viernes, 14 de diciembre de 2012

Música para tratar la realidad


Cada vez soy más partidario de sancionar a los alumnos que incumplen las normas del centro sin recurrir a la expulsión, aunque a veces no tengo más remedio que mandar a alguno a casa, ya sea porque no han funcionado otra clase de medidas, o bien porque la gravedad de la falta disciplinaria no me deja otra alternativa. A mi modesto entender, cuando tú haces venir a un alumno tres o cuatro horas al centro por la tarde para que ayude en tareas de limpieza y realice sus tareas académicas, el mensaje que le estás enviando es claro: ahora te vas a fastidiar tú en vez de fastidiar a los demás. Cuando recurres a la expulsión, a muchos les estás regalando unas vacaciones inesperadas para que pasen el mayor tiempo jugando con esos aparatitos electrónicos que tanto les atraen o se queden en la cama hasta las doce del día. En ocasiones, también sanciono con estancias durante el recreo en mi despacho o en Jefatura de Estudios. Quizás alguno de ustedes piense que es un castigo leve. Yo no lo veo así. ¿Acaso no echamos de menos un ratito de descanso al cabo de dos horas escuchando a un ponente en un curso de formación por muy interesante que sea su charla? ¿Se imaginan que la charla durase seis horas con conferenciantes distintos y sesudos temas a tratar?
Hoy he estado a punto de sancionar a una alumna que llevaba sobre sus oídos unos auriculares grandes e iba escuchando música a través de su teléfono móvil. Este hecho no tuvo lugar durante una clase, sino al finalizar la misma, cuando se dirigía a otro espacio del centro. Le recordé que en el instituto estaba prohibido utilizar los móviles ya que, para cualquier necesidad (llamar a un familiar en caso de encontrarse enferma, etc.), disponía de los teléfonos que existen en el centro. Todos ustedes se pueden imaginar las causas de dicha prohibición, pues de ellas han dado buena cuenta muchos titulares periodísticos. Pero me sorprendió la respuesta de la alumna. Después de disculparse (algo cada vez menos frecuente), me dijo que, oyendo música, se le hacía más llevadera su estancia en el centro y puso cara de “anda, se enrollado y no me quites el móvil, que lo quiero más que a mi novio”.
Podríamos hacer una análisis exhaustivo sobre lo que esconde esa respuesta, las connotaciones de carácter social, cultural, de formas de comunicación o de conducta que podemos observar en el comportamiento de los adolescentes actuales con respecto a aquellos que fuimos nosotros. Pero no me apetece hoy entrar en ese terreno.
La verdad es que lo único que se me ocurrió preguntarle en aquel momento fue qué canción iba escuchando. Es la banda sonora de una peli, me contestó. Ahí me ganó, qué le vamos a hacer.
 Y entonces pensé que yo podría probar a hacer lo mismo, aunque fuese sólo durante unos minutos. Al día siguiente, me llevé el iPod y unos pequeños auriculares al instituto, me los coloqué de la forma más discreta que pude y salí del despacho en dirección a la sala de profesores. La primera melodía que escuché fue el tema que Alberto Iglesias compuso para Lucía y el sexo, llamado “Voy a morir de tanto amor”. Créanme, fue milagroso. Mientras observaba a dos compañeras a las que tengo un enorme cariño conversar animadamente, me parecía que en realidad estaba viendo a dos heroínas de cine defendiendo ardientemente la enseñanza pública. Al girarme topé con un compañero que, digámoslo de forma suave, no es alguien por el que sienta mucha estima. Pero no estropeó su presencia la gozosa emoción que estaba experimentando. Al contrario, me descubrí sonriéndole y dedicándole unos cordiales buenos días. Después me dirigí al patio de bachillerato mientras comenzaba a sonar el “coro a bocca chiusa” de Madame Butterfly. Fue como entrar en éxtasis. Los alumnos parecían comunicarse entre ellos a cámara lenta, mostrando exquisitos modales. Vi una pareja de 2º de bachillerato haciéndose arrumacos y me pareció que estaba frente a unos jóvenes Romeo y Julieta incapaces de vislumbrar su trágico final. El profesor de guardia era como el mago Gandalf, al que le faltaba algo de material pirotécnico para hacer de aquel recreo una fiesta digna de cualquier pasaje del Señor de los anillos.
Pero entonces apareció el conserje, me puso la mano sobre el hombro y a grito pelado me preguntó si me estaba quedando sordo. Lógicamente, me tuve que desprender de los auriculares y busqué una excusa torpe con la que responder a su pregunta. Le dije que estaba haciendo un pequeño experimento. El hombre se fue de allí con cara de no entender nada y, probablemente, pensando que el ejercicio de la dirección me estaba afectando más de lo debido.
No me atreví a seguir en el patio una vez que la magia había desaparecido. Aún sentía ese gustillo en la boca del estómago cuando regresé al despacho y a la pantalla del ordenador, la cual me devolvió a una precocinada realidad. Qué lástima, porque la realidad podría ser tan bonita, tan especial.
¿Y si en vez de comprar ordenadores para los colegios y los institutos, nos implantaran un pequeño chip que hiciese que escuchásemos la música que amamos cada vez que quisiéramos sin que nadie lo percibiese?
A lo mejor habría menos agresividad, menos mala leche, menos malos modos, menos sanciones…más uhmmmm. Qué sé yo.

Permítanme que les invite a ver Trece pasos, la primera peli que he rodado. No es un cortometraje propiamente dicho, pues no tiene su esquema funcional. Está llena de defectos y de muy buenas intenciones. Y también de algunas actuaciones estupendas y una maravillosa música. Gracias desde aquí a todos lo que me han ayudado a hacer este sueño realidad. Ya estoy con la posproducción de La propina, mi segundo trabajo. He comenzado muy tarde en esto del cine, pero ahí estoy, peleando por seguir. No podría haber rodado este segundo proyecto sin haber hecho Trece pasos. Si les parece bien, pasen el enlace a quienes crean que les puede interesar. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Una historia


En aquellos días, Carlos era un adolescente que apuntaba maneras de futuro obeso. También era un chico amanerado que vendía su alma por unas gotas de cariño, aunque éstas fuesen el resultado de una transacción envenenada. ¿Qué más daba? Buscaba afecto y aceptación a cualquier precio, a veces pagando con la sumisión, otras con favores y pequeños regalos.
Una tarde de finales de septiembre, se subió en el coche de su padre camino del internado en donde pasaría los años siguientes hasta acabar COU e ir a la universidad. Con una determinación impropia de su edad, había rellenado y entregado una solicitud de beca estatal (llamada entonces del Monte Pío) y había convencido a su familia de que se la concederían. Incluso su padre pensó que estaba firmando un boletín de notas en vez de un impreso oficial dirigido al Ministerio de Educación y Ciencia. Con cuánto fervor le había rogado a la Virgen en la romería de septiembre que le concediese la oportunidad de comenzar una nueva vida que cumpliese sus expectativas y los sueños que anhelaba desde que comprendió que permanecer en aquel pueblo terminaría por asfixiarle. Prometió a la Patrona acabar el último curso de EGB con sobresaliente de media y lo cumplió. También cumplió su Virgen con él. Aunque entonces no sospechara el peaje que algunos pagan por ver sus deseos realizados.
El coche lo conducía un vecino, pues su padre no se podía permitir cerrar la barbería durante toda una tarde. En el asiento de delante iba su madre. Antes de partir, Carlos había consolado a su abuela que no había dejado de llorar durante toda la mañana. Mientras veía desaparecer el entorno físico y emocional de su infancia, comenzó a sentir una prematura añoranza salpicada de pequeños temores que ganaban en intensidad conforme más se alejaba el vehículo. En su cabeza resonaba la machacona canción de Betty Missiego que había representado a España en el festival de Eurovisión aquel año y que había escuchado en un programa que Televisión Española transmitía todos los días antes del Telediario. Su madre no pronunció una sola palabra durante todo el trayecto. Se pasó todo el camino apretando con fuerza una bolsa de plástico que llevaba sobre la falda por si a su hijo o a ella le entraban ganas de vomitar.
Cuando llegaron al internado, un edificio antiguo perteneciente a la orden Carmelita, fueron recibidos por uno de los hermanos. Con cierta premura, les acompañó al dormitorio común que ocupaban todos los internos y su madre le fue colocando en un pequeño armario toda la ropa a la que, pieza a pieza, se le había bordado un número; su número desde ese momento en adelante.
Apenas les dejó aquel cura tiempo para más nada. Cuando llegaron a la puerta de salida, tras la cual se erigía una gran reja de hierro forjado, los cánticos interpretados por los internos seminaristas llegaron hasta sus oídos un tanto desafinados. Carlos besó a su madre mientras observaba el amenazante gris plomizo de un cielo que estaba próximo a cerrarse, al igual que aquella verja. Entonces, tuvo el presentimiento de que había dejado atrás un lugar que le asfixiaba para entrar en otro que lo anularía por completo. Miró a su madre una vez más y entró en la galería del patio, apesadumbrado por el doloroso viaje de vuelta que esperaba a aquella mujer.
Durante aquella noche, Carlos escuchó los sollozos de algún compañero, pero intentó que nadie percibiera los suyos. A la mañana siguiente, se dirigió a un instituto en el que, entre otros, había sido profesor de francés uno de los más grandes poetas que este país ha dado jamás. Cuando entró en la clase, le temblaban tanto las piernas que su amaneramiento se acentuó de forma desmesurada. Tan nervioso estaba, que no percibió las mofas y los comentarios de los que serían sus compañeros durante aquel sombrío curso. Esa mañana también aprendió que el orden alfabético se podía aliar con el azar y jugar a su favor, pues su compañero de pupitre fue en todo momento un aliado, un amigo, su protector.
De las tardes y las noches en el internado, de algunas de los acontecimientos que a Carlos le ocurrieron allí, nadie ha sabido nunca nada. El curso terminó y el ansiado verano expandió el olor de los don pedros por los jardines y los patios de las casas... Cuando la abuela le estaba sirviendo un plato de arroz con leche que, con mimo, le había preparado para su vuelta, su padre se sentó frente a él y, como quien trata un tema de soslayo, le comunicó que el próximo año iría a un internado en otra ciudad. Una residencia juvenil perteneciente al estado, algo más cara, pero con un ambiente muy distinto al de aquel sitio en el que había malvivido durante nueve meses. Carlos protestó, sin apenas convencimiento, por el perjuicio económico que el cambio iba a acarrear a la familia. No habría vuelta atrás. Su padre había tomado una decisión. Aquella persona de origen humilde y escasa formación no había necesitado que su hijo le hablase del sufrimiento padecido. No había hecho más que observar su angustia cada lunes cuando se subía al autobús de regreso a aquella cárcel.
A los tres meses, Carlos comenzó a ver cumplidos sus sueños. Encontró un sitio acogedor y muchos amigos. Y vivió con intensidad experiencias inolvidables, aunque por el camino perdiera la naturalidad en su forma de relacionarse con los demás y terminara por crearse un personaje que fue, pasado el tiempo, más una trampa que una coraza. Fue un proceso rápido que comenzó el primer día que entró en la nueva residencia. Algo así como ese momento en el que la Marquise Isabelle de Merteuille (Glenn Close) baja de su carruaje en las Amistades Peligrosas para afrontar una difícil situación, y levanta el rostro mostrando su mejor sonrisa… la más falsa del mundo… la más desesperada.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Desaparecidos


Mañana, tres de septiembre de 2012, miles de docentes pondrán de nuevo el despertador a una hora determinada y se encaminarán a sus centros de trabajo. Una vez ya en la sala de profesores o en los pasillos, se saludarán, se contarán pequeñas anécdotas del verano vivido y se atreverán a pronosticar sobre lo que la mayoría piensa que será un curso de aguas turbulentas. Habrá alguno que bromee con el hecho de que al menos corra agua, dada la escasez de la misma durante este último año. Sin embargo, habrá quien en ese momento se aleje del grupo de conversación sin nada que añadir o comentar. Encarará el pasillo hasta donde guarda su material y dejará atrás los rostros desdibujados y las voces de los que han sido sus colegas durante uno o varios años de trabajo. (A algunos ni siquiera se les habrá dado esa oportunidad).
Será el caso de Carmen, de María, de Miguel Ángel… Ahora les aguarda la incertidumbre de saber si esta Administración, para la que han sido necesarios instrumentos de una escuela pública de calidad, volverá a contar con su buen hacer.
Carmen esperará en Córdoba a que la llamen para hacer sustituciones. Se sentará frente al ordenador a escudriñar una bolsa de trabajo que a duras penas avanzará ya que “la carne” de un sustituto se ha puesto por las nubes. Ha subido diez veces el ritmo del IPC. La administración ni siquiera se ha contenido en un IVA del 21%. Ahora un sustituto vale su precio en oro. Es un lujo que nuestra maltrecha economía apenas se puede permitir.
Carmen estará pegada a un teléfono de la misma forma en que se pega Rajoy a Merkel, o Rubalcaba a su pasado, con sumisión y sin condicionamientos. Y cuando llegue el momento en que por fin se vea en lo más alto de esa lista de espera, palpar su teléfono, comprobar que la batería está alta y siempre dentro de cobertura  será más importante que ver su propia sombra reflejada en la pared, pues, aunque la sombra proyecta su ser, es el aparato electrónico el que le que le devuelve su pleno sentido.
Y llegará esa llamada. Cuando le digan que tiene que estar en Vera o en Ayamonte al día siguiente, Carmen será feliz. Qué importa que en años anteriores haya ocupado una vacante en la que planificó con tiempo su trabajo, dedicó horas a llevar una tutoría con eficacia y se ganó el cariño de unos chavales, a veces difíciles y otras, bastante más.
Cogerá su coche, lo llenará de gasolina y de ilusión, aunque se marche a muchos kilómetros de su hogar sin saber siquiera cuánto tiempo va a trabajar. Lo único que pasará por su mente es que ya no es un número más de otra lista, la del INEM.
Será por eso que se ha vuelto tan cara “la carne” de un interino o un sustituto. Es fácil entrar en una lista negra, pero cuán difícil es salir de ella. Si no, que se lo digan a los que hacen cola frente a esos estatales edificios. En su caso, no es el amor lo que está en el aire, sino las partículas de la poca dignidad que les va quedando mientras gastan de forma estéril la suela de sus zapatos.
Pero es verdad, soy un exagerado y un melodramático. La mayoría van en chanclas.

jueves, 12 de julio de 2012

La gaviotas y el pan de molde


Carlos vio el mar por primera vez cuando tenía diecinueve años. Fue en Nerja, ese pueblo que dejó de ser un enclave turístico de tímida relevancia para convertirse en paisaje emocional de varias generaciones que vivieron con angustia el momento en que Antonio Ferrandis moría en la pequeña pantalla al son de unas sevillanas de corte melancólico y cierto aire marinero.
No llegó allí en plan turista, sino acompañando a un grupo de alumnos del internado en el que vivía. En realidad, había sido Carlos quien les vendió la idea de visitar aquel pueblo azul en que se había rodado la serie que tanto había impactado a los pequeños durante ese curso. Encontró la manera de cumplir un sueño largamente anhelado sin tener que pagar un dinero que no tenía, pero que sobraba con creces a aquellos muchachos. Y fue hermoso ver el mar en Nerja,  asomarse al Balcón de Europa y, en algunos rincones y calles, reconocer algunos de los escenarios naturales en los que transcurría la trama de la serie. Porque, todo hay que decirlo, Carlos también fue otro enamorado de las aventuras de aquellos chavales que disfrutaron el verano de su vida. A él le impactó especialmente el momento en el que Julia, la maestra, abandonaba el pueblo en un taxi con el rostro lleno de lágrimas mientras se escuchaba “El final del verano” del Dúo Dinámico. Ahí comprendió que la historia no tendría continuación porque, como él mismo se decía con diecinueve años, experiencias tan inolvidables sólo podían tener lugar una vez en la vida. Es curioso que se quedase en la retina con el personaje de la maestra: la que cargaba con la maleta de los valores y las enseñanzas universales, la que aportaba cordura y apostaba por la toma de conciencia ante las injusticias. Siempre habrá que agradecerle a Mercero aquellos momentos televisivos, aquel silbido musical que volaba junto a las bicicletas con el Mediterráneo de fondo. ¿Algo cursi quizás? ¿Mucho, tal vez? Qué más da. Aún hoy, emociona. Y lo hace porque es puro entretenimiento.
Esta tarde, Carlos cogió su coche y se acercó a otro mar. A una playa inacabable guardada por verdes pinares. Desde allí se contempla un voluminoso océano tintado de un azul más oscuro e intenso que aquel mar turquesa que vio hace tantos años. Se sentó en una silla mientras sus sobrinos jugaban en la orilla a enterrarse bajo capas de húmeda arena. Pertrechado bajo unas gafas de sol, observó un enorme cuadro costumbrista en el que no faltaban unos jóvenes emulando a los futbolistas del momento y una pareja de ancianos sentados bajo una discreta sombrilla, cuya mirada, quieta y serena, traspasaba la línea del horizonte. No dejaban de pasar aquellos que aprovechan para caminar sobre la fresca espuma que las olas dejan una y otra vez reposar en el borde que separa el agua de la tierra. Dos chicas animaban a una tercera a remojarse, intentando, con sus chillonas voces, llamar la atención de los espontáneos del balompié. Un matrimonio discutía si meter a su pequeño bebé en un mar que se embravecía por momentos. Y mientras el viento arreciaba y las toallas hacían amago de echar a volar, en el oído de Carlos sonaba machaconamente la melodía de Amarcord. Y es que este hombre veía aquel paisaje humano desde la perspectiva de un tiempo que ni siquiera él había vivido. Tan confundido estaba entre los fotogramas de esa película tan hermosa y la realidad que empujaba a las olas hasta sus pies que, en un momento determinado, le pareció ver a un joven levantar su brazo frente al sol que ya caía sobre el agua, y la melodía que escuchaba se fue perdiendo para dar paso a las notas de una sinfonía que, sin duda, Mahler habría compuesto para Muerte en Venecia. Ah, el cine.
Cuando se marchaba, dirigió su mirada a sus sobrinos que  iban dejando las migas sobrantes del bocadillo para que las comieran las gaviotas. Aves que eran las verdaderas dueñas de aquella playa, prestada aquella tarde para que el resto de los mortales soñáramos con un paraíso que nunca lograremos disfrutar.

PD. Gracias a los que cada vez que he abierto el blog aparecéis como seguidores. Gracias a los que lo habéis leído, a los que lo habéis recomendado, un millón de gracias por vuestro interés. No oculto que me hubiese gustado llegar a más gente, pero no soy tan iluso. Hay miles de blogs, y muchos con una temática más atractiva que la que yo ofrezco. Por eso, por vuestra fidelidad, un enorme abrazo. Descansad, disfrutad. Buen verano y hasta siempre.
Manuel Gomar

martes, 19 de junio de 2012

Penúltima parada


El viernes, mientras cruzaba Andalucía casi de un extremo a otro para ver a mi madre, a ese pueblo entre montañas, pensé que debía terminar de contarles el final de lo narrado en la entrada anterior. Pero, mientras veía tras el cristal de mi ventanilla las enigmáticas aguas del Tinto, las alargadas sombras de los eucaliptos, la inacabada y polémica torre Pelli, los campos de trigo y cebada y, por último, el comienzo de un sinfín de olivos, decidí que escribiría sobre otro asunto.
La semana pasada, cuando esperaba el seis para ir al instituto lo vi llegar a la parada del autobús. Vaquero desgastado y ajustado de rodilla para abajo, camiseta informal ancha, dos zarcillos en la oreja izquierda y uno en la derecha y auriculares conectados a un ipod. Me saludó amablemente y entonces reconocí su rostro. Alguna vez lo había visto por los pasillos, o tal vez en clase cuando había ido a echar una regañina al grupo.
Subimos al autobús y, algo forzadamente, nos sentamos juntos. Le pregunté en qué curso de primero estaba y se quitó uno de los auriculares para contestarme. Es curioso, me dije, cómo había podido entender mi pregunta a la vez que escuchaba música. Pero esa generación está tan acostumbrada a manejar cualquier chisme electrónico mientras atiende otras cuestiones que mi asombro no tenía razón de ser en realidad.
No es que tuviese obligación de mantener una conversación con aquel alumno, ni por supuesto él conmigo. Además, las ocho de la mañana no es el momento del día más idóneo para charlar de casi nada. Sin embargo, mi forma de ser, el modo en que me criaron, me impulsa a intervenir en situaciones que considero que pueden ser algo tensas u otras en las que creo que mi comportamiento no es el correcto. Si creen que esto es un rasgo positivo en mi personalidad, se equivocan. La mayor parte de las veces, sólo me ha causado problemas.
A la segunda o tercera pregunta ya me estaba haciendo un resumen de su vida. Y la tercera pregunta era una pregunta de cortesía para saber si se había sentido cómodo en el instituto después de haber pasado años en un colegio de Primaria donde, generalmente, se está más encima de los alumnos, se les arropa, se les atiende más individualmente.
Lo cierto es que Pablo había pasado por varios colegios. Y por varias ciudades, domicilios, amistades… Su padre le abandonó, al igual que a su madre, cuando él era muy pequeño. La mujer había tenido varios novios. Algunos fueron amables con Pablo y otros, no. Tampoco lo fueron con su madre, a la que le pegaban hasta que ésta finalmente decidía poner fin a esas relaciones. En ese momento, se encontraba en el hospital aquejada de una crisis de la enfermedad crónica que padecía. El año próximo pensaba irse a otro instituto, pues encontraba que el nivel que se exige en el nuestro es elevado para los conocimientos que traía debido, entre otras razones, a ese continuo devenir en tan corta vida. Al menos, me dijo, el novio actual de su madre era una buena persona que incluso quería casarse con ella.
Me contó todo esto como quien te cuenta el argumento de una película que ha visto recientemente y que no le ha gustado especialmente. Lo hizo de corrido, como quien ya ha tenido que contar esa historia muchas veces, sin intentar buscar mi empatía, ni siquiera mi comprensión. Pero siempre utilizando un tono de voz educado, agradable. Luego se colocó el auricular dentro del oído y dio por finalizada la conversación.
Por mi parte, me dediqué a mirar tras el cristal y a contemplar cómo otros niños y otros adolescentes se dirigían a sus colegios. Algunos iban acompañados por sus padres; otros, en grupo. Unos vestían uniforme y otros, como les daba la gana. A algunos era fácil adivinarles su procedencia social y económica. Chicos de vida cómoda, tan llenos de todo y tan vacíos por dentro. Y a otros se les adivinaba sus ansias por disfrutar de esa comodidad, aunque el precio fuera la nada interior. Qué más da. Esa nada ya se había apoderado de ellos.
Y lo peor fue que, al bajarnos del autobús y andar cien metros juntos hasta llegar a las puertas del centro, comencé a olvidar la historia que ese chico me había contado, pues también era una historia muchas veces oída. Fue al entrar al despacho de Dirección, mirar la fotografía que tengo en mi mesa, darme con el puño de la mano cerrado en la cabeza y preguntarme: ¿te estás perdiendo en el camino?
A propósito, en mi mesa tengo la fotografía que me hice junto a mi grupo de Diversificación hace dos años, justo antes de que se fueran del instituto. Allí están “21 centímetros”, Erik, “el patata”, mi Belén, Manolo, “el chapi”…. y un servidor.

martes, 29 de mayo de 2012

Como la harina que espesa el bizcocho


Un colega charlaba con la directora de un instituto cercano al suyo en la puerta de un restaurante mientras ésta le daba unas caladas a un cigarrillo. Se habían encontrado por casualidad. Él realizaba su caminata diaria cuando ella lo vio y le salió al paso.
Después de un breve saludo, de unas cuantas preguntas de cortesía y de los típicos comentarios sobre la situación por la que atravesaban los centros en ese momento, acabaron por hacer lo que realmente más les gusta a los directores de centros escolares: lamentarse de su propia situación y de la incomprensión que sufren tanto en su ámbito de trabajo como fuera de él. Fueron, pues, unos minutos de merecida catarsis. Sin embargo, para ilustrar esos latigazos de frustración, él hizo alusión a dos casos en los que había intervenido recientemente, recalcando el hecho de que en ambos había ido más lejos de lo que sus atribuciones le exigían, algo que le había producido pesar y una cierta sensación de inseguridad, por no señalar que ese “ir más allá” se repetía más a menudo de lo que él quisiera, aunque algunas veces fuese resultado de una decisión propia.
El primer caso llegó a sus oídos a través de una profesora que un día vio como una alumna del centro era zarandeada e insultada de forma bastante agresiva por un joven que parecía ser su novio. Este incidente ocurrió fuera del instituto, muy cerca de la puerta de entrada. La orientadora, que también había sido informada por esta compañera, le propuso al director que se reuniesen con la alumna para recabar más información antes de tomar decisión alguna, tal y como aconsejaba el protocolo. Cuando tuvieron delante a la alumna, una chica de no más de quince años, tímida y bastante asustada por verse en el despacho del director, fue la orientadora la que comenzó a preguntar, de forma educada, usando un tono de voz suave, cercano, casi familiar. El director, mientras tanto, analizaba las respuestas de la alumna, su expresión, su miedo a contestar ciertas cuestiones.
Cuando la alumna se marchó del despacho, la orientadora y el director tenían claro que existía un problema que había que abordar, aunque el primer escollo que se encontraron fue que “el novio”, que tenía veinte años, no era alumno del instituto. Resultaba a priori difícil obtener otra versión que no fuera la de la profesora, a la cual la adolescente negaba veracidad.
Entonces el director volvió a llamar a la alumna y, con más coacción que convicción, consiguió sacarle el nombre del centro donde estudiaba el joven, así como su número de teléfono móvil. Quince minutos después de hablar con él, éste ya estaba sentado frente a la orientadora, al director y a la alumna con la que mantenía relación. Que la chica estuviese presente fue la única condición que el joven había puesto para acudir al instituto.
Después de la conversación, el director decidió poner en conocimiento de la madre de la menor todo lo acontecido durante la mañana, permitiendo que la alumna y su “amigo” estuviesen presentes cuando la madre fuera informada. Eso fue lo que ocurrió cuando la mujer vino a recoger a su hija a las tres de la tarde. Luego, el director cogió su coche y se marchó a casa.
Hasta aquí, el frío relato de unos hechos, pero ¿qué omitió ese hombre a su colega mientras le narraba este episodio? Parece obvio que se guardó para sí todas las emociones, sensaciones e impresiones que vivió hasta que la alumna se marchó en el coche de su madre, y su “novio”, en la moto que había aparcado precisamente junto a su automóvil. A saber, el sollozo contenido de la chica mientras negaba que sufriese maltrato alguno, su miedo a que el director pusiera en conocimiento de la policía lo que la profesora había visto, supuestamente, claro; su ansiedad mientras hablaba por teléfono con el otro protagonista en liza; cómo lo miraba en el despacho. Unos ojos que transmitían una sutil sumisión a la vez que el candor de una adolescente enamorada; la seguridad de las respuestas del joven, su sonrisa rápida, sus ganas de agradar, que contrastaban con un gesto tenso y un discurso nada espontáneo. Su dominio de la situación.
¿Qué más no dijo aquel director? Pues que había sentido cierto miedo de lo que podría ocurrirle al exponerse demasiado sin conocer a todos los actores de la historia. Al fin y al cabo, ¿cómo saber la reacción que aquel chico tendría cuando le dijera que podría haber maltratado a su alumna? Su decepción ante la respuesta materna, que se limitó a restar importancia al asunto, no dejando resquicio a cualquier duda, agradeciendo la intervención del centro al mismo tiempo que implícitamente dejaba claro que cualquier decisión posterior sobre aquel asunto no incumbía a nadie más que a ella. En fin, mascullando, mientras se despedía, que aquello no era más que una rabieta de dos chiquillos.
Por último, el director no necesitó contarle a su colega que en todo momento sintió que actuaba como debía hacerlo, que había llegado hasta donde se le había permitido. Tampoco le dijo que aquella tarde estuvo pensando en su sobrina María, en el día que nació, en los momentos que intentaba que durmiera la siesta. Recordó cuando la llevaba a la plaza del pueblo a montar en el asiento trasero de la bicicleta de algún niño, el día que se enteró de que le gustaba un compañero del instituto, el día de su graduación en la universidad. En realidad, no comentó que esos pensamientos habían comenzado desde el mismo momento en que tuvo a aquella alumna sentada en una silla junto a él a primera hora de la mañana.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Anoche



Anoche, frente al espejo del cuarto de baño, mientras preparaba la pasta dentífrica para limpiarme los dientes, me dediqué a poner caras. Cara de de alguien interesante, arqueando la ceja derecha, pues no logro hacerlo con la izquierda; cara grave, como el que tiene que comunicar una noticia trágica; cara de ausencia, de alguien que emocionalmente está lejos de allí en ese momento. Intenté fingir la sonrisa que esbozaría un individuo que se cree superior al que tiene enfrente, pero pretende no ofender a su interlocutor de forma manifiesta. Por último, intenté poner la cara de alguien que vive un gran momento de felicidad.
Sin embargo, en casi ninguna de esas caras me vi creíble. O soy muy mal actor o demasiado exigente. Al final me incliné por una tercera opción más plausible y sencilla: no era el momento adecuado. Estaba cansado de una jornada de trabajo larga y calurosa y tenía sueño. No estaba alerta, como suelo estar durante el día.
¡Ay, cuando estoy en guardia! En una mañana en el instituto, puedo pasar de fingir que soy el monstruo que se zampa niños durante el desayuno, al compañero al que cierta incapacidad intelectual le impide distinguir un halago bienintencionado de un hiriente sarcasmo; me muevo entre la cara de póker ante unos padres que me quieren hacer ver las horas de esfuerzo que su hijo dedica al estudio a pesar de tener siete suspensos y la del burócrata aburrido que da instrucciones, siempre con corrección, a los administrativos o los conserjes. De mostrar un rostro algo desencajado cuando aprecio verdadero dolor en alguna madre que no sabe de qué recursos valerse para detener el rumbo que su hijo ha iniciado en un viaje “a ninguna parte”, a la sonrisa franca que te provoca el que un mico que no mide más de un metro cincuenta te llame señor director, aunque sepas que es para evitar una sanción.
¿Cuántas de esas expresiones reflejan un sentimiento no fingido? ¿Cuántas de ellas son herramientas de trabajo, máscaras gastadas de un actor de función diaria?
Hoy, al llegar a casa a las tres y media, mientras me lavaba las manos antes de almorzar, me he mirado al espejo de forma instintiva, tal vez recordando lo que había hecho la noche anterior. Entonces, he visto a alguien que pronto dejará de utilizar la cuarta decena para decir su edad, que lleva enseñando lo suficiente como para que sean los hijos de sus antiguos alumnos los que ahora ocupen el lugar que ellos dejaron. He visto los restos de mil caretas impregnados en cada surco de cada arruga. Pero son restos tan pequeños que apenas se aprecian. El grueso de esas máscaras se ha ido desmoronando, liberando unas facciones desgastadas pero cada vez más limpias. Y es que cada día necesito menos estar en guardia. Cada día me permito un poco más ser lo que pienso que soy.
Por eso, he cambiado el perfil de este blog. Mi nombre es Manuel y mi apellido, la combinación de los que me dieron mis padres. Así es como quiero que me conozcan. Por mi nombre y por las historias que les cuento. Ah, y si creen que alguien más podría querer conocer esas historias, no duden en presentarme. Para mí será un placer.

viernes, 4 de mayo de 2012

Una noche sin pijama


Justo unos días después de cumplir trece años, mi amigo Paco y yo decidimos que una noche nos escaparíamos de casa de madrugada e iríamos a robarle las cerezas a Don Antonio, uno de los maestros del pueblo. Don Antonio era entonces un hombre mayor al que los niños del colegio le teníamos bastante respeto, pues no se andaba con rodeos a la hora de castigar cualquier falta de respeto o de atención en sus clases. De hecho, algunos compañeros y yo tuvimos un primer aviso de lo que nos esperaba cuando, tres años antes, estando en quinto curso de EGB, nos lanzó a la cabeza, desde la pizarra, la palmeta de madera que solía llevar al aula. Ya fuera por su falta de puntería o por la rapidez de reflejos que mostró mi compañero, el caso es que aquel incidente terminó con el cristal de la ventana hecho añicos y el calzoncillo de alguno de nosotros tan húmedo como la camiseta de un ciclista tras subir un puerto de montaña.
No siempre tenía Don Antonio ese mal temperamento. En mis recuerdos, siempre selectivos y a veces imprecisos, lo veo como un hombre bonachón, alto y fuerte, un buen maestro que repetía y repetía una explicación hasta que se aseguraba de que la habíamos comprendido. En el último curso, le tocó enseñarnos lo que ahora se llama Conocimiento del Medio. En realidad, eran conceptos de Biología, Física y Química. Estábamos en aquellos días estudiando la tabla de los elementos químicos, cuando a alguien de la clase (juro que no recuerdo si fui yo) se le ocurrió traer unas bombas de peste y hacerlas estallar en el suelo del aula justo unos segundos antes de que él entrara. Menudo cabreo se cogió aquel hombre. Su rostro desprendía tanto calor como las ascuas de unos troncos de olivo que terminasen de arder y su frente, amplia debido al poco cabello que le quedaba, se tornó más roja que el carmín de los labios que exhibía doña Purita. Entonces cogió al alumno que él creyó responsable de aquella trastada y lo levantó del suelo más de un palmo. Mientras lo sujetaba con un solo brazo, con la mano izquierda le dio dos guantazos que dejaron al pobre chaval sumido en un mar de lágrimas y desconsuelo. Por eso, había que humillar a aquel gigante y dejarle el guindo más pelado que su cráneo.
Llegó la noche en la que debíamos llevar a cabo nuestra venganza. No acompaño dicho vocablo del consabido “dulce”, pues quedaría bastante obvio si les digo que no pensábamos deshacernos de las cerezas y arrojarlas en cualquier sitio. Todo lo contrario. Más bien, pensábamos darnos un atracón de esos deliciosos frutos rojos, pues no en vano, en aquella época, una de las aficiones favoritas de los chiquillos de nuestra edad era robar fruta cuando llegaba el verano. Incluso en una ocasión, pasamos una tarde en el cuartel de la Guardia Civil tras pillarnos mi vecino Lucas con varios de sus melones y sandías recién arrancados de las matas flotando en su alberca para que estuviesen fresquitos a la hora de hincarles el diente. También recuerdo a nuestros padres llegando al cuartel uno tras otro, y después de saludar como era debido en aquel lugar, sin mediar palabra alguna, darnos el correspondiente bofetón antes de preguntar lo que había ocurrido. Debo añadir que esa no fue la última vez que nos zampamos un melón de la vega de Lucas, ni la última sandía.
Pues bien, al dar las dos en el reloj del ayuntamiento, me levanté sin hacer ruido y, como me había acostado vestido, al momento estaba abriendo la puerta del balcón del dormitorio. Comprobé que no había nadie en la calle en ese instante y me deslicé con sigilo hasta la ventana exterior del cuarto de estar. De ahí, salté a la acera. Me resultó extraño no encontrarme con algún alguacil durante mi camino a la casa de Paquito, que era como todos lo llamábamos. Fue al llegar a su calle, cuando me topé con la primera dificultad. Los vecinos que vivían enfrente solían echar unos colchones en la calle cuando el calor apretaba en verano. Y allí estaba toda la familia, en aquella pequeña y empinada calle de la parte alta del pueblo, durmiendo literalmente bajo las estrellas, acompañados por los ronquidos que el matrimonio emitía de manera nada acompasada sin que ello supusiera un inconveniente para el profundo sueño del resto del grupo. Sorteé como pude ese puzle de colchones y llegué hasta la casa de mi amigo. Su dormitorio tenía una ventana a la altura de la puerta principal, por lo que no me costó trabajo llegar con mi mano hasta la misma. De acuerdo a la contraseña que habíamos planeado, di tres golpes en el marco para llamar su atención. Esperé su respuesta durante algunos segundosy, ante la ausencia de la misma, volví a golpear otras tres veces con un poco más de contundencia. Quien respondió fue su abuela, con la que Paquito compartía alcoba para que la anciana se sintiera acompañada y segura durante la noche. Cuando le dije que era yo, tardó unos segundos no sólo en recriminar mi conducta, sino que me envió a casa de nuevo bajo amenaza de darme un buen bastonazo y poner en conocimiento de mis padres aquella travesura. Cuando me batía en retirada, alcancé a oír la voz de Paquito emitiendo algo parecido a una disculpa mientrassu abuela le advertía que el bastón podía ir antes a su cabeza que a la mía. Aun así, mi experiencia nocturna pudo acabar peor cuando, al pasar junto al jergón del matrimonio roncador, tropecé y casi me caigo encima de la mujer. Menos mal que apenas llegué a rozarla. No quiero ni imaginar lo que habría ocurrido de haberse despertado el marido en aquel instante.
Llegué a mi casa, escalé de nuevo hasta el balcón de mi dormitorio y me acosté sin desvestirme. Antes de que me venciera el sueño, pensé en la inutilidad de aquel esfuerzo, en lo ridículo de mi escapada, en el triste final de lo que había imaginado como una gran aventura. Sin embargo, cuando hoy escucho hablar a mis alumnos sobre cómo pasan su tiempo, a esos que tienen ahora la edad que yo tenía cuando esto ocurrió, no puedo evitar añorar aquellas andanzas, aquellos pequeños episodios que llenaron mi infancia y parte de mi pubertad.
Esa aventura no transcurrió como Paco y yo imaginamos, pero fue nuestra imaginación la que la hizo posible…aunque nunca tuviese un final tan dulce como el gusto que deja una cereza roja que se deshace en la boca de un adolescente.

jueves, 26 de abril de 2012

Wert, Montoro y asociados


A Angélica le dije que no había perdido su tiempo en absoluto. ¿Qué le iba a decir? Pues que las horas que ha pasado estudiando temas (que fueron unos cuando comenzó su preparación y, luego, otros cuando el señor Wert no los consideró adecuados), machacando cuestiones de carácter práctico, perfeccionando su programación de aula y mejorando las unidades didácticas de dicha programación, no han sido en vano. Que esta segunda vez, que no ha sido en realidad más que una farsa, es sólo eso, y que a la tercera va la vencida. Que la ilusión y el esfuerzo tienen al final su recompensa. ¿Qué le iba a decir?
Y lo mismo le repetí a Mª Ángeles, que con angustia me expresaba su miedo e incertidumbre ante ese negro futuro que se le avecina. Y después, me empleé en animar el alicaído estado de ánimo de mi amiga Carmen, interina por méritos propios (y magnífica profesora), repitiendo la misma cantinela y tratando de encontrar alguna expresión afortunada que le diese un poco de esperanza.
Pero esa jornada particular continuó. ¿Qué decirle a tu hermana cuando se entera de sopetón de que su hija mayor se queda sin oposiciones y a la pequeña le suben las tasas de matriculación 500 euros? ¿Cómo confortarla si sabes de sus horas de sacrificio y las de su marido para darle a su hijas la oportunidad que ellos no tuvieron? ¿De qué más se tendrán que privar para que llegue el momento en que las vean valerse por sí mismas? ¿Cuándo llegará ese momento?
Al final del día hablé con mi madre, como hago a diario. La pobre mujer, con su demencia senil, confunde a Pedro Piqueras con Rajoy, de tal forma que piensa que algunas de las medidas que el nuevo gobierno está tomando son decisión del primero, pues, en su lógica, es él quien las decide pues es él quien las anuncia. Y aunque me afano noche tras noche en aclararle la diferencia entre ambos, la mujer le ha tomado tanta tirria al pobre Piqueras que no sé cómo no se pasa el noticiario rascándose la oreja.
Cuando me fui a la cama, me dolía la cabeza. Antes de dormir, lo cual me costó bastante, pensé que de alguna manera todos estos ataques a jóvenes y mayores (no olvido al resto) deberían tener una clara respuesta, y ya me estaba regodeando en alguna cuando me acordé del ministro de Interior y me dije: Cuidado. Cuidado con lo que dices o escribes, que a lo mejor con la nueva ley que este señor planea, te pasas dos años en la cárcel por incitación a la violencia.
Por eso, si alguno de ustedes está muy indignado, pero que muy indignado, no piense en echarse a la calle a gritar como un poseso o algo peor. Vaya y contrate un bufete de abogados del estilo del que nombro en el título de esta entrada. Lo mismo hasta consigue un puesto de trabajo en algún despacho… en la sección de “embargos y desahucios”, por ejemplo.

martes, 17 de abril de 2012

El amor está en las aulas


Mi estado de ánimo me impulsa a escribir sobre algunas de las experiencias un tanto dolorosas y frustrantes que he vivido en las últimas semanas. Quisiera contar con su complicidad para poder lamentarme, para que entendieran por qué en estos días vuelvo una y otra vez sobre mis últimos veinte años y me veo como el autor de una novela que, una vez en las librerías, intentara hacer desaparecer todos los ejemplares a la venta para reescribir aquellas páginas que podrían ser manifiestamente mejorables, o como el director de cine que no supo o no pudo decidir sobre el montaje final de su película.
Sin embargo, el enorme cartel que cuelga de la fachada del hipermercado que hay frente a mi casa me indica que ya es primavera en el Corte Inglés. Y me siento ante el ordenador pensando que ustedes, en estos convulsos y oscuros tiempos en que vivimos, no merecen más dosis de angustia y pesimismo. Así que echo mano de aquella canción de Nat King Cole titulada L.O.V.E. y me pongo algo tierno, y es entonces cuando viene a mi memoria una breve pero intensa relación amorosa que dos compañeros de trabajo mantuvieron hace unos años en mi centro sin que prácticamente nadie se percatara de la misma. Porque el amor, especialmente en esta estación del año, está en todas partes, incluso en las aburridas salas de profesores que hay en cada escuela o instituto.
Fue una historia que los protagonistas llevaron con absoluta discreción, entre otras cosas porque él estaba casado y ella acababa de comenzar una relación con alguien al que había conocido poco tiempo atrás. ¿Cómo supe yo de este enamoramiento, si muchos días no puedo ni tomarme una manzanilla en la cafetería? Es sencillo. En todas las empresas, públicas o privadas, hay un Sauron, un ojo que todo lo ve. Y ese ojo, en mi centro, tiene una lengua que, imitando la hiperactividad del globo ocular, todo lo casca. Una vez que supe, a través de Sauron, lo que acontecía entre mis compañeros, le advertí de forma tajante que esa lengua tan vivaracha y locuaz debía permanecer muda, so pena de que se la cortase de un tajo con la navaja barbera que heredé de mi padre.
Pero, en el fondo, debo confesarlo, también a mí me daban ganas de coger al primero que se me cruzaba en el pasillo y ponerlo al corriente de lo que estaba pasando. Me moría de las ganas de contarlo. Somos puro morbo, qué le vamos a hacer.
Ella era una profesora cumplidora que, durante los dos o tres cursos que estuvo en el centro, mantuvo una relación afable con todo el mundo. Él faltaba al trabajo alguna vez que otra, justificando dichas ausencias por enfermedad, bien de algún miembro de su familia, bien de él mismo. Sauron, siempre atento, empezó a notar que dichas ausencias coincidían a menudo con la finalización de la jornada escolar de ella. Incluso comprobó cómo ambos salieron del centro, por separado claro está, una mañana de miércoles en la que ella tenía dos huecos en su horario. Ese día, él dijo encontrarse mal, con ganas de vomitar. Será un virus, comentó, antes de comunicar al jefe de Estudios que se marchaba a casa. A Sauron le faltó tiempo para ir a buscarme y, esbozando la sonrisa que pondría un niño pequeño que ha pillado a su hermana adolescente besando a su noviete y que cree desde ese momento que en adelante será ella quien realice sus tareas de casa, suspirar levemente y decir: Qué rico pegarse un camazo a estas horas, en mitad de la semana. Qué suerte tiene este tío.
Luego salieron a relucir los diferentes puntos de vista desde los que ambos veíamos la situación. A mí me parecía que no estaban haciendo lo correcto. Los dos tenían un compromiso con otras personas. En el caso de él, su compromiso era aún más firme. ¿Qué ocurriría si de repente todo se supiese y llegara a oídos de su mujer? A mi compañera la disculpaba más porque, al fin y al cabo, estaba soltera. ¿Que estaba saliendo con otro? Bueno, de eso sabíamos poco y, por lo que ella había comentado a algún compañero, el cual tampoco tardó mucho tiempo en repetirlo a otros colegas más, lo suyo no era sino un tonteo (ya saben, en este aspecto, muchos adultos no hemos superado la tierna adolescencia, de modo que si en una reunión nos tomamos alguna que otra copa, acabamos jugando a eso de “verdad o atrevimiento”, con tal de que el cotilleo que se produce a continuación no le parezca a nadie un acto de mal gusto). Sin embargo, Sauron celebraba la osadía de los amantes y mostraba sin pudor su envidia por no tener la oportunidad de hacer lo mismo. ¿Tú crees que la mujer de éste es tonta?, me preguntaba de forma retórica. Ojos que no ven…ya sabes. De todas formas, ¿qué más da? Si los vieras por la calle, joder, si parecen el matrimonio de Cuéntame. A estos les tendría que caer un rayo en medio para que se separaran, o terminar de pagar la hipoteca, que es lo que de verdad desata ataduras en esta vida que nos ha tocado vivir. Lo cierto es que si alguien nos hubiese visto discutir sobre el tema en cuestión, hubiese pensado que también nosotros formábamos parte del elenco de la serie antes mencionada, en calidad de vecinos metijones al calor de un carajillo en la barra de un bar.
Después de aquel día, decidí que no volvería a mencionar el asunto con el “Señor Oscuro”, ni con nadie, por supuesto. Me sentía mal cada vez que lo hacíamos. ¿Y si no era verdad?, me preguntaba. Y aunque lo fuese, ¿qué me importaba a mí lo que dos personas, de forma libre, hiciesen con sus vidas? Tengo que admitir que al prestarles más atención de la debida, especialmente cuando ambos se hallaban en el mismo espacio, me parecía observar alguna mirada furtiva entre ellos, o el esbozo de una leve sonrisa que no iba dirigida precisamente hacia el que les estaba dando conversación en ese momento. Y entonces yo pensaba que probablemente alguno de los dos estaba recordando algún hermoso detalle de sus momentos juntos. Miraba a mí alrededor y tenía la impresión de que, con la pasión de su aventura furtiva, contagiaban el ambiente, y la gente parecía más feliz. Por los pasillos no veía otra cosa que alumnos y alumnas cogidos de la mano mostrándose ternura a través de gestos y palabras (y a algún alumno/alumno, alumna/alumna también, porque en este centro, en el que agradezco poder trabajar, eso ocurre de vez en cuando). Incluso la manzanilla que tan amablemente me sirve muchos días esa estupenda mujer que hay tras la barra de la cafetería del bar sabía a canela fresca.
Cuando a las tres salía del instituto y cogía el coche para ir a casa, en el momento de pasar por esos grandes almacenes con su enorme letrero, no podía evitar pensar que ya no sólo nos vendían ropa o alimentos, a la vez que un sin fin de abalorios inútiles, sino que dirigían nuestras emociones de una forma cada vez menos subliminal y más agresiva. Como me volvían a entrar remordimientos, aunque esa vez fuese por una causa diferente, le daba al play y escuchaba a Nat, lo cual siempre es emoción con denominación de origen y calidad superior.   

lunes, 26 de marzo de 2012

La Pava-Express


Cuando era pequeño, mi abuela Francisca (sí, esa de la que ya les he hablado en otras ocasiones) me llevaba los veranos a Madrid. Allí vivía su hermana pequeña, mi tía Lola. Como muchas otras familias andaluzas, mi tía y su familia emigraron a la capital de España en busca de una vida mejor, en realidad, en busca de una vida. Para mi abuela, su hermana era como una hija. Mi bisabuela había parido diez veces. Cuando Francisca, la mayor, era una joven de apenas veinte años, su madre enfermó y se pasó casi todo el tiempo en la cama hasta que murió. Mi abuela, con la ayuda de su padre, sacó la familia adelante con esfuerzo, ternura y sacrificio. Adoraba a sus hermanos, pero no podía evitar sentir debilidad por su hermana Lola y, aún más, por la hija de ésta, a la que también había ayudado a criar, junto a mi hermana y a mí, antes de que abandonasen el pueblo definitivamente. Pues bien, durante algunos años, al llegar agosto, mi abuela y yo nos montábamos en un autobús que nos llevaba a Jaén y allí cogíamos “la Pava”, la línea regular que unía esa ciudad con Madrid. El viaje se hacía sofocante y agotador, como pueden imaginar. A mediados de los años setenta, atravesar Despeñaperros por aquellas carreteras atestadas de camiones y seiscientos era algo interminable. Pero, cuando llegábamos a Villaverde Bajo y mi tía y mi abuela se fundían en un largo abrazo jalonado de besos y veía a mi prima y ante mí se abrían tantas perspectivas, tantas cosas por hacer (ver cine en la Gran Vía, merendar en el Cerro de los Ángeles, ir al Prado…), los vómitos y el sudor del camino se quedaban en la pañoleta que, tímidamente, escondía ante los demás, como una mera anécdota que recordar el verano siguiente, justo antes de subir a “la Pava” de nuevo.
Una tarde nos encontrábamos mi prima y yo paseando por Sol al anochecer. Cómo habíamos almorzado temprano, me preguntó si tenía hambre, a lo cual contesté afirmativamente. Entonces, me propuso entrar en un sitio que habían abierto recientemente para comernos un perrito caliente. Percibí tanta ilusión en su propuesta (ya verás, te va a encantar,ahí los ponen buenísimos) que me dejé llevar hasta aquel lugar “tan moderno”. Lo cierto es que iba angustiado. Pero, ¿qué íbamos a hacer? ¿De verdad nos íbamos a comer a un pobre perro? Había poca distancia desde donde nos encontrábamos hasta el bar o lo que fuera aquello, pero esas decenas de metros se me hicieron eternas. Dios mío, pensé, que no me toque la parte del rabo (tanto en el sentido literal como en el figurado). Un sudor frío comenzó a recorrerme el cuerpo y mi rostro tuvo que cambiar de color hasta quedarse más blanco que el algodón, pues mi prima me preguntó si me sentía bien. Sí, sí, acerté a contestar, con un hilillo de voz que apenas me salía del cuerpo. ¿Seguro?, apostilló. Que sí, prima, le dije zanjando la cuestión. Pero yo por dentro me quería morir. Cuando llegamos a la barra y pidió dos perritos y dos refrescos, la angustia y el asco empezaban a producirme amagos de arcadas. Yo me preguntaba a qué grado de salvajismo se había llegado en aquella ciudad que se comían a los perros como si fueran conejos o pollos. Debe de ser una moda, me decía. Pero por muy modernos que quisieran ser, comerse una parte de un perro me parecía un hecho atroz. ¿Y si le decía que tenía ardor de estómago o que me había empezado a doler la tripa? La excusa era del todo creíble, pues no había más que echar un vistazo a mi cara que, bajo el neón, lucía mortecina en aquellos espejos que decoraban el interior. También pensé sugerirle que solicitara alguna parte del perro que fuese lo menos desagradable y, a ser posible, lo más pequeña posible. Llegué a pensar en una costillita, como las de choto que comíamos en el pueblo, pero como no estaba seguro de que se pudiera elegir, ya que ella no lo había mencionado al dirigirse al camarero, me pareció que sería muy poco cortés, además de desagradecido por mi parte. Así nos había educado la abuela. Había que celebrar lo que se nos ofreciera. De repente, allí estaban los perritos. Dos salchichas embutidas en dos trozos de pan. Me acercó uno y me aconsejó que le echase un poco de tomate frito y mostaza. Te va a saber más rico, sugirió mi prima. ¿Este es el perrito?, inquirí, no fiándome del todo de que aquello no fuera más que un aperitivo antes de que viniera el canino. Pues claro, hombre, ¿qué va a ser si no? Y entonces observó la expresión de alivio que se adueñaba de todo mi cuerpo. Vamos, que volví a ser persona. Ella se echó a reír, intentando adivinar lo que se me podía haber pasado por la mente mientras llegaban los dichosos perritos. Ay, pobrecito mío. Qué mal rato has debido de pasar. Pero ¿por qué no has preguntado lo que íbamos a tomar si no sabías lo que era? No sé, prima. Es que aquí es todo tan diferente al pueblo que no quería parecer un cateto provinciano, acerté a decir, más relajado. Qué bobo eres, si en Madrid hay de todo menos madrileños. Y te aseguro que muchos de ellos aún no saben lo que es un perrito caliente. Anda, come, que no te va a morder. Y siguió riendo un buen rato.
Esta pequeña historia, completamente cierta, se la conté a un alumno mío durante uno de los recreos que pasó sancionado en mi despacho el curso pasado. Había insultado a otro compañero de forma grave. Podía haber optado por otro tipo de sanción, pero el tiempo me ha demostrado que, a veces, hay alumnos que responden bien a este tipo de sanciones, en las que hablamos e intentamos analizar las razones por las que se producen comportamientos indebidos que causan malestar y, en alguna ocasión, sufrimiento a otras personas. Aquel chico era un buen chaval que no calculó bien el alcance de lo que él había creído que era una simple broma.
Recuerdo que, sin pretenderlo yo deliberadamente, me habló de una cruzada que estaba llevando a cabo. Estaba intentado reconciliar a sus padres, los cuales se habían separado hacía un par de años. Él creía saber las causas de dicha separación y, al parecerle dichas causas ajenas a la convivencia familiar, incluso a la relación de ambos cónyuges, había urdido un plan que con el tiempo debía dar resultado. Entre las estrategias que había puesto en marcha estaba la de pasar más tiempo con su padre, que en aquel momento vivía fuera del domicilio familiar. El hombre poseía un pequeño restaurante y mi alumno se iba allí los fines de semana a echar una mano. Se notaba que adoraba a su padre. También le gustaba lo que hacía con él en ese pequeño negocio. ¿Y tu madre no se molesta porque no pases con ella algo más de tu tiempo libre?, quise saber. Bueno, estoy con ella a diario. Además, lo que ella desea es verme feliz. Cuanto más feliz me vea con mi padre, más probable es que ella también quiera compartir esa felicidad, ¿no crees?, me preguntó con ansiedad. Como no sabía muy bien qué contestar y en la conversación habían salido a relucir ciertos alimentos que se servían en el restaurante del padre, no se me ocurrió otra cosa que echar mano de ese breve periplo con los perritos calientes. Ya ven lo que uno termina haciendo al cabo del día para intentar borrar la tristeza de los ojos de un chiquillo y hacerle esbozar una sonrisa. A lo mejor, algún talibán de la enseñanza piensa que aquellos recreos tenían bien poco de sanción y mucho de paternalismo. Bueno, quizás los nuevos aires que soplan desde ese Madrid al que sigo añorando nos traigan a los profesores y a los responsables de los centros escolares una nueva forma de abordar la disciplina en las aulas. A lo mejor, el nuevo ministro tiene a bien promover más formación/instrucción  para mejorar la labor de los directores e incluye en la misma algún curso del tipo “las mil y una formas de castigar a un alumno, disfrutando en cada intento”.  
Yo, al sado, por ahora no me apunto.
Esta es mi entrada número cincuenta. Nunca pensé que llegaría a escribir tantos pequeños relatos. Ojalá los hayan disfrutado de algún modo. Esa ha sido siempre mi intención. Como cantaba aquella vedette:
Agradecido
Y emocionado
Gracias por ….
A mi marido

viernes, 16 de marzo de 2012

...y el triste arbolillo, sin hojas quedó


Enseñar no es un acto exclusivo de los profesores. Se enseña a un amigo a ser leal, a un amante a querer, a un hijo a obedecer, a un padre a confiar. Sin embargo, ¿quién no se ha sentido alguna vez como ese viejo maestro de La lengua de las Mariposas cuando es apedreado por su discípulo más querido?
¿Quién no ha experimentado la decepción que se produce al no lograr inculcar en los seres que nos rodean aquello que consideramos importante para su bienestar y seguridad?
¿Qué abuelos al desear para sus nietos un futuro sin los sobresaltos que ellos vivieron no pueden evitar albergar oscuras premoniciones que sacuden sus cansados cuerpos?
¿Cuántos docentes no se ven frustrados al despedir a demasiados alumnos que abandonan sus centros sin una formación que les haría valorar y apreciar todo el legado que nos dejaron tantos seres increíbles que habitaron este mundo y los que hoy continúan su labor? Aún peor, sin una formación básica para sobrevivir en una jungla cada vez más despiadada y feroz.
¿Qué hacer cuando la energía empleada en la transmisión de valores se estrella contra el timbre de las tres de la tarde y se diluye entre el agolpamiento del alumnado en la puerta de salida?
¿Qué queda de esa cándida batalla que inicia el joven profesor contra la basura que contamina una adolescencia que muchas veces no habla sino a través de un lenguaje hecho jirones?
¿Por qué un maduro profesor se empeña con obcecación en llegar a algunas mentes llenas de trivialidades y prejuicios, y trata de escarbar buscando luz en pozos cada vez más oscuros?
¿Por qué ese profesor no ceja en tan obstinado empeño y, de una forma razonada, no es capaz de ver que son enormes molinos de viento los que están detrás de esa creciente oscuridad?
¿Por qué no es capaz de entrever que nunca sus palabras cruzarán puertas blindadas por adultos que alimentan a sus cachorros con sus propios miedos y algún que otro aparato electrónico que los aísla aún más de lo que les puede salvar?
¿Qué siente ese profesor cuando quien tira la primera piedra a su cabeza no es un alumno al que aprecia sino su padre?
¿Arrojará el alumno la segunda?

Lo siento. Hoy no ha sido un buen día.

lunes, 12 de marzo de 2012

Rojo


Conocí a Segis (Segismundo) en unas jornadas sobre normativa curricular hace unos años. Mi primera conversación con él tuvo lugar en uno de esos agradecidos descansos que los organizadores tienen a bien programar para que los asistentes tomen un café o simplemente caminen durante un rato y estiren las piernas que están tanto o más agarrotadas que sus neuronas cerebrales cuando llevan escuchando a una persona más de dos horas; ponentes que, a veces, están tan encantados de escucharse a sí mismos que no son capaces de observar el hastío que producen sus palabras cuando la idea principal la han exprimido hasta dejarla más seca que una uva pasa.
Pues bien, ya fuera por una imperiosa necesidad de tomar cafeína para no quedarse dormidos en el aula o por ausencia de civismo, la actitud beligerante de toda aquella gente en la cafetería esa mañana hacía que Segis y yo fuésemos incapaces de encontrar un hueco en la barra, y en uno de los intentos desesperados por hacernos oír ante un camarero desbordado, su voz y la mía sonaron al unísono pareciendo más dos niños de San Ildefonso el día 22 de diciembre que dos directores de instituto. Este hecho nos produjo un ataque de risa incesante y escandalosa que nos obligó a irnos de aquel lugar ante la mirada despectiva de los compañeros de dichas jornadas que, desde aquel momento, comenzaron a mirarnos como a frikis que usurpaban dos puestos que podían haber ocupado otros directores que habrían tenido, con seguridad, un comportamiento más acorde con las circunstancias.
Después de un par de descansos más y alguna pella, ya habíamos hablado de cine, cocina, música y literatura, y estábamos entrando en terrenos personales que propiciaban otro nivel de conocimiento y el principio de una relación más allá del colegueo profesional. Precisamente comentando algunas obras de cine en cuya apreciación coincidíamos, recalé en su preferencia por películas que contenían el tema de la venganza como eje fundamental de sus argumentos. Iba a preguntarle el porqué de esa inclinación cuando llegó la hora de acudir a la última sesión del curso. Nos sentamos y le susurré al oído que ya se terminaba aquel suplicio. Sin embargo, pareció ignorar mis palabras y concentró su mirada en el ponente que estaba a punto de iniciar su disertación. Lo miraba con tanta intensidad que diría que en aquel momento sólo había dos personas en el aula. Por otro lado, su mirada, a ratos dolorosa y a otros raramente complaciente, era la de alguien que acaba de ver a quien se lleva buscando toda una vida. Así se pasó la hora y media que aquel hombre estuvo hablando. Al finalizar, y apartándome casi de un codazo, se colocó en medio del pasillo de pupitres de tal manera que el ponente no pudiera evitar toparse con él. Cuando justo lo tenía delante de él, una compañera se interpuso entre los dos y dirigiéndose a Segis le dijo: No sabes las veces que me ha preguntado Leo por ti este mes. Leo era ese hombre del que Segis no apartaba su vista. Entonces, antes de que éste pudiese reaccionar, Leo le cogió la mano efusivamente y se la estrechó con fuerza. Después le echó el brazo por el hombro y lo sacó del aula mientras no dejaba de hablarle, casi susurrarle al oído, como podría hacerlo un amigo que se reencuentra con otro tras un largo período de tiempo. Por mi parte, sólo alcancé a observar el desconcierto y la impotencia que reflejaban el rostro de Segis mientras era arrastrado hacia la puerta.
Como era el final de la última jornada, pensé que no tendría tiempo de despedirme de él antes de marcharme y sentí algo de tristeza, pues lo cierto es que me parecía alguien interesante y, en cierto modo, había hecho de esos tediosos días algo agradable.
Me puse a recoger mi material mientras la compañera de antes, muy locuaz ella, intentaba saber mi opinión sobre la formación recibida. Contestar con evasivas no hizo sino aumentar su curiosidad, visto lo cual, le dije que todo había estado perfecto, repitiéndolo una vez más de manera contundente para que no albergara dudas y me dejara en paz. Ya estaba saliendo cuando de repente me di cuenta de que Segis había olvidado la funda de sus gafas sobre el pupitre. La cogí y fui a buscarlo para devolvérselas. Miré en la entrada, pregunté al conserje, que ya estaba apagando luces del edificio; le rogué que me permitiera mirar en las clases contiguas, lo cual hizo a regañadientes, pero no lo encontré. Debía haberse ido ya. Salí al patio donde tenía aparcado mi coche y cuando iba a abrir la puerta, sentí como si un perro me agarrara el tobillo por detrás mientras ladraba. Era Segis. Joder, tío, con la bromita. ¿Quieres que me un infarto?, le espeté. A ti no, pero no me importaría que le ocurriese al cabrón con el que me has visto hablar, contestó de manera enigmática. Pues sí que le tienes aprecio, añadí yo. Luego, como quien cuenta a otro la trama resumida de una película, Segis me narró una pequeña historia y comprendí, justo al final de la misma, su afición por los thrillers de venganza.
Leo era unos años más joven que Segis. Se habían criado en el mismo pueblo. Aunque no había mucha diferencia de edad entre ambos, apenas se habían tratado de niños. Sabía de él porque era compañero de su hermano pequeño en el colegio. El hermano de Segis era un chico algo especial. De carácter algo indolente y susceptible y maneras bastante femeninas, los demás niños del colegio solían hacerle el vacío. Nunca se molestaron en conocerlo bien. Nunca supieron de la bondad de su corazón, de cómo se volcaba con alguien cuando se le hacía un poco de caso, de su soledad extrema. La familia de Segis sufría todo esto en silencio. No se hablaba de ello en casa. Pero llegó la excursión de fin de estudios, cuando los alumnos terminaban octavo de EGB, y el hermano de Segis decidió que él, a pesar de su forzada exclusión, quería ir. Su madre intentó convencerlo para que no fuera, intuyendo la serie de despropósitos que vendrían más adelante, pero su padre vio la excursión como una oportunidad para que el chico se creciera ante las adversidades, se hiciese más fuerte y no dependiera afectivamente tanto de su mujer. Le dio el importe que costaba el viaje al maestro encargado del mismo y pensó que era el dinero mejor gastado en los últimos años.
Cuando quedaba una semana para que tuviese lugar la excursión, a los padres de Segis los llamaron al colegio. La directora les explicó que le habían pegado a su hijo en el patio durante el recreo. Les explicó que sabían quiénes habían sido y también las razones de la agresión. Era sencillo, dijo la directora. Ningún chico quería compartir habitación con su hijo, y, claro está, aunque un par de chicas se habían ofrecido a hacerlo, ni el colegio ni los padres de éstas, añadió, permitirían jamás que eso ocurriese. Su hijo, entonces, había insultado a los compañeros por negarse a acogerlo y unos cuantos, dirigidos por Leo, le habían zurrado. Aunque la agresión no tenía justificación alguna y los responsables iban a ser sancionados, todo esto se podría haber evitado, continuó la directora, si los padres de Segis hubiesen calculado los riesgos de alentar a su hijo a realizar una actividad de ese tipo conociendo sus circunstancias. Cuando los padres salieron del despacho de la directora, se miraron y no pronunciaron palabra alguna. Sin embargo, la madre se preguntaba una y otra vez por qué la directora había calificado aquello de sencillo. ¿Sencillo?, Dios mío, si tan sólo fuese un poco sencillo. El hermano de Segis siguió sufriendo el acoso, la incomprensión y el aislamiento por parte de casi todos los chicos del pueblo hasta que acabó por marcharse de aquel lugar.
Ahora Segis se acababa de encontrar con Leo muchos años después en una ciudad lejos de aquel pueblo. Y Leo le había pedido que le echase una mano con su hijo mayor, un chaval con problemas de disciplina y de aprendizaje. Era el mes de las preinscripciones. Al hijo de Leo no le correspondía el instituto de Segis, ni por zona, ni por colegio de referencia, pero había oído hablar tanto de la buena labor que Segis y su equipo hacían con chavales como su hijo que por fuerza tenía que admitirlo. Eres mi salvación, le había dicho, y somos del mismo pueblo. Si los paisanos no se ayudan…
Ahí cortó Segis la historia. Yo alcancé a comentarle que ese tal Leo podría haber encontrado un argumento menos cazurro y lamenté lo que había tenido que pasar su hermano. Él siguió sin decir palabra. De forma un tanto autómata cogió la funda de sus gafas y esbozó una sonrisa amarga. Luego le pregunté si había aprovechado la ocasión para ponerlo en su sitio. Su expresión se hizo más amarga aún. Hizo un leve, pero costoso intento por responderme y, sin embargo, se dio media vuelta y desapareció.
Lo volví a ver en otro encuentro de directores al comienzo del curso siguiente. Dicho encuentro, auspiciado por los servicios de Inspección, tuvo lugar en su centro. Cuando lo estaba saludando en el recibidor, un chaval al que uno no le quitaría la vista de encima si se lo encontrase en una calle de noche, se le acercó para decirle que lo llamaba la profesora de Educación Especial. Ya voy, Leo, le dijo, ya voy.

domingo, 19 de febrero de 2012

En blanco y negro, o sea, gris


Yo fui un niño del BUP, pero antes lo fui de la EGB y, aún antes, lo fui de las “Andresitas”. No se equivoquen, no se trata de un colegio privado perteneciente a alguna congregación de monjas. Las Andresitas eran dos hermanas maestras (si alguna vez tuvieron el título oficial, no podría asegurarlo) que ya eran mayores cuando comencé a asistir a su casa para recibir instrucción. Entonces, y hablo de finales de los años sesenta, los niños asistían a la escuela pública a partir de los seis años. Sin embargo, mis padres, al igual que otros en el pueblo, pensaban que a la escuela había que ir sabiendo ya leer y escribir. Por tanto, mi padre mandó hacer una pequeña silla acorde con mi tamaño a un carpintero amigo suyo (yo no tendría más de cuatro años) y todos los días cogía esa silla, mi cuaderno y mi estuche, y me desplazaba solito a través de varias calles, que no eran sino cuestas empinadas, hasta llegar a la casa de aquellas mujeres. Era un edificio grande y antiguo, en plena decadencia, situado en una de las partes más antiguas del pueblo, frente a una plaza poblada entonces por árboles centenarios, llamada, de forma un tanto contradictoria, Plaza Nueva.
A mí me inspiraba terror aquella casa, y en cierto modo, aquellas mujeres, aunque no fuesen personas crueles en realidad. No lo sé. La verdad es que guardo vagas impresiones sobre ellas al ser yo tan niño. Pero el primer recuerdo de mi vida que se me viene a la memoria fue la paliza que me dieron mis padres un día, a cuenta de una ausencia a su clase. Era una tarde de invierno, por lo visto, y subiendo una de esas calles, me encontré con un amigo y me propuso que nos fuésemos a jugar a su casa. Así lo hicimos. Cuando regresé a la mía, ya de noche, mis padres estaban en la puerta con la cara demudada. Hasta ahí no tengo imagen alguna, sino lo que mis padres me contaron con el paso del tiempo. La primera fotografía real que almacena mi mente es la de mi padre quitándose el cinturón y mi madre la zapatilla. Dieron buena cuenta de su angustia y su rabia en mi trasero. No volví a faltar a casa de la Andresitas nunca más. Entre otras cosas, porque me pasé unos cuantos días castigado en el cuarto de las ratas, y ese cuarto daba mucho miedo. Si había ratas o no, nunca lo supe, pero me parecía oírlas roer, ante lo cual, me pasaba todo el rato cambiando mi silla de posición o subiéndome a ella.
Evidentemente, cuando llegué al colegio de mi pueblo, sabía leer y escribir, como otros tantos niños. Pero también estaban aquellos que nunca antes habían estado delante de una cuartilla de ortografía o de un manual de escritura. Qué desazón me produce escuchar a aquellos que se quejan de que no se puede atender la diversidad (para ellos un concepto inventado en la LOGSE) porque es imposible trabajar apropiadamente con la variedad de alumnos que hay hoy en las aulas. Esa variedad ya era algo muy real antes incluso de que naciera la LGE (Ley General de Educación, 1970). Y si no, pregunten a aquellos maestros que hacían un esfuerzo titánico para sacar adelante a tantos alumnos que provenían de medios rurales, con padres analfabetos y que compartían pupitre con otros que les llevaban una ventaja enorme. Por supuesto que es difícil trabajar ante tan notoria diversidad de ritmos, capacidades y conocimientos previos, pero es lo que nos toca hacer. Y aquellos maestros eran capaces, no sólo de hacer aprender a los que nada o poco sabían, sino de estimular y hacer avanzar a los que ya les aventajaban unos kilómetros.
Mis padres, que no provenían de familias acomodadas precisamente, hicieron un esfuerzo enorme por que mis hermanos y yo tuviésemos esa oportunidad extra. Sin embargo, no fueron capaces de culminar esa generosa y acertada idea del papel tan importante que juega la educación en la vida de las personas en el caso de mi hermana. Así era aquel tiempo. Cuando ella acabó el último curso de EGB (algo parecido a la Educación Primaria actual, para los jóvenes lectores), mis padres le negaron la posibilidad de seguir estudiando, ya que ello entrañaba pagarle un internado, o al menos, añadir la cantidad que la beca del Monte Pío, si se la concedían, no cubría para dicho menester. En mi pueblo no había instituto, y ya me habían enviado a mí el año anterior a uno, perteneciente a una Orden que, por cierto, prefiero evitar mencionar (de hecho me enviaron, sin saberlo, al infierno, aunque esa es una historia de mi vida que nadie conoce realmente y así espero que siga sucediendo).
Estaban muy apretados económicamente y trabajando a destajo en empleos extenuantes y mal pagados, como el de mi madre, o alternando varios, como ocurría a mi padre, para sacar adelante una hogar con tres hijos y dos personas mayores, mis abuelos, que vivían con nosotros. Pensaron que, al ser una chica, no era tan importante que se formara, una vez que tenía el título de enseñanza básica.
Esto no es un ajuste de cuentas con mis progenitores. Es contarles una triste realidad. Mi hermana era tan buena estudiante como yo. Trabajaba de forma más metódica y era muy constante. Hubiese tenido, conociéndola como la conozco, un éxito indudable en el bachillerato y en la universidad. Su vida podría haber sido diferente, no necesariamente mejor, pero nunca lo sabremos porque no tuvo opción de elegir. Tiene dos hijas. Una de ellas terminó su licenciatura hace tres años. La otra está en su segundo año de universidad. A ellas sí se les ha dado la oportunidad.
La semana pasada (una de esas semanas en las que te juras que cuando llegue junio lo mandas todo al carajo) tuve varias experiencias con padres y madres en el instituto. Alguna, dolorosa, y otras, francamente desagradables. Eran padres con formación universitaria, pero qué difícil fue apreciar este hecho en alguno de ellos. Mi hermana no la tiene, pero, de manera individual, y en el poco tiempo que le queda después de trabajar y atender a su familia, se ha ido formando, especialmente a través de la lectura. Es una lectora voraz. Ella y mi cuñado han inculcado en sus hijas de forma natural, con sensatez y dejándose ayudar en este aspecto cuando lo han necesitado, la importancia de una formación académica amplia. Mi hermana y mi cuñado no tendrán un título universitario, pero han sabido inculcar en sus hijas valores que ya quisieran inculcar otros padres a los que les sobran “estudios”.
Yo sólo puedo añadir que me alegra ver cómo mis clases están llenas de chicos, y, especialmente, de chicas. Y no me vale eso de… “las buenas van al cielo y las malas a todas partes”. No, las malas, si son lo bastante inteligentes, van a la universidad, donde están la mayor parte de las buenas.
(A mi sobrina Alicia, mi más fiel lectora)

sábado, 11 de febrero de 2012

Raptime


Estoy aquí, marcando la pauta
Escuchando tus gritos
Tu voz de internauta
Abriéndome camino
Intentando influir… en tu destino
No me comprendes
No quieres oír
Tu vida comienza a las tres, no por la mañana
Te importan tus colegas, tu paga de fin de semana
Tus viejos son dinosaurios
Tus profesores un coñazo
Miras por la ventana y el tiempo va despacio
Yo sigo explicando
Pegado a la pizarra
Tú con el libro abierto, ausente y aguantando
Crees que esto es una batalla
En una prisión de aulas
Y yo te digo que el futuro
Será tu propia muralla
Mírame
Quiero que despiertes
Que abandones tu desgana, tu apatía y tu indiferencia
Quiero que salga de ti lo mejor que tienes
No quiebres mi paciencia
Yo puedo ser el pasado
Un resto de un naufragio
Pero tú en tu desafío
Te vas a quedar colgado
Venga, tío, ayúdame a enseñarte
A ver lo que te estás perdiendo
Tal vez así
Cuando en la calle pases por mi lado
No desvíes tu mirada
Y me acabes saludando

(Quizás este improvisado texto sea útil a algunos profesores para que sus alumnos les presten más atención. Eso sí, hay que entonarlo adecuadamente acompañado de una “base”, o sea, fondo musical apropiado para un rap)

jueves, 2 de febrero de 2012

Mañana será otro día


Este es un viaje a la vocación perdida, a la vocación que huyó desalentada ante el pavor de verse aplastada por una mole llamada administración, un laberinto de hormigón horizontal lleno de pequeños habitáculos poblados por gente muy lejana a ella. Vocación que se evaporó por la incomprensión de aquellos que cerraban todas las puertas que ella les iba abriendo, por la indiferencia de una sociedad que no la valoraba, por el desafecto de esos otros a quienes cortejaba y dirigía su energía y cariño.
Es un viaje al cansancio, a la rutina, al esfuerzo del levantarse casi de noche mientras tu cuerpo y un pellizco en la boca del estómago te piden que te quedes en la cama. Es llegar a una habitación anodina y ver rostros que no te dicen nada, que apenas notan tu presencia delante de una pizarra desgastada sin haber tenido siquiera tiempo para ello. Es el hartazgo de observar cada día esos mismos rostros a mediodía sin que su expresión haya cambiado ni sus miradas muestren curiosidad alguna por lo que ven y escuchan.
Es un recorrido hacia la ausencia del impulso necesario que te ayude a continuar en la senda emprendida tiempo atrás. Un trayecto del que se fueron apeando quienes eran muchas veces un ejemplo digno de seguir, parte de un paisaje lleno de ilusión y del que no eran ajenos aquellos a quienes esa vocación se dirigía. Es una marcha que tu también quieres abandonar.
Y de repente ves que hay otro tren que parte en dirección contraria. Un tren al que han engrasado la maquinaria y dado una mano de pintura. Un viejo cacharro al que le cuesta trabajo echar a andar, que a duras penas sale de la estación, pero que, orgulloso, se hace oír  a través del típico sonido que producen las ráfagas del vapor de escape, llamando la atención de los que aún permanecen en el andén y de los pasajeros de otros trenes.
Y ves que en los diferentes vagones van pasajeros de muy diversa índole y condición social. Jóvenes y no tan jóvenes. Los que nunca perdieron la vocación de enseñar y los que ansían dedicarse a hacerlo. Van padres y madres que velan porque nunca decrezca el espíritu de sus hijos por formar parte de esa maravillosa aventura que es conocer y comprender. Y van niños y adolescentes que, con suerte, ayudarán a hacer de este mundo un lugar mejor. Con suerte, sí, y con esfuerzo y constancia.
Entonces, como en las pelis del Oeste, te tiras a la cuneta con el tren en marcha. Te sacudes el polvo y te dices: mañana será otro día, mientras intentas subirte a una vieja locomotora que nunca ha dejado de viajar.
(Para aquellos que, en estos tiempos, andan entre el desaliento y el desánimo. Nada dura eternamente)  

lunes, 23 de enero de 2012

De piedras y momias

¿Por qué se conserva así de bien ese cuerpo mientras el que está enfrente es sólo un saco de huesos?, preguntó un alumno. ¿Te has molestado en leer lo que dicen las etiquetas explicativas sobre ellos?, contestó un servidor. Es que están en inglés, prosiguió el alumno, a lo cual, de forma un tanto despectiva, lo confieso, contesté: ¿Y tú eres el que ha pasado en Gran Bretaña cuatro veranos?
Estábamos en la sección egipcia del Museo Británico mientras tuvo lugar esta breve conversación. Llevábamos tres días intensos (y fríos) en Londres con 58 adolescentes de diecisiete años. Era su viaje de fin de estudios.
Antes de ir al Británico, habían estado en la National Gallery, en el museo de Historia Natural y en la Tate Modern. Habían visitado Covent Garden y la Abadía de Westminster, el Palacio de Buckingham y el mercadillo de Camden. Habíamos caminado hasta la Torre de Londres y su vistoso puente, nos habíamos fotografiado en Picadilly y en las escaleras de Saint Paul, y entremedias, habíamos pasado una mañana en Cambridge donde se suponía que debían apreciar esa maravilla que es la capilla del King’s College. Todo eso y más en cuatro días. Y casi todo el tiempo caminando, pues no hay mejor manera de tomar el nervio a una ciudad que patear por sus calles. No cuenta el día de salida ni el de llegada, ya que esos días los diversos desplazamientos ocupan todo el tiempo.
Al ser filólogo de la lengua inglesa, además de un manifiesto enamorado de la cultura anglosajona, y al tener menos clases que mis compañeros, suelo acompañar a los alumnos en este tipo de viajes, junto con la vicedirectora, mujer de espíritu alegre y animoso, aunque el cuerpo ya no le responda de la misma manera.
Este año apenas conocía a los chavales que venían al viaje. Nunca les había dado clase. Sinceramente, la perspectiva de un Londres húmedo y helado, de las palizas diarias visitando lo que tantas veces se ha visitado y enseñado, y de unos alumnos que, en principio, me producían cierto recelo debido al comportamiento de algunos durante el curso anterior, no hacían nada apetecible la excursión. Pero, como cada año, al bajar del autobús en la puerta del hotel, Carmen y yo nos pusimos las pilas y le echamos todas las ganas e ilusión posibles. Y también, como tantas veces al llegar de vuelta al aparcamiento del instituto, respiramos aliviados cuando los padres recogieron a sus retoños que, desaliñados y con más ojeras que Felipe González cuando dejó la presidencia del gobierno, les reclamaban un buen cocido para el día siguiente. Nuestra función había terminado.
Pero, ¿saben algo?  Creo que estos viajes acabarán por no realizarse. O al menos, serán diferentes. Los profesores que han participado en este tipo de actividades saben que son muchas las horas de trabajo que hay que dedicarles antes y durante el viaje, especialmente si duran varios días y la distancia es larga.
Cuando llegué hace dos días a mi casa a las diez de la noche, tras deshacer las maletas, colocar todo en su sitio y poner una lavadora (soy incapaz de irme a la cama si todo no está en orden), me senté un rato en el sofá al calor del brasero y, como en una clase donde el profesor te va poniendo diapositivas (parece que ha pasado una eternidad desde que se utilizaban en las clases), varias instantáneas acudieron a mi retina: el agobio del primer día al ver que, una vez pasado el control de aduana, un alumno había perdido su pasaporte y su tarjeta de embarque; la mirada distraída de los alumnos que escuchaban música mientras me desgañitaba en explicarles de qué tipo de material estaban hechos los leones de la plaza de Trafalgar; la noche que me tuve que levantar a las dos de la mañana porque el escándalo en las habitaciones era monumental, y mientras, con toda la templanza de la que fui capaz, le echaba la bronca a parte de los responsables, podía ver sus risitas impertinentes y algún ademán de chulería. Instantáneas de mi pie derecho empapado (podía haber estrujado el calcetín y haber llenado medio vaso de esa “dark English water”) tras caminar durante un buen rato bajo la lluvia hasta llegar al puente del Millennium. Y la que más frustración me causó: el breve y distante agradecimiento de no más de tres o cuatro familiares antes de llevarse a casa a sus hijos después de tan agotadora actividad.
¿Tanto cuestan unas sencillas palabras, un gesto, un solo vocablo?
 “That’s life”, cantaba Frank Sinatra, y así es, pero ¿es así como debería ser? Entonces me acordé de esos cuerpos yacentes en aquellas urnas de cristal y la impudicia con la que todos nos acercábamos a contemplarlos. Uno yacía en posición fetal y se había conservado mejor debido al lugar de su enterramiento y la labor de la sequedad de la arena del desierto. El otro, al ser confinado en un cajón, enterrado artificialmente, se había deteriorado por completo. Luego recuerdo el comentario del alumno mencionado al principio de esta entrada. Y vuelvo a repetir que quizás fui despectivo al contestarle, pero es que ya había indicado (en castellano) antes de entrar en el museo que adquiriesen un mapa y leyesen los comentarios sobre las piezas del museo que más les interesaran, no ya por curiosidad sino también como una forma provechosa de poner sus conocimientos de inglés a prueba.
Después seguimos con las momias, los sarcófagos. Recuerdo a unos cuantos alumnos escuchándome mientras les explicaba que la muerte para los egipcios no era sino un tránsito hacia otra vida. Y esos alumnos me estaban atendiendo con interés. Era la primera vez que visitaban Londres. En realidad, algunos estaban allí gracias al enorme esfuerzo económico que habían hecho sus padres. Esos eran los que, sin duda, más estaban disfrutando de la experiencia, aprovechando cada instante, descansando lo suficiente por la noche para aprovechar el día.
Sí, hay vida después de la muerte, pensé. Esos fósiles de vida fácil y salario mensual seguro, que es como se empeña parte de la sociedad en vernos, no somos aún momias. Y si lo somos, estamos en una transición hacia otra vida. Todo es cuestión de pelea y lucha, como requiere cada proceso transformador. Y habrá que trabajar duro y hacer ver al resto de los ciudadanos que nuestra labor es necesaria, que no somos unos meros transmisores de conocimientos que repiten como loros lo mismo día tras día. Hay que gritar que intentamos hacer de los niños y los jóvenes unos adultos responsables, honestos, abiertos de mente; personas comprometidas con su entorno y con aquellos que los necesitan.
Luego me fui a la cama, agotado, pero habiendo terminado de ver “mis diapositivas”, que habían cambiado de color. Ahora eran hermosas postales de un grupo que reía mientras perseguía a las ardillas en Regent Park, que se lo pasaba en grande en la cúpula de San Pablo, susurrándose unos a otros a través de los muros y pudiéndose escuchar a más de treinta metros de distancia, y que se quedaban asombrados frente a la tumba de Isaac Newton (de algo tenía que servir El código Da Vinci) en la Abadía de Westminster.
Y pensé que no había estado nada mal ese viaje, pero me juré, una vez más, que no repetiría.
No sé, ¿a quién quiero engañar?