martes, 19 de junio de 2012

Penúltima parada


El viernes, mientras cruzaba Andalucía casi de un extremo a otro para ver a mi madre, a ese pueblo entre montañas, pensé que debía terminar de contarles el final de lo narrado en la entrada anterior. Pero, mientras veía tras el cristal de mi ventanilla las enigmáticas aguas del Tinto, las alargadas sombras de los eucaliptos, la inacabada y polémica torre Pelli, los campos de trigo y cebada y, por último, el comienzo de un sinfín de olivos, decidí que escribiría sobre otro asunto.
La semana pasada, cuando esperaba el seis para ir al instituto lo vi llegar a la parada del autobús. Vaquero desgastado y ajustado de rodilla para abajo, camiseta informal ancha, dos zarcillos en la oreja izquierda y uno en la derecha y auriculares conectados a un ipod. Me saludó amablemente y entonces reconocí su rostro. Alguna vez lo había visto por los pasillos, o tal vez en clase cuando había ido a echar una regañina al grupo.
Subimos al autobús y, algo forzadamente, nos sentamos juntos. Le pregunté en qué curso de primero estaba y se quitó uno de los auriculares para contestarme. Es curioso, me dije, cómo había podido entender mi pregunta a la vez que escuchaba música. Pero esa generación está tan acostumbrada a manejar cualquier chisme electrónico mientras atiende otras cuestiones que mi asombro no tenía razón de ser en realidad.
No es que tuviese obligación de mantener una conversación con aquel alumno, ni por supuesto él conmigo. Además, las ocho de la mañana no es el momento del día más idóneo para charlar de casi nada. Sin embargo, mi forma de ser, el modo en que me criaron, me impulsa a intervenir en situaciones que considero que pueden ser algo tensas u otras en las que creo que mi comportamiento no es el correcto. Si creen que esto es un rasgo positivo en mi personalidad, se equivocan. La mayor parte de las veces, sólo me ha causado problemas.
A la segunda o tercera pregunta ya me estaba haciendo un resumen de su vida. Y la tercera pregunta era una pregunta de cortesía para saber si se había sentido cómodo en el instituto después de haber pasado años en un colegio de Primaria donde, generalmente, se está más encima de los alumnos, se les arropa, se les atiende más individualmente.
Lo cierto es que Pablo había pasado por varios colegios. Y por varias ciudades, domicilios, amistades… Su padre le abandonó, al igual que a su madre, cuando él era muy pequeño. La mujer había tenido varios novios. Algunos fueron amables con Pablo y otros, no. Tampoco lo fueron con su madre, a la que le pegaban hasta que ésta finalmente decidía poner fin a esas relaciones. En ese momento, se encontraba en el hospital aquejada de una crisis de la enfermedad crónica que padecía. El año próximo pensaba irse a otro instituto, pues encontraba que el nivel que se exige en el nuestro es elevado para los conocimientos que traía debido, entre otras razones, a ese continuo devenir en tan corta vida. Al menos, me dijo, el novio actual de su madre era una buena persona que incluso quería casarse con ella.
Me contó todo esto como quien te cuenta el argumento de una película que ha visto recientemente y que no le ha gustado especialmente. Lo hizo de corrido, como quien ya ha tenido que contar esa historia muchas veces, sin intentar buscar mi empatía, ni siquiera mi comprensión. Pero siempre utilizando un tono de voz educado, agradable. Luego se colocó el auricular dentro del oído y dio por finalizada la conversación.
Por mi parte, me dediqué a mirar tras el cristal y a contemplar cómo otros niños y otros adolescentes se dirigían a sus colegios. Algunos iban acompañados por sus padres; otros, en grupo. Unos vestían uniforme y otros, como les daba la gana. A algunos era fácil adivinarles su procedencia social y económica. Chicos de vida cómoda, tan llenos de todo y tan vacíos por dentro. Y a otros se les adivinaba sus ansias por disfrutar de esa comodidad, aunque el precio fuera la nada interior. Qué más da. Esa nada ya se había apoderado de ellos.
Y lo peor fue que, al bajarnos del autobús y andar cien metros juntos hasta llegar a las puertas del centro, comencé a olvidar la historia que ese chico me había contado, pues también era una historia muchas veces oída. Fue al entrar al despacho de Dirección, mirar la fotografía que tengo en mi mesa, darme con el puño de la mano cerrado en la cabeza y preguntarme: ¿te estás perdiendo en el camino?
A propósito, en mi mesa tengo la fotografía que me hice junto a mi grupo de Diversificación hace dos años, justo antes de que se fueran del instituto. Allí están “21 centímetros”, Erik, “el patata”, mi Belén, Manolo, “el chapi”…. y un servidor.