Hace algunos años pasé parte de mis vacaciones de Semana Santa en un pueblo andaluz al que acudo de vez en cuando. Un pueblo ubicado entre los montes ásperos y escarpados de una sierra hermosa, algo más conocida en este país gracias a las referencias que de ella hizo un escritor, nacido cerca de esta zona, al comienzo de su excelente obra literaria.
Cada mañana, al terminar de tomarme una buena tostada con el mejor aceite del mundo, mi vecino Enrique llamaba a mi puerta para iniciar un paseo. Lo del paseo es un decir pues el hombre era muy mayor y apenas podía caminar más de cinco minutos sin pararse a descansar durante un buen rato. Por tanto, lo llevaba en mi coche hasta donde proponía que comenzásemos nuestra andadura, normalmente a unos cuantos kilómetros fuera del pueblo, buscando siempre un paraje peculiar, y pasábamos juntos dos o tres horas entre pequeños recorridos y largas sentadas sobre los riscos que encontrábamos en nuestro camino.
Enrique era de una región del norte de España. En los años setenta contrataron a la empresa donde trabajaba para realizar una obra de envergadura en la comarca y se enamoró de estos lugares. Meses más tarde se trajo con él a su mujer y sus dos hijos. Estos abandonarían el pueblo años después, cuando acabaron la EGB y, ante la falta de un instituto de bachillerato en el pueblo, comenzaron sus estudios en una ciudad cercana. Nunca regresaron sino para visitar a sus padres en algunas fechas señaladas y, cuando su mujer murió, Enrique se negó a abandonar su casa para irse a una residencia, tal y como proponían sus hijos. Incluso rechazó el mudarse a la ciudad donde ellos vivían y alquilar un apartamento en el que sería atendido por alguien día y noche. Le traía al fresco que no tuviera que pagar dinero alguno por ello. Ni tampoco entendía que al cabo de los años sus hijos quisieran imponerle cómo y dónde vivir cuando él siempre respetó las decisiones que ellos habían adoptado respecto a sus vidas. Su tranquilidad y su bienestar estaban en su casa, con sus cosas y sus recuerdos, en el pueblo donde eligió habitar e iniciar una forma de vida que le llenaba por completo.
Durante nuestros encuentros solíamos hablar de temas muy variados, desde la situación económica del pueblo hasta la opinión que nos merecía alguna película clásica, pues, al igual que yo, Enrique era muy aficionado al cine. Evitaba, sin embargo, cualquier referencia al tema de la educación y yo lo entendía como una deferencia hacia mi persona pues mi interlocutor comprendía que esos días eran de descanso para mi, días para desconectar de mi actividad cotidiana. Pero un día, al hilo precisamente de rnuestros recuerdos sobre Sidney Poitier y algunas de sus obras, entre ellas Rebelión en las aulas, la conversación se deslizó hacia la realidad educativa de nuestros días. Lejos de desviar el tema, le dije que tenía una firme idea de lo que debería mejorarse en nuestro sistema educativo si realmente queríamos tener una juventud formada, no ya para ir a la universidad o cursar un módulo de formación profesional, sino para aumentar su nivel de civismo, su participación en esta imperfecta democracia, su solidaridad y tolerancia en la sociedad actual. Es todo tan diferente hoy en día, me dijo. Antes estudiaban los hijos de los pudientes, los que iban al seminario o los que recibían la famosa beca del monte pío, realizando sus padres un enorme esfuerzo para aportar la cantidad de dinero que la beca no cubría, añadió. Serían más, respondí, no se puede simplificar tanto. Bueno, me señaló, al menos los que estudiaban tenían verdadero interés en hacerlo. Ahora van al instituto porque no tienen más remedio. Ahí está el reto, entré al saco. Creo firmemente que la condición humana apenas ha cambiado. Ha cambiado el contexto, las nuevas situaciones familiares (antes también había familias desestructuradas, pero los problemas se silenciaban ante los demás), las formas de acceder a la información y de comunicarnos, con sus ventajas e inconvenientes, los modales, la forma de vestir...Todo esto se lleva a las aulas. ¿Están las aulas preparadas para atender este tipo de alumnado? ¿El fracaso escolar es fruto de un sistema educativo que ha sacrificado la cultura del esfuerzo en pos de una rebaja en los contenidos para igualar a la baja a todos los alumnos y poder dar el título de secundaria a gente que ni siquiera se expresa medianamente bien en su idioma materno? ¿Vale menos un título de bachillerato hoy que aquel que se otorgaba al terminar el BUP? (Para Enrique el BUP ya era algo lejano a su realidad estudiantil). Pues me apunto al gris, le dije a mi amigo. Ni estoy con los profesores que no prestan la suficiente importancia a la enseñanza rigurosa de las asignaturas que son y serán la base fundamental de una formación académica sólida ni tampoco estoy con aquellos que, amparándose en que no estamos preparados para atender la diversidad de nuestras clases, que no tenemos medios suficientes y que no tenemos por qué aguantar la mala educación, el desinterés de las familias, etc., adoptan una actitud derrotista y estéril que crea un mal clima en los centros. ¿La responsabilidad de esta situación? De todos, aunque parezca una respuesta facilona. En primer lugar de la administración, que debe conocer de verdad lo que se cuece en colegios e institutos antes de legislar, aportando más profesorado si de verdad se quiere atender la diversidad de la que antes hablábamos, reforzando la enseñanza de las asignaturas instrumentales (especialmente lengua y matemáticas) en primaria y diseñando mejor los dos últimos cursos de secundaria para dar al alumno que quiere estudiar bachillerato lo que necesita y al resto una formación mínima y una preparación adecuada para una FP que realmente los forme y les permita acceder a un empleo digno. Después, de los padres. No es excusa el que ambos trabajen (algo no tan fácil en los últimos tiempos) y tengan menos tiempo y más cansancio para que se desentiendan de la educación de sus hijos. Es triste comprobar cómo la participación de las familias en la vida escolar, sobre todo en secundaria, es bajísima. Después del profesorado. Podemos y debemos adaptarnos a lo que tenemos en nuestras clases y mejorar nuestro trabajo para ser más eficaces como docentes. ¿Acaso un empleado de una fábrica no tiene que formarse para aprender el manejo de una nueva máquina o herramienta que facilite la producción?, y un cirujano, ¿acaso no tiene que ponerse al día sobre nuevas técnicas de intervención quirúrgica acaso menos agresivas para el paciente? Tampoco se salva el alumnado. Hay que ser comprensivos con ellos, pero también exigentes, pues lo contrario sería engañarlos y no guiarlos a la realidad que les espera en un futuro cercano. ¿Y los políticos? A los partidos políticos pedirles capacidad de diálogo, de reflexión, de entendimiento para no cambiar de sistema educativo cada vez que uno diferente llega al poder, exigirles que no utilicen la educación como arma contra el adversario. En definitiva, que valoren con hechos y no sólo con retórica lo que la educación aporta a todo un pueblo, a su progreso, al enriquecimiento de su forma de vida.
Enrique me miró después de mi pequeña arenga y tan solo añadió: sensatez y cordura, ¿verdad? Eso mismo, le respondí, sensatez y cordura.