El
viernes, mientras cruzaba Andalucía casi de un extremo a otro para ver a
mi madre, a ese pueblo entre montañas, pensé que debía terminar de
contarles el final de lo narrado en la entrada anterior. Pero, mientras
veía tras el cristal de mi ventanilla las enigmáticas aguas del Tinto,
las alargadas sombras de los eucaliptos, la inacabada y polémica torre
Pelli, los campos de trigo y cebada y, por último, el comienzo de un
sinfín de olivos, decidí que escribiría sobre otro asunto.
La
semana pasada, cuando esperaba el seis para ir al instituto lo vi
llegar a la parada del autobús. Vaquero desgastado y ajustado de rodilla
para abajo, camiseta informal ancha, dos zarcillos en la oreja
izquierda y uno en la derecha y auriculares conectados a un ipod.
Me saludó amablemente y entonces reconocí su rostro. Alguna vez lo
había visto por los pasillos, o tal vez en clase cuando había ido a
echar una regañina al grupo.
Subimos
al autobús y, algo forzadamente, nos sentamos juntos. Le pregunté en
qué curso de primero estaba y se quitó uno de los auriculares para
contestarme. Es curioso, me dije, cómo había podido entender mi pregunta
a la vez que escuchaba música. Pero esa generación está tan
acostumbrada a manejar cualquier chisme electrónico mientras atiende
otras cuestiones que mi asombro no tenía razón de ser en realidad.
No
es que tuviese obligación de mantener una conversación con aquel
alumno, ni por supuesto él conmigo. Además, las ocho de la mañana no es
el momento del día más idóneo para charlar de casi nada. Sin embargo, mi
forma de ser, el modo en que me criaron, me impulsa a intervenir en
situaciones que considero que pueden ser algo tensas u otras en las que
creo que mi comportamiento no es el correcto. Si creen que esto es un
rasgo positivo en mi personalidad, se equivocan. La mayor parte de las
veces, sólo me ha causado problemas.
A
la segunda o tercera pregunta ya me estaba haciendo un resumen de su
vida. Y la tercera pregunta era una pregunta de cortesía para saber si
se había sentido cómodo en el instituto después de haber pasado años en
un colegio de Primaria donde, generalmente, se está más encima de los
alumnos, se les arropa, se les atiende más individualmente.
Lo
cierto es que Pablo había pasado por varios colegios. Y por varias
ciudades, domicilios, amistades… Su padre le abandonó, al igual que a su
madre, cuando él era muy pequeño. La mujer había tenido varios novios.
Algunos fueron amables con Pablo y otros, no. Tampoco lo fueron con su
madre, a la que le pegaban hasta que ésta finalmente decidía poner fin a
esas relaciones. En ese momento, se encontraba en el hospital aquejada
de una crisis de la enfermedad crónica que padecía. El año próximo
pensaba irse a otro instituto, pues encontraba que el nivel que se exige
en el nuestro es elevado para los conocimientos que traía debido, entre
otras razones, a ese continuo devenir en tan corta vida. Al menos, me
dijo, el novio actual de su madre era una buena persona que incluso
quería casarse con ella.
Me
contó todo esto como quien te cuenta el argumento de una película que
ha visto recientemente y que no le ha gustado especialmente. Lo hizo de
corrido, como quien ya ha tenido que contar esa historia muchas veces,
sin intentar buscar mi empatía, ni siquiera mi comprensión. Pero siempre
utilizando un tono de voz educado, agradable. Luego se colocó el
auricular dentro del oído y dio por finalizada la conversación.
Por
mi parte, me dediqué a mirar tras el cristal y a contemplar cómo otros
niños y otros adolescentes se dirigían a sus colegios. Algunos iban
acompañados por sus padres; otros, en grupo. Unos vestían uniforme y
otros, como les daba la gana. A algunos era fácil adivinarles su
procedencia social y económica. Chicos de vida cómoda, tan llenos de
todo y tan vacíos por dentro. Y a otros se les adivinaba sus ansias por
disfrutar de esa comodidad, aunque el precio fuera la nada interior. Qué
más da. Esa nada ya se había apoderado de ellos.
Y
lo peor fue que, al bajarnos del autobús y andar cien metros juntos
hasta llegar a las puertas del centro, comencé a olvidar la historia que
ese chico me había contado, pues también era una historia muchas veces
oída. Fue al entrar al despacho de Dirección, mirar la fotografía que
tengo en mi mesa, darme con el puño de la mano cerrado en la cabeza y
preguntarme: ¿te estás perdiendo en el camino?
A
propósito, en mi mesa tengo la fotografía que me hice junto a mi grupo
de Diversificación hace dos años, justo antes de que se fueran del
instituto. Allí están “21 centímetros”, Erik, “el patata”, mi Belén,
Manolo, “el chapi”…. y un servidor.