Un
colega charlaba con la directora de un instituto cercano al suyo en la
puerta de un restaurante mientras ésta le daba unas caladas a un
cigarrillo. Se habían encontrado por casualidad. Él realizaba su
caminata diaria cuando ella lo vio y le salió al paso.
Después
de un breve saludo, de unas cuantas preguntas de cortesía y de los
típicos comentarios sobre la situación por la que atravesaban los
centros en ese momento, acabaron por hacer lo que realmente más les
gusta a los directores de centros escolares: lamentarse de su propia
situación y de la incomprensión que sufren tanto en su ámbito de trabajo
como fuera de él. Fueron, pues, unos minutos de merecida catarsis. Sin
embargo, para ilustrar esos latigazos de frustración, él hizo alusión a
dos casos en los que había intervenido recientemente, recalcando el
hecho de que en ambos había ido más lejos de lo que sus atribuciones le
exigían, algo que le había producido pesar y una cierta sensación de
inseguridad, por no señalar que ese “ir más allá” se repetía más a
menudo de lo que él quisiera, aunque algunas veces fuese resultado de
una decisión propia.
El
primer caso llegó a sus oídos a través de una profesora que un día vio
como una alumna del centro era zarandeada e insultada de forma bastante
agresiva por un joven que parecía ser su novio. Este incidente ocurrió
fuera del instituto, muy cerca de la puerta de entrada. La orientadora,
que también había sido informada por esta compañera, le propuso al
director que se reuniesen con la alumna para recabar más información
antes de tomar decisión alguna, tal y como aconsejaba el protocolo.
Cuando tuvieron delante a la alumna, una chica de no más de quince años,
tímida y bastante asustada por verse en el despacho del director, fue
la orientadora la que comenzó a preguntar, de forma educada, usando un
tono de voz suave, cercano, casi familiar. El director, mientras tanto,
analizaba las respuestas de la alumna, su expresión, su miedo a
contestar ciertas cuestiones.
Cuando
la alumna se marchó del despacho, la orientadora y el director tenían
claro que existía un problema que había que abordar, aunque el primer
escollo que se encontraron fue que “el novio”, que tenía veinte años, no
era alumno del instituto. Resultaba a priori difícil obtener otra
versión que no fuera la de la profesora, a la cual la adolescente negaba
veracidad.
Entonces
el director volvió a llamar a la alumna y, con más coacción que
convicción, consiguió sacarle el nombre del centro donde estudiaba el
joven, así como su número de teléfono móvil. Quince minutos después de
hablar con él, éste ya estaba sentado frente a la orientadora, al
director y a la alumna con la que mantenía relación. Que la chica
estuviese presente fue la única condición que el joven había puesto para
acudir al instituto.
Después
de la conversación, el director decidió poner en conocimiento de la
madre de la menor todo lo acontecido durante la mañana, permitiendo que
la alumna y su “amigo” estuviesen presentes cuando la madre fuera
informada. Eso fue lo que ocurrió cuando la mujer vino a recoger a su
hija a las tres de la tarde. Luego, el director cogió su coche y se
marchó a casa.
Hasta
aquí, el frío relato de unos hechos, pero ¿qué omitió ese hombre a su
colega mientras le narraba este episodio? Parece obvio que se guardó
para sí todas las emociones, sensaciones e impresiones que vivió hasta
que la alumna se marchó en el coche de su madre, y su “novio”, en la
moto que había aparcado precisamente junto a su automóvil. A saber, el
sollozo contenido de la chica mientras negaba que sufriese maltrato
alguno, su miedo a que el director pusiera en conocimiento de la policía
lo que la profesora había visto, supuestamente, claro; su ansiedad
mientras hablaba por teléfono con el otro protagonista en liza; cómo lo
miraba en el despacho. Unos ojos que transmitían una sutil sumisión a la
vez que el candor de una adolescente enamorada; la seguridad de las
respuestas del joven, su sonrisa rápida, sus ganas de agradar, que
contrastaban con un gesto tenso y un discurso nada espontáneo. Su
dominio de la situación.
¿Qué
más no dijo aquel director? Pues que había sentido cierto miedo de lo
que podría ocurrirle al exponerse demasiado sin conocer a todos los
actores de la historia. Al fin y al cabo, ¿cómo saber la reacción que
aquel chico tendría cuando le dijera que podría haber maltratado a su
alumna? Su decepción ante la respuesta materna, que
se limitó a restar importancia al asunto, no dejando resquicio a
cualquier duda, agradeciendo la intervención del centro al mismo tiempo
que implícitamente dejaba claro que cualquier decisión posterior sobre
aquel asunto no incumbía a nadie más que a ella. En fin, mascullando,
mientras se despedía, que aquello no era más que una rabieta de dos
chiquillos.
Por
último, el director no necesitó contarle a su colega que en todo
momento sintió que actuaba como debía hacerlo, que había llegado hasta
donde se le había permitido. Tampoco le dijo que aquella tarde estuvo
pensando en su sobrina María, en el día que nació, en los momentos que
intentaba que durmiera la siesta. Recordó cuando la llevaba a la plaza
del pueblo a montar en el asiento trasero de la bicicleta de algún niño,
el día que se enteró de que le gustaba un compañero del instituto, el
día de su graduación en la universidad. En realidad, no comentó que esos
pensamientos habían comenzado desde el mismo momento en que tuvo a
aquella alumna sentada en una silla junto a él a primera hora de la
mañana.