martes, 29 de mayo de 2012

Como la harina que espesa el bizcocho


Un colega charlaba con la directora de un instituto cercano al suyo en la puerta de un restaurante mientras ésta le daba unas caladas a un cigarrillo. Se habían encontrado por casualidad. Él realizaba su caminata diaria cuando ella lo vio y le salió al paso.
Después de un breve saludo, de unas cuantas preguntas de cortesía y de los típicos comentarios sobre la situación por la que atravesaban los centros en ese momento, acabaron por hacer lo que realmente más les gusta a los directores de centros escolares: lamentarse de su propia situación y de la incomprensión que sufren tanto en su ámbito de trabajo como fuera de él. Fueron, pues, unos minutos de merecida catarsis. Sin embargo, para ilustrar esos latigazos de frustración, él hizo alusión a dos casos en los que había intervenido recientemente, recalcando el hecho de que en ambos había ido más lejos de lo que sus atribuciones le exigían, algo que le había producido pesar y una cierta sensación de inseguridad, por no señalar que ese “ir más allá” se repetía más a menudo de lo que él quisiera, aunque algunas veces fuese resultado de una decisión propia.
El primer caso llegó a sus oídos a través de una profesora que un día vio como una alumna del centro era zarandeada e insultada de forma bastante agresiva por un joven que parecía ser su novio. Este incidente ocurrió fuera del instituto, muy cerca de la puerta de entrada. La orientadora, que también había sido informada por esta compañera, le propuso al director que se reuniesen con la alumna para recabar más información antes de tomar decisión alguna, tal y como aconsejaba el protocolo. Cuando tuvieron delante a la alumna, una chica de no más de quince años, tímida y bastante asustada por verse en el despacho del director, fue la orientadora la que comenzó a preguntar, de forma educada, usando un tono de voz suave, cercano, casi familiar. El director, mientras tanto, analizaba las respuestas de la alumna, su expresión, su miedo a contestar ciertas cuestiones.
Cuando la alumna se marchó del despacho, la orientadora y el director tenían claro que existía un problema que había que abordar, aunque el primer escollo que se encontraron fue que “el novio”, que tenía veinte años, no era alumno del instituto. Resultaba a priori difícil obtener otra versión que no fuera la de la profesora, a la cual la adolescente negaba veracidad.
Entonces el director volvió a llamar a la alumna y, con más coacción que convicción, consiguió sacarle el nombre del centro donde estudiaba el joven, así como su número de teléfono móvil. Quince minutos después de hablar con él, éste ya estaba sentado frente a la orientadora, al director y a la alumna con la que mantenía relación. Que la chica estuviese presente fue la única condición que el joven había puesto para acudir al instituto.
Después de la conversación, el director decidió poner en conocimiento de la madre de la menor todo lo acontecido durante la mañana, permitiendo que la alumna y su “amigo” estuviesen presentes cuando la madre fuera informada. Eso fue lo que ocurrió cuando la mujer vino a recoger a su hija a las tres de la tarde. Luego, el director cogió su coche y se marchó a casa.
Hasta aquí, el frío relato de unos hechos, pero ¿qué omitió ese hombre a su colega mientras le narraba este episodio? Parece obvio que se guardó para sí todas las emociones, sensaciones e impresiones que vivió hasta que la alumna se marchó en el coche de su madre, y su “novio”, en la moto que había aparcado precisamente junto a su automóvil. A saber, el sollozo contenido de la chica mientras negaba que sufriese maltrato alguno, su miedo a que el director pusiera en conocimiento de la policía lo que la profesora había visto, supuestamente, claro; su ansiedad mientras hablaba por teléfono con el otro protagonista en liza; cómo lo miraba en el despacho. Unos ojos que transmitían una sutil sumisión a la vez que el candor de una adolescente enamorada; la seguridad de las respuestas del joven, su sonrisa rápida, sus ganas de agradar, que contrastaban con un gesto tenso y un discurso nada espontáneo. Su dominio de la situación.
¿Qué más no dijo aquel director? Pues que había sentido cierto miedo de lo que podría ocurrirle al exponerse demasiado sin conocer a todos los actores de la historia. Al fin y al cabo, ¿cómo saber la reacción que aquel chico tendría cuando le dijera que podría haber maltratado a su alumna? Su decepción ante la respuesta materna, que se limitó a restar importancia al asunto, no dejando resquicio a cualquier duda, agradeciendo la intervención del centro al mismo tiempo que implícitamente dejaba claro que cualquier decisión posterior sobre aquel asunto no incumbía a nadie más que a ella. En fin, mascullando, mientras se despedía, que aquello no era más que una rabieta de dos chiquillos.
Por último, el director no necesitó contarle a su colega que en todo momento sintió que actuaba como debía hacerlo, que había llegado hasta donde se le había permitido. Tampoco le dijo que aquella tarde estuvo pensando en su sobrina María, en el día que nació, en los momentos que intentaba que durmiera la siesta. Recordó cuando la llevaba a la plaza del pueblo a montar en el asiento trasero de la bicicleta de algún niño, el día que se enteró de que le gustaba un compañero del instituto, el día de su graduación en la universidad. En realidad, no comentó que esos pensamientos habían comenzado desde el mismo momento en que tuvo a aquella alumna sentada en una silla junto a él a primera hora de la mañana.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Anoche



Anoche, frente al espejo del cuarto de baño, mientras preparaba la pasta dentífrica para limpiarme los dientes, me dediqué a poner caras. Cara de de alguien interesante, arqueando la ceja derecha, pues no logro hacerlo con la izquierda; cara grave, como el que tiene que comunicar una noticia trágica; cara de ausencia, de alguien que emocionalmente está lejos de allí en ese momento. Intenté fingir la sonrisa que esbozaría un individuo que se cree superior al que tiene enfrente, pero pretende no ofender a su interlocutor de forma manifiesta. Por último, intenté poner la cara de alguien que vive un gran momento de felicidad.
Sin embargo, en casi ninguna de esas caras me vi creíble. O soy muy mal actor o demasiado exigente. Al final me incliné por una tercera opción más plausible y sencilla: no era el momento adecuado. Estaba cansado de una jornada de trabajo larga y calurosa y tenía sueño. No estaba alerta, como suelo estar durante el día.
¡Ay, cuando estoy en guardia! En una mañana en el instituto, puedo pasar de fingir que soy el monstruo que se zampa niños durante el desayuno, al compañero al que cierta incapacidad intelectual le impide distinguir un halago bienintencionado de un hiriente sarcasmo; me muevo entre la cara de póker ante unos padres que me quieren hacer ver las horas de esfuerzo que su hijo dedica al estudio a pesar de tener siete suspensos y la del burócrata aburrido que da instrucciones, siempre con corrección, a los administrativos o los conserjes. De mostrar un rostro algo desencajado cuando aprecio verdadero dolor en alguna madre que no sabe de qué recursos valerse para detener el rumbo que su hijo ha iniciado en un viaje “a ninguna parte”, a la sonrisa franca que te provoca el que un mico que no mide más de un metro cincuenta te llame señor director, aunque sepas que es para evitar una sanción.
¿Cuántas de esas expresiones reflejan un sentimiento no fingido? ¿Cuántas de ellas son herramientas de trabajo, máscaras gastadas de un actor de función diaria?
Hoy, al llegar a casa a las tres y media, mientras me lavaba las manos antes de almorzar, me he mirado al espejo de forma instintiva, tal vez recordando lo que había hecho la noche anterior. Entonces, he visto a alguien que pronto dejará de utilizar la cuarta decena para decir su edad, que lleva enseñando lo suficiente como para que sean los hijos de sus antiguos alumnos los que ahora ocupen el lugar que ellos dejaron. He visto los restos de mil caretas impregnados en cada surco de cada arruga. Pero son restos tan pequeños que apenas se aprecian. El grueso de esas máscaras se ha ido desmoronando, liberando unas facciones desgastadas pero cada vez más limpias. Y es que cada día necesito menos estar en guardia. Cada día me permito un poco más ser lo que pienso que soy.
Por eso, he cambiado el perfil de este blog. Mi nombre es Manuel y mi apellido, la combinación de los que me dieron mis padres. Así es como quiero que me conozcan. Por mi nombre y por las historias que les cuento. Ah, y si creen que alguien más podría querer conocer esas historias, no duden en presentarme. Para mí será un placer.

viernes, 4 de mayo de 2012

Una noche sin pijama


Justo unos días después de cumplir trece años, mi amigo Paco y yo decidimos que una noche nos escaparíamos de casa de madrugada e iríamos a robarle las cerezas a Don Antonio, uno de los maestros del pueblo. Don Antonio era entonces un hombre mayor al que los niños del colegio le teníamos bastante respeto, pues no se andaba con rodeos a la hora de castigar cualquier falta de respeto o de atención en sus clases. De hecho, algunos compañeros y yo tuvimos un primer aviso de lo que nos esperaba cuando, tres años antes, estando en quinto curso de EGB, nos lanzó a la cabeza, desde la pizarra, la palmeta de madera que solía llevar al aula. Ya fuera por su falta de puntería o por la rapidez de reflejos que mostró mi compañero, el caso es que aquel incidente terminó con el cristal de la ventana hecho añicos y el calzoncillo de alguno de nosotros tan húmedo como la camiseta de un ciclista tras subir un puerto de montaña.
No siempre tenía Don Antonio ese mal temperamento. En mis recuerdos, siempre selectivos y a veces imprecisos, lo veo como un hombre bonachón, alto y fuerte, un buen maestro que repetía y repetía una explicación hasta que se aseguraba de que la habíamos comprendido. En el último curso, le tocó enseñarnos lo que ahora se llama Conocimiento del Medio. En realidad, eran conceptos de Biología, Física y Química. Estábamos en aquellos días estudiando la tabla de los elementos químicos, cuando a alguien de la clase (juro que no recuerdo si fui yo) se le ocurrió traer unas bombas de peste y hacerlas estallar en el suelo del aula justo unos segundos antes de que él entrara. Menudo cabreo se cogió aquel hombre. Su rostro desprendía tanto calor como las ascuas de unos troncos de olivo que terminasen de arder y su frente, amplia debido al poco cabello que le quedaba, se tornó más roja que el carmín de los labios que exhibía doña Purita. Entonces cogió al alumno que él creyó responsable de aquella trastada y lo levantó del suelo más de un palmo. Mientras lo sujetaba con un solo brazo, con la mano izquierda le dio dos guantazos que dejaron al pobre chaval sumido en un mar de lágrimas y desconsuelo. Por eso, había que humillar a aquel gigante y dejarle el guindo más pelado que su cráneo.
Llegó la noche en la que debíamos llevar a cabo nuestra venganza. No acompaño dicho vocablo del consabido “dulce”, pues quedaría bastante obvio si les digo que no pensábamos deshacernos de las cerezas y arrojarlas en cualquier sitio. Todo lo contrario. Más bien, pensábamos darnos un atracón de esos deliciosos frutos rojos, pues no en vano, en aquella época, una de las aficiones favoritas de los chiquillos de nuestra edad era robar fruta cuando llegaba el verano. Incluso en una ocasión, pasamos una tarde en el cuartel de la Guardia Civil tras pillarnos mi vecino Lucas con varios de sus melones y sandías recién arrancados de las matas flotando en su alberca para que estuviesen fresquitos a la hora de hincarles el diente. También recuerdo a nuestros padres llegando al cuartel uno tras otro, y después de saludar como era debido en aquel lugar, sin mediar palabra alguna, darnos el correspondiente bofetón antes de preguntar lo que había ocurrido. Debo añadir que esa no fue la última vez que nos zampamos un melón de la vega de Lucas, ni la última sandía.
Pues bien, al dar las dos en el reloj del ayuntamiento, me levanté sin hacer ruido y, como me había acostado vestido, al momento estaba abriendo la puerta del balcón del dormitorio. Comprobé que no había nadie en la calle en ese instante y me deslicé con sigilo hasta la ventana exterior del cuarto de estar. De ahí, salté a la acera. Me resultó extraño no encontrarme con algún alguacil durante mi camino a la casa de Paquito, que era como todos lo llamábamos. Fue al llegar a su calle, cuando me topé con la primera dificultad. Los vecinos que vivían enfrente solían echar unos colchones en la calle cuando el calor apretaba en verano. Y allí estaba toda la familia, en aquella pequeña y empinada calle de la parte alta del pueblo, durmiendo literalmente bajo las estrellas, acompañados por los ronquidos que el matrimonio emitía de manera nada acompasada sin que ello supusiera un inconveniente para el profundo sueño del resto del grupo. Sorteé como pude ese puzle de colchones y llegué hasta la casa de mi amigo. Su dormitorio tenía una ventana a la altura de la puerta principal, por lo que no me costó trabajo llegar con mi mano hasta la misma. De acuerdo a la contraseña que habíamos planeado, di tres golpes en el marco para llamar su atención. Esperé su respuesta durante algunos segundosy, ante la ausencia de la misma, volví a golpear otras tres veces con un poco más de contundencia. Quien respondió fue su abuela, con la que Paquito compartía alcoba para que la anciana se sintiera acompañada y segura durante la noche. Cuando le dije que era yo, tardó unos segundos no sólo en recriminar mi conducta, sino que me envió a casa de nuevo bajo amenaza de darme un buen bastonazo y poner en conocimiento de mis padres aquella travesura. Cuando me batía en retirada, alcancé a oír la voz de Paquito emitiendo algo parecido a una disculpa mientrassu abuela le advertía que el bastón podía ir antes a su cabeza que a la mía. Aun así, mi experiencia nocturna pudo acabar peor cuando, al pasar junto al jergón del matrimonio roncador, tropecé y casi me caigo encima de la mujer. Menos mal que apenas llegué a rozarla. No quiero ni imaginar lo que habría ocurrido de haberse despertado el marido en aquel instante.
Llegué a mi casa, escalé de nuevo hasta el balcón de mi dormitorio y me acosté sin desvestirme. Antes de que me venciera el sueño, pensé en la inutilidad de aquel esfuerzo, en lo ridículo de mi escapada, en el triste final de lo que había imaginado como una gran aventura. Sin embargo, cuando hoy escucho hablar a mis alumnos sobre cómo pasan su tiempo, a esos que tienen ahora la edad que yo tenía cuando esto ocurrió, no puedo evitar añorar aquellas andanzas, aquellos pequeños episodios que llenaron mi infancia y parte de mi pubertad.
Esa aventura no transcurrió como Paco y yo imaginamos, pero fue nuestra imaginación la que la hizo posible…aunque nunca tuviese un final tan dulce como el gusto que deja una cereza roja que se deshace en la boca de un adolescente.