jueves, 26 de mayo de 2011

Algunos de los nuestros

No lo paso bien cuando llegan las evaluaciones finales. Peor lo pasa el alumnado, claro está, pero para mí y para un buen puñado de compañeros no es el momento más agradable del curso escolar, aunque estén las vacaciones de verano a la vuelta de la esquina.
Tienen especial relevancia las evaluaciones de los cursos en las que los alumnos consiguen (o no) la titulación de Secundaria, la de Bachillerato o la de los ciclos de Formación Profesional. Ahí es donde afloran las distintas formas que tenemos los profesores de entender nuestra labor. Y es muy simple la división que se produce en nuestro gremio. A saber:
Grupo 1. Este grupo está compuesto por aquellos que ven la enseñanza pública, pues casi todos somos funcionarios, como el camino hacia el salario seguro de fin de mes, las estupendas vacaciones estivales, las de Navidad y Semana Santa, y unas tardes libres en las que regalarse siestas placenteras, horas de gimnasio, cafelito con los colegas o tiempo con la familia (no nos engañemos, en los tiempos que corren, muchos de los que lean esto se preguntarán qué hay de inmoral en lo descrito anteriormente). Este grupo evalúa sin plantearse muy a fondo la nota que va a dar. A veces, preguntan a los compañeros cúal es su calificación con el fin de no distanciarse mucho de la media. Si en alguna ocasión "tienen que dar aprobado general", lo hacen sin la menor reflexión. No tienen reclamaciones, pues aprueban a un buen número de alumnos, y si atisban la intención por parte de algún estudiante de reclamar, actúan de forma inmediata para evitar que eso ocurra. Saben cómo proceder.
Grupo 2. Es el más numeroso, afortunadamente. En él los hay de todas las edades. Gente que lleva enseñando treinta años u otros que apenas llevan cinco. Casi todos ellos llegaron a la docencia por vocación. En los últimos años notan la falta de consideración y reconocimiento a su labor, pero siguen en la brecha. A veces están de acuerdo con algunas medidas que toma la administración, pero muchas otras, no. Les desconcierta que la sociedad (fundamentalmente políticos y familias) no se tomen en serio la formación académica de estas generaciones, y se sienten impotentes para evitar el alto índice de abandono escolar. Se ponen en la piel de los demás con frecuencia. Esto los hace personas comprensivas y compasivas. Le dan muchas vueltas a las notas finales, por lo cual meditan cuidadosamente su decisión, pero tienen la flexibilidad suficiente para escuchar opiniones distintas, y si dichas opiniones están coherentemente expuestas y tienen fundamento, no tienen problemas en modificar una nota. La amplitud de miras de este grupo va más allá de una sesión de evaluación. Tienen muy en cuenta las posibilidades del alumno para llevar a cabo estudios posteriores. O quizás sus opciones en el precario mundo laboral en el que vivimos.
Grupo 3. Es el grupo que quisiera estar enseñando en la universidad pero, por diversas razones, se ven abocados a trabajar en un instituto de Secundaria, aguantando chavales que no quieren estar ahí y que no tienen el más mínimo interés en continuar. Tampoco tiene este grupo mucho interés en que estos alumnos continúen, pues no permiten avanzar adecuadamente a los alumnos que persiguen la excelencia, o ¿son los miembros de este grupo los que están instalados en esa excelencia que los otros miembros del  claustro de profesores nunca alcanzarán? Cuando evalúan, lo hacen aplicando mil y una notas que dan como resultado calificaciones tales como 8.89 o 4.76. Y no les digas en una sesión final que consideren su nota. Ésta es sagrada, fruto de la observación exhaustiva y la aplicación rigurosa de la programación didáctica de su departamento, incluidos los criterios de calificación. Y no, 4.76 nunca será un 5, aunque el alumno se haya esforzado, tenga sólo su asignatura suspensa y no pueda ir a Selectividad (probablemente sacaría mucha más nota en dicho examen que en el instituto). Es un grupo pequeño, como el primero, pero, cuidado, va ganando adeptos. Se han adueñado de la expresión cultura del esfuerzo, como si los demás no valorásemos lo suficiente esa cualidad. En el fondo, lo pasan mal porque el alumnado que nos llega a los centros es el que la realidad actual produce. Y ellos desconectaron de esa realidad hace tiempo.
¿Adivinan cual de los tres grupos vive la enseñanza más intensamente? La respuesta correcta tiene premio: una visita guiada por cualquier centro público. No les defraudará.

martes, 17 de mayo de 2011

Director, quiero ser artista

Esta noche mi problema no es estar sentado frente al ordenador y no saber qué escribir, como parece ocurrirle algunas veces a los escritores de verdad, a los creadores. Esta noche mi problema es que quisiera escribir sobre muchas cosas y no tengo la suficiente valentía para hacerlo. Todavía no ha llegado el momento. Algunas de las historias que quiero contar me producen dolor, otras vergüenza ajena, otras simplemente no han concluido y quiero esperar a que tengan un final (feliz, ¿tal vez?). Esta noche he llegado a casa a las nueve y media de la noche desde el instituto. Quince minutos antes le decía hasta mañana al jefe de estudios, compañero abnegado y generoso de trabajo. Y no dejo de recordar lo que hemos estado haciendo durante casi todo el día. Ya estaría en la cama si no hubiese sido algo especial. Un intenso día de trabajo con alumnos de 1º de ESO. Una estresante jornada donde todos hemos cantado, bailado, quitado y puesto mobiliario. En la que he echado broncas a la mayoría de los chavales, discutido con el cámara, el iluminador, la maquilladora. También hemos reído. En fin, hemos estado preparando una sorpresa para los alumnos que se marchan del centro dentro de unas semanas. Tras seis años, terminan sus estudios aquí. Ha sido como un parto después de tres meses de ensayos y preparativos. Sin poder evitarlo, siento una emoción desbordada, un cansancio descomunal. Mi pareja me mira de reojo mientras escribo. Intuyo que no comprende que, después de semejante día, aún esté sentado aquí escribiendo en este blog. Creo que me va a reñir como a un niño pequeño y me va a mandar a dormir de un momento a otro. Pero necesito haceros llegar mis pensamientos. Y estos llegan a través de una melodía machacona que no abandona mi mente (aquella que he escuchado diez, doce, quince veces esta tarde mientras los niños la bailaban), a través de unas respuestas ingeniosas y divertidas cuando algo fallaba y les reñía con impaciencia. Es cierto que no todos los alumnos responden igual ante la misma situación. Sin embargo, hoy algunos me han sorprendido con su capacidad para apaciguar mi mal humor con inteligencia. Me he mirado en ellos y me he visto años atrás con la misma ilusión, con la esperanza de haber contribuido de alguna forma a hacer su todavía pequeño mundo más amplio, un poco más creativo. Incluso me he atrevido a decirle a alguno que debería hacer arte dramático, a pesar de como están las cosas de la farándula hoy en día. Seguro que si los padres se enteran, maldita la gracia que les va a hacer mi consejo. Los niños también se han ido fatigados, pero, al despedirse, la sonrisa cansada de los últimos que se han quedado para ayudarnos a recoger...esa sonrisa, maldita sea, lo sigue compensado todo.
A lo mejor se nota mucho que no tengo hijos, ¿verdad?

sábado, 14 de mayo de 2011

Los sueños

Anoche tuve una pesadilla. Soñé que el día en el que cumplía 26 años sonó el portero de mi piso a las 7.30 de la mañana y una voz grave se identificó como el cartero. Venía a traerme un telegrama. Asustado y temiendo enfrentarme al conocimiento de una mala noticia, pulsé el botón para que subiese. De pronto, comencé a escuchar un ruido que iba creciendo en intensidad. Se trataba de un grupo numeroso de personas subiendo las escaleras deprisa, gritando, riendo, empujándose entre ellos. Eran mis alumnos de 1º de BUP, los del B. En realidad, no vi al primero que llegó a la puerta pues iba escondido tras un peluche gigante. La segunda, ayudada por otra, portaba una enorme tarta de chocolate. ¿Podemos pasar? Preguntaron. Claro que sí, respondí, aún aturdido y sin saber muy bien cómo reaccionar. Entonces entraron todos al salón. Menos mal que era de un tamaño considerable. No por nada, sino porque era parte de un piso grande que compartía con otros dos compañeros interinos y un inglés que nos hacía un shepherd pie exquisito el día que se levantaba de buen humor, normalmente los viernes. Mis compañeros se levantaron y acudieron al salón entre sorprendidos y malhumorados al haber sido despertados de aquella manera. Entonces mis alumnos me cantaron el cumpleaños feliz y me entregaron el peluche y una tarjeta que todos habían firmado y donde se podía leer una frase entrañable. No hace falta decir que, mientras uno de mis compañeros iba  por servilletas y un cuchillo para servir la tarta, el otro intentaba acomodar a los alumnos entre el sofá y las pocas sillas que teníamos, en el suelo, en la terraza del balcón... y el inglés se restregaba los ojos y farfullaba algo en su idioma (creo que no muy agradable), yo todavía no salía de mi asombro y, aunque ponía empeño en ello, no podía ocultar una inmensa emoción. Parecía la mañana de Reyes, aunque era junio. Pasamos un rato muy divertido. Me contaron que los que vivían más lejos habían hecho levantar a sus padres a las seis y media de la mañana para que los llevaran a mi casa y estar a tiempo para subir todos juntos y que la sorpresa fuese completa. Si algún padre había protestado o puesto alguna objeción, habían insistido en que querían ser los primeros en felicitarme ese día. Nos contamos anécdotas que habían ocurrido durante el curso, algún que otro chiste, algún que otro cotilleo sobre la vida en el instituto. Y luego se marcharon, uno a uno, sin hacer ruido y me dejaron con la tarjeta y el peluche, que por cierto no podía dejar de mirar. Entonces, cuando iba hacia el cuarto de baño para darme una ducha, la que me daba cada mañana antes de ir al trabajo, noté que alguien me tocaba en el hombro y me preguntaba qué hacía levantado tan temprano. ¿Cómo tan temprano? Pero, ¿qué dices? ¿Acaso estás aún dormido y no te has dado cuenta de la que se ha formado aquí?. ¿Aquí? ¿Qué ha pasado aquí?, quiso saber. Venga ya, hombre, le dije. Déjate de tonterías, que tengo el tiempo justo para llegar a mi primera hora en el instituto. E hice ademán de dirigirme al baño. Sin embargo, él siguió preguntando. ¿Estás bien? ¿Tú también te has despertado por el ruido de los camiones de bomberos? Ha tenido que ocurrir algo gordo. Comencé en ese momento a asustarme. Di media vuelta y fui al salón. Un sudor frío comenzó a extenderse por todo mi cuerpo. La habitación estaba impoluta. La persiana de la terraza bajada, las sillas en su sitio. Fui a la cocina y no encontré restos de la tarta, ni el cuchillo en el fregadero. Volví al salón. No vi ningún oso grandote y de tacto suave por ningún lado. Entonces miré el reloj. Eran las cinco de la mañana. Afuera había oscuridad. Aún no había amanecido. Todo había sido un sueño. Desasosegado, sintiendo una melancolía absurda por algo que nunca había llegado a ocurrir, regresé a la cama. Tardé tiempo en volver a dormirme, a pesar de los esfuerzos en conciliar de nuevo el sueño. Cuando sonó el despertador, sentí como si acabase de cerrar los ojos. Me incorporé y, con una sensación de tristeza todavía dentro de mí, fui a la cocina a beber un vaso de agua. Tenía la garganta seca. Entonces, cuando atravesé el salón, lo vi. En una esquina, mirándome fijamente, estaba mi oso grande. Mi oso de color marrón y pelo gustoso. Y sobre la mesa del teléfono estaba la tarjeta que contenía esa frase que nunca olvidaré. Miré al calendario de la pared y caí en que era sábado. Un maravilloso sábado por la mañana del mes junio. Las clases habían finalizado dos días antes.
Una pesadilla, lo dije al principio, sólo un mal sueño.
Mis queridos alumnos de 1º de BUP B. Si algun@ leéis esto, quiero que sepáis que esta página es para vosotros. De corazón.
(Decía el personaje que interpretaba Fernando Fernán Gómez en Belle Époque: los maestros, a fuerza de tratar con niños, se puerilizan. Qué razón llevaba. Aunque creo que esas palabras son de Azcona, García Sánchez y Trueba, dichas por ese maravilloso actor suenan tan de verdad.)

La Familia

Se espera una Orden inminente de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía sobre el procedimiento para suscribir compromisos educativos y de convivencia con las familias. 
 
El padre está empleado a jornada completa como encargado en una pequeña empresa que fabrica piezas metálicas para usos diversos.  Antes de ir a casa a mediodía, entra en el bar de su amigo Toni a beberse unas cañas. Cuando sube a casa, su mujer está recogiendo la cocina y los hijos en sus habitaciones respectivas. Toma el almuerzo en la mesa del comedor y después se sienta un rato en el sillón reclinable. No echa más de media hora de siesta. Vuelve al trabajo hasta las ocho de la tarde.  De nuevo, a la salida, hace una paradita en el mismo bar. Por la noche, frente al televisor, se limita a picar algo. Sin embargo, la mayoría de las noches le pide a su mujer que le caliente un vaso de leche que suele migar con un par de magdalenas.

La madre lleva un par de años en paro. Cuando alguna compañera de la empresa temporal para la que trabajó de forma regular se pone enferma, la llaman para hacer la limpieza de dos bloques de pisos del  centro de la ciudad. Mientras friega las escaleras, suele escuchar música en el ipod que sus hijos le regalaron las últimas navidades. Son canciones que hablan de pasiones, de amores, de orgullo, de rebeldía. Canciones  interpretadas por artistas que tuvieron su momento de gloria cuando ella era una adolescente. Por las tardes, se turna con su hermana para atender a su madre que padece Alzheimer. No se queja por ello. Gracias a la Ley de Dependencia, una mujer viene por las mañanas y la levanta, la asea, cocina y lava su ropa. Cuando ella llega, se sienta junto a la anciana en el pequeño comedor  y juntas ven la televisión.  Cambia una y otra vez de cadena a medida que observa que la madre empieza a desvariar más de la cuenta  o se pone algo violenta.  Cuando termina de preparar la cena para las dos, ya tiene lista la comida de su familia para el día siguiente. No se acuestan tarde. Algunas veces, cuando está a punto de marcharse y le ha hado un beso de despedida a esa mujer que tanto carácter tuvo en su día; a veces, repito, la anciana le pregunta por qué está triste. Con ese novio que tienes, hija, pedazo de hombretón.  Entonces ella le contesta que no está triste, que es esa expresión que heredó de su padre. ¿Te acuerdas de él, mamá?, le pregunta. Claro, hija mía. Ahora debe de estar en la lonja, a saber a qué hora que vendrá.

La posesión que más valora la hija mayor es su ordenador. Con este aparato pasa las horas muertas chateando con sus amigos en una conocida red social. Cuando la conversación no da para más, quedan en los soportales de la urbanización que han construido en el barrio. Allí acude su amiga Jessi, el Víctor, el coletas. Si no tienen tabaco, se rifan a quién le toca pedir un cigarro y de paso pillar un paquete de pipas. El primer sábado de mes va con Jessi al centro,  de compras.  Allí sí que disfruta.  Entonces siente que no hay diferencia entre las pijas y ella. También ella tiene dinero para cogerse unos vaqueros o una camiseta guay.

El menor juega muy bien al fútbol.  Comenzó desde muy pequeño y está federado. Entrena tres veces a la semana. No tiene buena relación con su hermana. Incluso ha ido a peor  desde que se estropeó su ordenador y su hermana no le permite utilizar el suyo. Está comenzando a salir con una compañera de clase. Se escriben mensajes en el móvil constantemente. Los de él son  concisos y directos. Ella se enrolla cantidad, según su opinión.  Se ven principalmente los fines de semana, pero casi nunca solos. Él prefiere que se muevan con otros amigos de la clase, aunque siempre se van antes que el resto para poder charlar de sus cosas y besarse mientras la acompaña a casa. Con sus padres tampoco se entiende mucho. Como no tiene buenas notas, lo castigan dejándolo sin saldo para el teléfono o encerrado en casa algún día. Qué ganas tiene de cumplir dieciocho años.

Ayer, la profesora de guardia llamó, en vano, varias veces al padre y a la madre para que viniesen  por la hermana mayor,  pues decía encontrarse con fiebre. Al final, vino a recogerla su abuelo paterno. Perdón por la espera, se disculpó el hombre. Es que el autobús tarda media hora en pasar por mi calle.


sábado, 7 de mayo de 2011

Los otros: parte final.

(Antes de entrar en faena, necesito explicar algo a los pocos que encuentran un ratito para echarle un vistazo a este blog. El hecho de que su título comience por la palabra diario podría inducir a pensar que cada entrada va a seguir un orden cronológico y, como ya habrán comprobado, no es así. Escribo a chispazos de los recuerdos que acuden a mi memoria y procuro modificar lo suficiente para que aquellos sobre los que hablo no puedan ser fácilmente reconocidos. No es por mí, sino por el profundo respeto que siento hacia ellos. Y ya está.)
Cuando vi la película de Amenábar sentí más de un escalofrío ante alguna escena. No me ocurría eso desde hacía años, y eso que soy asiduo al cine de terror (aunque esta peli es mucho más). También sentí más de un escalofrío aquella mañana cuando escuchaba a mi interlocutor hablar sobre lo que le estaba sucediendo. Fue el curso anterior, acabando el segundo trimestre. Lo había observado rondar la puerta de Dirección desde hacía algunos días, pero cuando me acercaba a preguntar si me buscaba a mí o a otro miembro del equipo directivo, se alejaba con rapidez. Un día llamó por fin a la puerta y, con voz apenas audible, solicitó hablar conmigo.
Estudiaba 1º de bachillerato y era su primer curso en nuestro instituto. Venía de un colegio concertado donde había pasado casi todos sus años de escolarización. Su pulcritud encajaba con su buen gusto a la hora de vestir, aunque la elección de prendas, tejidos y colores mostrasen un claro deseo de no destacar, de no sobresalir de la gran mayoría de sus compañeros. Tuve que insistir para que dejara de permanecer de pie y se sentara, ya que su actitud era la de aquel que espera una reprimenda y eso me hacía sentir incómodo. Como la mañana de trabajo suele ir rápida y se acumulan los asuntos que atender, tengo por costumbre ir al grano. Le pregunté si le ocurría algo y negó con la cabeza volviendo su mirada hacia la ventana. Entonces comprendí que el pragmatismo que imprimía a mi actuación cuando un alumno venía con algún problema, se iba a quedar en la cuneta. Debía dar sosiego a la entrevista, hacer que confiase poco a poco en mí y tomarnos nuestro tiempo.
Tenía unos ojos tristes, movía la pierna con nerviosismo y mostraba cierta incoherencia en sus primeras respuestas. Respuestas a preguntas rutinarias cuya finalidad era relajarlo. A los diez minutos intuí de qué iba la cosa. Entonces mi mente comenzó a trabajar rápido para llegar pronto a ese momento en el que fuera capaz de hacer explícito el motivo de su ansiedad. Me costó más de lo que esperaba pero ese momento llegó, y con él, un torrente de palabras, una determinación inesperada, el llanto entrecortado y vergonzoso. Se fue del despacho después de casi dos horas y me dejó allí, sobrecogido y emocionado, con una sensación de impotencia que no me abandonó en todo el día.
No era feliz, me dijo, no tenía ganas de seguir en el instituto, tampoco en su casa. No encontraba su lugar en ninguna parte. Qué fácil era la vida para los demás, la gente normal. ¿Normal? ¿Qué era la normalidad para él?, inquirí. Entonces me describió un mundo idílico que se había inventado durante años y que tenía mucho que ver con rutinas de familias, relaciones de amistad infantil, adolescente, con pensamientos que no se ocultan, con primeros amores que se hacen realidad. Mientras lo escuchaba, tuve que hacer un gran esfuerzo para morderme la lengua y no interrumpirle. Hubo momentos en los que no podría asegurar quién de los dos mostraba más ansiedad. Pero lo peor de todo fue la impotencia que sentí cuando se marchó de allí. Cuántas cosas pude y debí decirle, cuántas historias parecidas a la suya pude haber utilizado para darle consuelo y esperanza. Sin embargo, tuve en todo momento la sensación de que mi primera obligación era escucharle, aunque esto suene a excusa.
Días después fui yo quien lo buscó, después de planificar cuidadosamente el momento idóneo, el lugar apropiado. En realidad, no sabía cómo iba a reaccionar a mi requerimiento. Tenía miedo de un rechazo, de estropear lo poco que había hecho por él en mi primera conversación, de que pensara que estaba traspasando una puerta de la que él era el único dueño, en definitiva, tenía inseguridad y muchas dudas, pero el convencimiento de que deseaba implicarme y, a ser posible, ayudar. 
Fue generoso conmigo. Aceptó enseguida que charláramos un rato. Me permitió entrar. Y fue una de tantas conversaciones que hemos mantenido durante este último año. Tal y como decía en la entrada anterior, son a veces nuestros alumnos los que, con su corta experiencia vital, nos enseñan a ampliar horizontes, a adoptar decisiones, haciendo que estas sean cada vez vez más acertadas. En mi caso, una gran mayoría de los alumnos que han pasado por mis clases han contribuido a que mi madurez sea más completa. Así lo creo.
Cuando fui a buscarle aquel día, lo único que no tenía pensado era cómo iniciar nuestra conversación. Él estaba en el patio de recreo, solo, como casi siempre. Mirando a los demás sin que los demás notaran su mirada. Me lo llevé al despacho y le dije:
Mira que es guapo Manuel, ¿eh?, pero que mal le sienta el pelo largo, con lo bien que estaría con un buen rapado. ¿No te parece?

martes, 3 de mayo de 2011

Ni ricos ni famosos

Hay amigos de fin de semana, de vacaciones estivales, de algún que otro partido de fútbol cuando apenas se puede correr detrás del balón por los efectos del tabaco. Los hay que sólo se ven en bodas, comuniones y bautizos, los que se dicen amigos cuando no desean ser más que compañeros de trabajo, los que se llaman así después de tratarse durante unos días o unas noches de copas. Y los hay para siempre, desde siempre. Tan escasos estos últimos, tan raros de encontrar que hasta el origen de esa amistad es a veces extraño también. Ahí van tres historias  que nacieron en mi entorno de trabajo hace veinte años, casi al mismo tiempo, y que al día de hoy son los ojos en los que veo reflejada parte de mi vida, mis buenos y mis malos momentos, lo que hago bien y en lo que yerro.
P trabaja conmigo, codo con codo, todas las mañanas y bastantes tardes. Creo que conocí antes a su mujer que a él. No sé. Mi memoria es frágil cuando intento retroceder largamente en el pasado. También su mujer es amiga, pero no por su condición de consorte, que conste alto y claro, aunque esa será otra historia. P es una persona paciente, serena, comprensiva y tolerante hacia los demás, de trato afable y agradables modales. Cualquier compañero, alumno o familiar tiene fácil acceso a su despacho, a abordarlo en el pasillo o cuando está saliendo del centro al terminar su jornada laboral. Siempre dispuesto a ayudar y facilitar la tarea de los demás. A veces no estamos de acuerdo en algo y entonces puede ser duro, frío, distante. En ese momento te puede hacer sentir como un niño al que hay que corregir su conducta severamente y hacerle entender su error con contundencia. Le dura unos minutos, no más. Gracias a Dios, pues lo pasas mal mientras vuelve a ser esa persona amable y sonriente que te reconforta cada día. Sin embargo, hay algo que valoro en él por encima de todo lo dicho anteriormente: el hecho de que cuando le he hecho partícipe de alguna procupación, o le he contado cualquier cosa que probablemente produciría una reacción negativa o de censura en otra persona, él jamás me ha juzgado. Fuese mi actuación en lo narrado equivocada o inconscientemente grave. Cuando hace años pasé por una situación amarga que no podía contar siquiera a mi propia pareja, ni a mi familia, él me escuchó y me ofreció la ayuda que en ese momento podía ofrecerme. Aunque no tuve finalmente que aceptarla, fue tan grande el consuelo de poder ser oído sin atisbo de censura alguna, con tan sincero apoyo, que ya no necesité más. En ese momento comprendí que cada amigo (no son muchos), aparte de darme cariño y afecto me daba algo especial. En el caso de P era la confianza, la comprensión con letras mayúsculas. Así me lo ha demostrado durante todos estos años. Con naturalidad, aparentando no darle más importancia a una conversación íntima, y a veces dolorosa, que a un tema cotidiano del trabajo. Qué sencilla me haces la vida a veces, mi querido P.
A F y a L los conocí como alumnos al principio de mi labor docente. F era el alumno que caía en gracia nada más conocerle. Te reías con sus ocurrencias aunque las dijera en el momento más inoportuno de la clase. Y, aunque intentaba afear su conducta, ni yo mismo me creía mucho el papel que adoptaba para hacerlo. Nuestra relación empezó a hacerse más fluida y asidua cuando fue el primero en apuntarse a un taller de cine, lectura y teatro que inicié en el centro para intentar atraer a los alumnos a la realización de otras actividades que no fueran sólo el deporte y la organización de fiestas para el viaje de fin de estudios. Tenía, y tiene un ingenio inconmensurable. Es más, tiene la virtud de desdramatizar una situación comprometida, dolorosa, y hacer que los demás nos riamos, incluso de nosotros mismos, pues él mismo predica con el ejemplo. La amistad entre nosotros fue creciendo ya que la diferencia de edad no era mucha entonces, y a medida que pasó el tiempo, este factor jugó en nuestro favor. Recuerdo que era un ligón nato y muy enamoradizo. Cada vez que comenzaba una relación con alguna novieta, se empeñaba en traerla a mi casa como una especie de ceremonia de presentación formal, esperando en cierto modo mi visto bueno, que por supuesto siempre era positivo, me gustase más o menos la muchacha en cuestión. F siempre ha estado aquí, pero a veces era como el Guadiana, desaparecía y a lo mejor no lo veías en unos meses. Sin embargo, cuando lo tenías enfrente, tenía la capacidad de hacerte olvidar su ausencia en un segundo, pues es un encantador de serpientes que te conquista con un chascarrillo, una amplia sonrisa o un chiste hilarante. Ahora parece que estamos en modo fluvial, pero creo que pronto pisaremos tierra firme. Eso espero y deseo, como la alegría y el optimismo que tantas veces ha aportado a mi vida.
L se sentaba en la última fila de la clase y creo que durante semanas no tuve el placer de escuchar su voz. Era una chica algo huraña, de mirada profunda y dura y aspecto algo desaliñado. Mostraba una altivez que le servía de defensa para contraatacar a quien osase enfrentarse a ella, y a la vez creo sinceramente que ya se creía Nefertiti. Un día se acercó a mi mesa al finalizar la clase y me dijo que quería entrar en el taller literario, concretamente, me pidió participar en un pequeño montaje que estábamos preparando sobre unas páginas del texto de Darío Fo Aquí no paga nadie. Me sentí desconcertado, francamente. No la veía de esposa divertida y espabilada que miente descaradamente al honrado obrero que es su marido. Pero, ¿cómo negarle una prueba a aquellos ojos que no desviaron su mirada ni un segundo de la mía, a aquella determinación contundente que nunca hubiese admitido un no por respuesta? Además, no era esa mi intención, desde luego. Precisamente el taller estaba diseñado para integrar a alumnos como ella en el centro a la vez que fomentar el interés por ciertos aspectos de la cultura.
Me quedé fascinado la primera vez que ella y F, que casualmente interpretaba al marido, hicieron la escena donde aparecía con todo lo robado en el supermercado bajo su ropa y hacía creer al pobre hombre que estaba embarazada. ¿De dónde había salido esa vis cómica, ese desparpajo, esa estupenda vocalización? La química entre los dos fue inmediata, al menos sobre el escenario. Y, al igual que se abren algunas flores al llegar la noche después de haber estado mustias durante el día, así comenzó a brillar ella desde ese momento. Ha sido mi musa, mi confidente, mi compañera de barra los sábados noche, mi estilista, el paño de lágrimas de los domingos por la tarde, la que me llama casi todos los días con cualquier excusa, la madre de unos niños a los que que adoro y la mujer de un marido que ha respetado, entendido y apoyado nuestra amistad desde el principio. Sigue siendo más Nefertiti que nunca, pero no por una cuestión de autodefensa sino porque es una reina. Una reina en su casa y en la calle, sobretodo por la noche, bajo la luz del poco neón que va quedando. Le hubiese gustado ser rica y famosa, como las protagonistas de la película de Cukor, pero ella sabe que en cierto modo lo es. Al menos en el amor que percibe de los que la rodeamos.
Cuando pienso en ellos no puedo evitar preguntarme quién enseñó más a quien, ¿el profesor al alumno? ¿O el alumno al profesor?El tiempo ha ido equilibrando ese proceso. Cuando veo a no entiendo a aquellos que dicen que es imposible mantener una gran amistad con quien se trabaja a diario y los roces son inevitables. Soy afortunado. Por ellos y por unos cuantos más que ya irán apareciendo en este blog. Incluso alguna con la que hablo por teléfono en la distancia muy de vez en cuando, pero que siento tan cerca de mí en esos momentos, que parece estar sentada en el sofá del salón de mi casa.
Esto es lo que da trabajar con personas. Te ofrece el gran privilegio de activar a diario todos tus sentidos: el tacto, el olor, la mirada...y estar rodeado de vida, la vida de los otros, la que fluye con la tuya y la hace más rica.
A vuestra salud.