aún faltaban dos profesores más por llegar al centro. Para eso estoy aquí, respondió con agrado. Mientras le enseñaba el centro fui desgranando algunas de sus funciones y comprobando su grado de conocimiento sobre el trabajo que tenía que realizar, aparte de enseñar una asignatura a su alumnos, claro está. Me dijo que habían cambiado algunas cosas con respecto al tiempo que ella pasó en su instituto pero que se adaptaría rápidamente. Le ofrecí la ayuda del equipo directivo y también le presenté a su jefe de departamento para que le proporcionase el material que necesitaba para impartir sus clases. Cuando le dije hasta luego y comencé a andar hacia la secretaría, me soltó a bote pronto: no sabe usted las ganas que tenía de que llegara este momento. Siempre he querido ser maestra, siempre. No sin cierto paternalismo, le respondí que me alegraba y agregué: quizás no llegas en el mejor momento. O a lo mejor no lo dije en voz alta, no sé. La vi alejarse con paso seguro aunque la mano que sujetaba el sobre de su nombramiento temblase de forma perceptible y era verdad, parecía una alumna aplicada a la que su profesor había mandado a hacer fotocopias.
La enfermedad de Carmen se complicó, por desgracia, y Julia estuvo con nosotros todo el curso. Pasó de substituta a ocupar una interinidad. Siempre fue discreta. No recuerdo escucharla opinar en los claustros, ni en otros foros que no fuesen las sesiones de evaluación. Solía tomar un té en compañía de quien estuviese en ese momento en la cafetería pero casi siempre escuchando a quien estaba a su lado. Era puntual, nunca faltaba. Bueno, tan sólo una vez que viniendo de pasar el fin de semana con sus padres en su pueblo le cogió una nevada y le cortaron la carretera durante toda la mañana del lunes. Al día siguiente, toda sofocada, se presentó en el despacho del jefe de estudios con un papel que había hecho firmar a la guardia civil de tráfico para justificar su ausencia. El hombre no salía de su asombro ante lo cual le preguntó si no le habían puesto pegas para firmar un documento como ese. Claro, contestó Julia, todas las del mundo. Pero al final no hubo problema, le dijo. Llamó a su tío que ejercía la comandancia en la provincia de Cuenca y le explicó el percance. Le dijo al hombre que se le caería la cara de verguenza si se presentaba en su centro de trabajo sin una justificación creíble y que no se marchaba de la carretera mientras no le hicieran el dichoso papel.
Esa era Julia.
Al final de curso, los alumnos de la tutoría le regalaron un ramo de rosas, amarillas, como a ella le gustaban, y una larga carta firmada por todos. No creo que nadie la leyera excepto ella. Era un premio. Un trofeo a una constancia que le llevó a pasar muchas tardes en el instituto atendiendo una y otra vez a los padres de sus alumnos, hablando mil veces con los compañeros del equipo docente y explicándoles las realidades que a veces no se perciben desde la mesa del profesor, creando actividades de refuerzo para aquellos que no eran capaces de seguir el ritmo deseable en un tercero de ESO, aprovechando la hora de tutoría para reforzar, alentar, animar a los que querían desistir y abandonar los estudios, implicando a los mejores de la clase en el proceso. En fin, echándole unas ganas y una energía que daban respuesta a la frase que, a bote pronto, me soltó aquel primer día de trabajo.
En la primera evaluación, de treinta alumnos, dieciocho tenían más de cuatro suspensos. En junio, veintitrés tenían asegurado su pase a cuarto curso.
Te echamos de menos, Julia.

lunes, 7 de marzo de 2011

Los otros: segunda parte.

La cafetería de un instituto es un lugar ruidoso y molesto en el recreo. Un lugar donde decenas de cuerpos se apelotonan con sus voces chillonas pidiendo casi todos lo mismo y de lo mismo casi nada sano. A veces cuando paso por allí en busca de algún alumno o profesor (al que le cuesta hacer malabarismos no derramar el café entre tanto empujón), sonrío cuando observo a algún pequeñajo reclamar insistentemente su bocata de tortilla de patatas y pienso que al menos él no se mete la dosis de azúcar y grasa refinada que, como una droga, necesita la mayoría. También pienso que con unos cuantos bocatas más seguro que acaba por rellenar su figura, y el vaquero probablemente se le ajuste bien a la cintura para no mostrar sus calzoncillos de forma tan elocuente. No es por nada, pero no acabo de ver las posibilidades estéticas de esta moda de enseñar los gallumbos o las bragas, que desde mi punto de vista, nada puritano por cierto, en absoluto favorece a quien la practica. Incluso hay alumnos a quienes el trasero del pantalón se les queda en una mera arruga con cinturón y lo que resalta es algún color chillón de mal gusto o algo con rayas estridentes que quema la retina. Sin embargo, me encantó cuando aparecieron los primeros chavales con sus pendientes, las primeras chicas con el esmalte de uñas negro...de pronto nuestros centros se parecían más a la jungla de adolescentes que yo había visto en otros países europeos (no en sus clases, donde en la mayoría visten uniforme y van tan formalitos) sino en la calle, en las tiendas de discos o de video juegos. Nunca he tenido problema con un tinte de pelo estridente, ni con algún tatuaje,  incluso algunos son divertidos, pero eso sí, no aguanto lo de enseñar la ropa interior ni por supuesto tolero a nadie en mi clase con la cabeza cubierta por prenda alguna. 
Aquel día de noviembre llegó el jefe de estudios con un séquito de alumnos, y la profesora de guardia, todos muy alterado, y entraron en dirección. A primera vista pude observar  que uno de ellos sangraba por la nariz y tenía los nudillos de la mano rojos y algo despellejados. Otro llevaba la camisa abierta por debajo del pecho y con algún jirón a la altura del cuello. El séquito lo cerraba la profesora de guardia que venía sofocada e intentando poner orden dentro del grupo. Como parecía imposible hacer que se callasen y poder escuchar lo que el jefe de estudios quería decirme, pegué dos palmadas sobre la mesa y se hizo el silencio (qué difícil es calmar a un grupo de adolescentes en un episodio de este tipo).
Había habido una pelea en la cafetería. Según la profesora, el individuo con el gesto ceñudo, la camisa rota y  una actitud chulesca se dirigió de pronto hacia el individuo que se condolía de la mano y le asestó un cabezazo en el rostro, concretamente en la nariz. El segundo, más fuerte y algo más corpulento, lo agarró por el cuello y se lo llevó hacia la pared  y, cuando todo el mundo  pensaba que le iba a asestar un puñetazo de los de peli del oeste, aplastó su puño sobre el cemento y contuvo el dolor como buenamente pudo mostrando un gesto de rabia e impotencia a la vez que mascullaba algo que nadie alcanzó a comprender.
La profesora confirmó la información ofrecida con anterioridad y los alumnos comenzaron a hablar todos a la vez sin que se les pudiera entender mientras los dos protagonistas del incidente permanecían mudos y cabizbajos. Cuando de nuevo logré poner orden, pregunté uno a uno si lo que había ocurrido concordaba con lo expresado por el jefe de estudios y, aunque con algún matiz, parecía que así había sido. Despejé el despacho y, una vez a solas con los alumnos de marras, les pregunté el motivo de la pelea. Nada, silencio. Pregunté de nuevo y de nuevo la callada por respuesta. Al ver que mi enfado iba en aumento, el que había recibido el cabezazo alcanzó a decir que no sabía por qué el otro se había comportado así. Me miró, aún con el pañuelo sujetando la nariz y me dijo:  ya sabes, director, que soy sub-campeón de judo de Andalucía; lo podía haber machacado, pero me he contenido, no se porqué, lo juro, pero me he contenido.
Me dirigí al otro y le conminé a que hablase.  No tengo nada que decir, murmuró. Entonces cogí el teléfono, localicé el número de sus padres y los llamé.
Una hora más tarde tenía en la mesa a los padres de los alumnos. En realidad, acudió el padre del que inició la pelea y la madre del otro chico. Les informé de lo acontecido y la primera en hablar fue la madre. Con gesto de preocupación y rabia increpó a su hijo preguntándole si esa era la educación que había recibido en casa. El chaval se defendió respondiendo que él no había iniciado la pelea. Me da igual, dijo la madre, has participado en ella, y ¿qué has conseguido? hacerte polvo la mano y echarte abajo la nariz. Así no se hacen las cosas, continuó, eso no es lo que te hemos enseñado ni lo que aprendes en judo.
Por eso me contuve, mamá, dijo el chaval, por eso mismo.
Me volví hacia el otro alumno y le dije que, efectivamente, habia salido muy bien parado de una situación que él había provocado. Entonces su padre saltó como un resorte y dijo: bueno, bueno, algo habrá hecho ese para que mi hijo reaccione así. Mi hijo también ha recibido una buena educación y si se ha ido para el otro es por algún motivo, algo le habrá hecho. Dilo ya, carajo.
El mudo respondió: papá, me ha mirado mal, sabes, ya lo hemos hablado otras veces, papá. A mí nadie me mira mal.

domingo, 6 de marzo de 2011

Y también....la trompeta.

Martes por la mañana. Primer recreo. Sala de profesores. Alex e Icíar, de Biología y Matemáticas respectivamente, charlan de forma desganada, aunque a medida que se desarrolle la conversación, el espíritu de la misma se volverá más animado.
Alex.- ¿Hablaste con el jefe de estudios? ¿Te aclaró lo de las evaluaciones?
Icíar.- Sí, me dijo que iba por niveles, comenzaremos por 1º de ESO y terminaremos con 2º de Bachillerato.
Alex.- Qué imaginación. Total, que me toca venir hasta el último día.
Icíar.- Eso es lo que tiene enseñar a lo mejorcito.
Alex.- ¿Tú crees? Eso se acabó cuando terminó el último curso de COU.
Icíar.- Pero qué derrotista eres. O sea, que ya no hay alumnos inteligentes y trabajadores.
Alex.- Pues claro, joder, pero ¿en qué proporción?
Icíar:- En la misma que había antes, tal vez. Es como el vino, hay añadas mejores y otras peores.
Alex.- ¿Tú enseñas los mismos contenidos que enseñabas hace quince años?
Icíar.- Lo intento, pero es cierto que influye la base que traen de Primaria.
Alex.- ¿Lo ves? La equidad a la baja. Titulaciones para todos. No permitamos el abandono, aunque a costa de enseñar lo mínimo, pero ¿y los que admiten más?¿Esos no tienen derechos?
Icíar:- Deduzco que tu serías partidario de clases homogéneas donde los malos estuvieran con los malos y los buenos con los buenos.
Alex.- ¿No crees que los buenos aprenderían más y los otros al menos llegarían a lo mínimo deseable?
Icíar.- No estoy tan segura. Ya lo experimenté en otro centro y la dinámica que se establecía en el aula era perniciosa, pues la actitud de desgana y falta de disciplina de los que no querían estar en el centro contagiaba a aquellos que, aunque no podían llegar o les costaba alcanzar objetivos, querían aprender, y dar clase allí era un castigo. Además, ¿estamos preparados para afrontar eso? ¿quién se hace cargo de esos grupos?
Alex.- Se rota. Cada curso le tocaría a un miembro diferente de cada departamento.
Icíar.- Ya, díselo a un catedrático, o a alguien que lleve enseñando 25 o 30 años.
Alex.- Pero es que no podemos seguir bajando los niveles. Pronto nos conformaremos con aprobar a aquellos que sean capaces de decirte la tabla de multiplicar de memoria, o lo que es peor, nos limitaremos a pedir trabajos que se bajarán de internet y que valoraremos como originales cuando sabemos que se habrán limitado a copiar y pegar.
Icíar.- O simplemente comprobaremos que saben copiar y pegar utilizando un ordenador, je, je,
Alex.- No deberíamos menospreciar las nuevas tecnologías. Son una realidad, y parte esencial de la sociedad en la que vivimos.
Icíar.- Cierto, y también una fuente de problemas. ¿Has visto como utilizan estos las redes sociales?
Alex.- Sí, ¿y qué?, ayudan a aquellos que tienen menos habilidades sociales a expresarse, a conectar con otros que les comprenden.
Icíar.- Y también sirven para propagar la mentira, el rumor infundado, acosar a los más incautos, banalizar situaciones...
Alex.- El libelo ya se ejercía desde que comenzó la escritura y no por eso se dejó de escribir y leer. ¿Qué me dices de algunas publicaciones o programas televisivos? Nadie te obliga a ver esos programas. Existe el mando. Tú decides cuando cambiar de canal o apagar el televisor.
Icíar.- Un adulto tal vez. Un adolescente lo tiene más crudo.
Alex.- ¿No te hubiera gustado acceder a toda la información que hay a disposición en internet hoy en día cuando tenías 15 o 16 años?
Icíar.- Claro, pero procuraba hacerlo a través de lo que teníamos entonces: los libros, las revistas, la radio...los libros.
Alex.- Leer no está reñido con el uso de internet. Es más, puede estimular la lectura.
Icíar.- ¿De qué? ¿De una novela? ¿de un poema?
Alex.- A lo mejor de un descubrimiento médico importante, de una revolución. O del último escándalo de los Jonas Brothers. ¿O hay que censurar eso?
Icíar.- No creo que se deba censurar nada, pero eso último ¿le aporta algo a su educación?
Alex.- Lo mismo que a ti y a mí nos aportaba saber si a la Pantoja le gustaban las vacaciones en Mallorca sola o acompañada. El morbillo del famoseo es eso, morbo.
Icíar.- Bueno, no todo debe ser literatura, pero me preocupa la cantidad de tiempo que pasan frente al ordenador niños que apenas tienen doce años.
Alex.- Eso es cuestión de sus padres.
Icíar.- Y nuestra en cierto sentido.
Alex.- No estoy seguro. Yo enseño biología y espero que la educación la traigan desde casa. La responsabilidad, el sentido del esfuerzo, el buen comportamiento, eso se adquiere en la familia.
Icíar.- Tú tienes dos hijos, ¿no?
Alex.- Ya lo sabes.
Icíar.- ¿Te cuento algo?
Alex.- Tú dirás.
Icíar.- Hace una semana, mi hija Irene me mostró una página en la que tu hijo Álvaro y otros compañeros, incluida mi hija, mantenían una conversación para quedar el sábado por la tarde.
Alex.- ¿Y eso? algo normal, ¿no?, ¿se insultaron o algo? ¿Hubo algún problema entre ellos?
Icíar.- No lo sé. Le pedí que me eneseñara la página porque pensé que estaba haciendo algún trabajo que le habían mandado del instituto y sentía curiosidad ya que llevaba más de una hora frente al ordenador.
Alex.- ¿Y eso?, ¿me estás intentando decir que se estaban haciendo algo malo?
Icíar.- No, Alex. Te estoy diciendo que después de intentar leer la página durante un buen rato, no entendía nada de lo que se escribían, no parecía nuestro idioma, sin mencionar las faltas de ortografía. Al final, Irene me tradujo el texto, frase tras frase. De repente me acordé de Joyce y de Finnegans Wake...y de las novelas, Alex, de los libros.