¿Por qué se conserva así de bien ese cuerpo mientras el que está enfrente es sólo un saco de huesos?, preguntó un alumno. ¿Te has molestado en leer lo que dicen las etiquetas explicativas sobre ellos?, contestó un servidor. Es que están en inglés, prosiguió el alumno, a lo cual, de forma un tanto despectiva, lo confieso, contesté: ¿Y tú eres el que ha pasado en Gran Bretaña cuatro veranos?
Estábamos
en la sección egipcia del Museo Británico mientras tuvo lugar esta
breve conversación. Llevábamos tres días intensos (y fríos) en Londres
con 58 adolescentes de diecisiete años. Era su viaje de fin de estudios.
Antes de ir al Británico, habían estado en la National Gallery, en
el museo de Historia Natural y en la Tate Modern. Habían visitado Covent
Garden y la Abadía de Westminster, el Palacio de Buckingham y el
mercadillo de Camden. Habíamos caminado hasta la Torre de Londres y su
vistoso puente, nos habíamos fotografiado en Picadilly y en las
escaleras de Saint Paul, y entremedias, habíamos pasado una mañana en
Cambridge donde se suponía que debían apreciar esa maravilla que es la
capilla del King’s College. Todo eso y más en cuatro días. Y casi todo
el tiempo caminando, pues no hay mejor manera de tomar el nervio a una
ciudad que patear por sus calles. No cuenta el día de salida ni el de
llegada, ya que esos días los diversos desplazamientos ocupan todo el
tiempo.
Al ser filólogo de la lengua inglesa, además de un manifiesto
enamorado de la cultura anglosajona, y al tener menos clases que mis
compañeros, suelo acompañar a los alumnos en este tipo de viajes, junto
con la vicedirectora, mujer de espíritu alegre y animoso, aunque el
cuerpo ya no le responda de la misma manera.
Este año apenas conocía a
los chavales que venían al viaje. Nunca les había dado clase.
Sinceramente, la perspectiva de un Londres húmedo y helado, de las
palizas diarias visitando lo que tantas veces se ha visitado y enseñado,
y de unos alumnos que, en principio, me producían cierto recelo debido
al comportamiento de algunos durante el curso anterior, no hacían nada
apetecible la excursión. Pero, como cada año, al bajar del autobús en la
puerta del hotel, Carmen y yo nos pusimos las pilas y le echamos todas
las ganas e ilusión posibles. Y también, como tantas veces al llegar de
vuelta al aparcamiento del instituto, respiramos aliviados cuando los
padres recogieron a sus retoños que, desaliñados y con más ojeras que
Felipe González cuando dejó la presidencia del gobierno, les reclamaban
un buen cocido para el día siguiente. Nuestra función había terminado.
Pero,
¿saben algo? Creo que estos viajes acabarán por no realizarse. O al
menos, serán diferentes. Los profesores que han participado en este tipo
de actividades saben que son muchas las horas de trabajo que hay que
dedicarles antes y durante el viaje, especialmente si duran varios días y
la distancia es larga.
Cuando llegué hace dos días a mi casa a las
diez de la noche, tras deshacer las maletas, colocar todo en su sitio y
poner una lavadora (soy incapaz de irme a la cama si todo no está en
orden), me senté un rato en el sofá al calor del brasero y, como en una
clase donde el profesor te va poniendo diapositivas (parece que ha
pasado una eternidad desde que se utilizaban en las clases), varias
instantáneas acudieron a mi retina: el agobio del primer día al ver que,
una vez pasado el control de aduana, un alumno había perdido su
pasaporte y su tarjeta de embarque; la mirada distraída de los alumnos
que escuchaban música mientras me desgañitaba en explicarles de qué tipo
de material estaban hechos los leones de la plaza de Trafalgar; la
noche que me tuve que levantar a las dos de la mañana porque el
escándalo en las habitaciones era monumental, y mientras, con toda la
templanza de la que fui capaz, le echaba la bronca a parte de los
responsables, podía ver sus risitas impertinentes y algún ademán de
chulería. Instantáneas de mi pie derecho empapado (podía haber estrujado
el calcetín y haber llenado medio vaso de esa “dark English water”)
tras caminar durante un buen rato bajo la lluvia hasta llegar al puente
del Millennium. Y la que más frustración me causó: el breve y distante
agradecimiento de no más de tres o cuatro familiares antes de llevarse a
casa a sus hijos después de tan agotadora actividad.
¿Tanto cuestan unas sencillas palabras, un gesto, un solo vocablo?
“That’s
life”, cantaba Frank Sinatra, y así es, pero ¿es así como debería ser?
Entonces me acordé de esos cuerpos yacentes en aquellas urnas de cristal
y la impudicia con la que todos nos acercábamos a contemplarlos. Uno
yacía en posición fetal y se había conservado mejor debido al lugar de
su enterramiento y la labor de la sequedad de la arena del desierto. El
otro, al ser confinado en un cajón, enterrado artificialmente, se había
deteriorado por completo. Luego recuerdo el comentario del alumno
mencionado al principio de esta entrada. Y vuelvo a repetir que quizás
fui despectivo al contestarle, pero es que ya había indicado (en
castellano) antes de entrar en el museo que adquiriesen un mapa y
leyesen los comentarios sobre las piezas del museo que más les
interesaran, no ya por curiosidad sino también como una forma provechosa
de poner sus conocimientos de inglés a prueba.
Después seguimos con
las momias, los sarcófagos. Recuerdo a unos cuantos alumnos
escuchándome mientras les explicaba que la muerte para los egipcios no
era sino un tránsito hacia otra vida. Y esos alumnos me estaban
atendiendo con interés. Era la primera vez que visitaban Londres. En
realidad, algunos estaban allí gracias al enorme esfuerzo económico que
habían hecho sus padres. Esos eran los que, sin duda, más estaban
disfrutando de la experiencia, aprovechando cada instante, descansando
lo suficiente por la noche para aprovechar el día.
Sí, hay vida
después de la muerte, pensé. Esos fósiles de vida fácil y salario
mensual seguro, que es como se empeña parte de la sociedad en vernos, no
somos aún momias. Y si lo somos, estamos en una transición hacia otra
vida. Todo es cuestión de pelea y lucha, como requiere cada proceso
transformador. Y habrá que trabajar duro y hacer ver al resto de los
ciudadanos que nuestra labor es necesaria, que no somos unos meros
transmisores de conocimientos que repiten como loros lo mismo día tras
día. Hay que gritar que intentamos hacer de los niños y los jóvenes unos
adultos responsables, honestos, abiertos de mente; personas
comprometidas con su entorno y con aquellos que los necesitan.
Luego
me fui a la cama, agotado, pero habiendo terminado de ver “mis
diapositivas”, que habían cambiado de color. Ahora eran hermosas
postales de un grupo que reía mientras perseguía a las ardillas en
Regent Park, que se lo pasaba en grande en la cúpula de San Pablo,
susurrándose unos a otros a través de los muros y pudiéndose escuchar a
más de treinta metros de distancia, y que se quedaban asombrados frente a
la tumba de Isaac Newton (de algo tenía que servir El código Da Vinci)
en la Abadía de Westminster.
Y pensé que no había estado nada mal ese viaje, pero me juré, una vez más, que no repetiría.
No sé, ¿a quién quiero engañar?
lunes, 23 de enero de 2012
domingo, 8 de enero de 2012
La cena de los i...interinos
Quedaron,
no sin cierta guasa, para el miércoles 28 de diciembre, el día de los
Inocentes. María y Luis venían de Madrid, Jorge de Valencia y Julia de
Bilbao. Jaime los acogía en su casa de Córdoba. La excusa era la cena
que celebraban cada año desde que se conocieron tiempo atrás en la
universidad de verano de La Rábida mientras asistían a un curso sobre la
obra de Juan Ramón Jiménez.
Jaime
había preparado unos entrantes fríos, salmorejo y flamenquines (que
cena tan cordobesa, ¿verdad?). De postre, una tarta de tres chocolates
que cocinaba con ayuda de la Thermomix y que parecía, y sabía, como auténtica
repostería elaborada por el más delicado pastelero. Comieron, bebieron
un buen tinto de Navarra que había traído Julia, y hablaron de mil temas
pisándose la palabra los unos a los otros casi con ansiedad. Acabaron
la noche jugando a las películas por equipos. Ganaron las chicas. Por
poco, ¿eh?
A
la mañana siguiente, cada uno viajó para reunirse de nuevo con sus
familias. Antes de partir, acordaron que la próxima sería en Madrid y
que llevarían puestas las camisetas verdes que Luis les había regalado.
Una vez solo en casa, Jaime se tumbó sobre el sofá, abrió el periódico y
comenzó a leerlo; como casi siempre, de atrás hacia delante. En la
sección de Cartas al director se topó con una firmada por una tal Isabel
Núñez Arenas. ¿De qué le sonaba ese nombre? De pronto recordó que había
sido compañera suya durante unos meses en un instituto de la provincia
de Almería, mientras él hacía una sustitución por una baja de
maternidad. Su rostro le vino de inmediato a la memoria. Isabel era una
chica vivaracha y locuaz, bastante divertida y a veces deslenguada. Sin
embargo, la carta que firmaba destilaba un pesimismo feroz y una
profunda amargura. Entonces le llegaron algunos ecos de las distintas
conversaciones mantenidas con sus amigos la noche anterior.
Perfectamente habrían encajado en la carta de Isabel. Tal vez sonando
menos lúgubres, pero abriéndose paso como esas rabiosas verdades que es
necesario que todo el mundo sepa. Dejó el periódico sobre la mesa y
cerró los ojos. ¿Qué quedaba de esa reunión de amigos?, se preguntó. Y
la respuesta le llegó, por deformación profesional sin duda, en forma de
fichas, de hojas de observación. A saber:
María, interina, profesora de Lengua y Literatura. Número de registro personal xxxxxxxxxxxxxxxxxxx17.
Cuatro años y tres meses de experiencia laboral. Dos oposiciones
aprobadas. Casada, con un hijo de dos años. Marido en paro. Estudia de
nuevo oposiciones para el 2012 sin saber si finalmente se convocarán
plazas para Secundaria. Su marido cuida de su hijo por las tardes para
que ella pueda estudiar a la par que realiza parte de sus tareas como
profesora de un instituto en un pueblo de la comunidad de Madrid.
Luis,
profesor en paro. Especialidad en Cultura Clásica. Nivel C1 de inglés.
Seis años de experiencia en la docencia en centros públicos. Este curso
no lo han llamado para trabajar. Dos oposiciones aprobadas también.
Piensa rellenar solicitud para todas las comunidades donde se convoquen
oposiciones, aunque sabe que con su especialidad lo tiene muy difícil.
Estudia una media de ocho horas diarias. El resto lo dedica a trabajar
junto a otros compañeros en campañas de defensa de la escuela pública.
Jorge,
maestro de la especialidad de Primaria. Hace sustituciones desde
Febrero de 2009. Comparte su vida con Félix, también maestro
generalista. Félix trabaja como interino en un colegio de una barriada
humilde de Valencia. Ahora sólo se ven los fines de semana, pues Jorge
está dando clases en un pueblo a más de 150 kilómetros del piso que
tienen alquilado en Cullera. Una oposición aprobada. Cuando se despiden
los domingos por la tarde, se recuerdan mutuamente la obligación moral
de no renunciar a una estabilidad laboral que les permita la estabilidad
emocional tan deseada.
Julia,
interina de Geografía e Historia. Número de registro personal
xxxxxxxxxxxx53. Aficionada a la literatura al igual que sus amigos.
Divorciada, con dos hijos. Nueve años de experiencia laboral en doce
centros distintos. Una oposición aprobada; la que le permitió entrar
primero como sustituta y, luego, coger una vacante anual. Está asustada.
Sus hijos y ella viven de su trabajo. Su ex marido no le pasa pensión
alguna ya que está en “desaparecidos sin fronteras”. Cuando acuesta a
sus hijos, ambos de corta edad, se mete en la cama con los
temas de oposición hasta que, rendida, se le cierran los ojos. De vez
en cuando, consigue que su vecina Maribel se quede con los niños por la
tarde y así dedicar más tiempo a las oposiciones.
Después
de ese breve repaso a las “fichas” de sus amigos, Jaime fue al cuarto
de baño. Mientras se lavaba las manos miró su rostro en el espejo del
lavabo y comprobó que él no era sino otro número más de registro
“provisional”. Su novia vivía en Málaga, donde trabajaba en una
gestoría. Ni siquiera se habían planteado compartir vivienda. Él era
hijo único y sus padres, ambos enfermos y dependientes, vivían en el
piso de arriba. Se consideraba afortunado de haber obtenido una vacante
en Córdoba capital. Podía atender a sus padres cuando Catalina
(contratada gracias a la ley de Dependencia) se marchaba a las tres de
la tarde. Vivía con pesar el ver tan poco a la persona de la que estaba
enamorado, pero entendía que ella no quisiera perder un trabajo por el
que había luchado durante mucho tiempo. No estaba el panorama para
gestos de romanticismo heroico. Se echó mano a la cartera y miró el
décimo de lotería que había comprado para “el niño”. ¿Quién sabe?, se
dijo. Tal vez esta vez no le toque a Fabra y la suerte se reparta entre
tanta gente que lo necesita. Luego volvió al sofá y al periódico. Una
foto de Esperanza Aguirre visitando una exposición se coló en su retina.
Entonces intentó calcular el número de oposiciones que esa señora
habría tenido que aprobar para haber sido ministra de Cultura y después
presidenta de una comunidad autónoma durante tanto tiempo.
Por lo menos siete, se respondió.
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