jueves, 28 de abril de 2011

Paseando al señor Enrique

Hace algunos años pasé parte de mis vacaciones de Semana Santa en un pueblo andaluz al que acudo de vez en cuando. Un pueblo ubicado entre los montes ásperos y escarpados de una sierra hermosa, algo más conocida en este país gracias a las referencias que de ella hizo un escritor, nacido cerca de esta zona, al comienzo de su excelente obra literaria.
Cada mañana, al terminar de tomarme una buena tostada con el mejor aceite del mundo, mi vecino Enrique llamaba a mi puerta para iniciar un paseo. Lo del paseo es un decir pues el hombre era muy mayor y apenas podía caminar más de cinco minutos sin pararse a descansar durante un buen rato. Por tanto, lo llevaba en mi coche hasta donde proponía que comenzásemos nuestra andadura, normalmente a unos cuantos kilómetros fuera del pueblo, buscando siempre un paraje peculiar, y pasábamos juntos dos o tres horas entre pequeños recorridos y largas sentadas sobre los riscos que encontrábamos en nuestro camino.
Enrique era de una región del norte de España. En los años setenta contrataron a la empresa donde trabajaba para realizar una obra de envergadura en la comarca y se enamoró de estos lugares. Meses más tarde se trajo con él a su mujer y sus dos hijos. Estos abandonarían el pueblo años después, cuando acabaron la EGB y, ante la falta de un instituto de bachillerato en el pueblo, comenzaron sus estudios en una ciudad cercana. Nunca regresaron sino para visitar a sus padres en algunas fechas señaladas y, cuando su mujer murió, Enrique se negó a abandonar su casa para irse a una residencia, tal y como proponían sus hijos. Incluso rechazó el mudarse a la ciudad donde ellos vivían y alquilar un apartamento en el que sería atendido por alguien día y noche. Le traía al fresco que no tuviera que pagar dinero alguno por ello. Ni tampoco entendía que al cabo de los años sus hijos quisieran imponerle cómo y dónde vivir cuando él siempre respetó las decisiones que ellos habían adoptado respecto a sus vidas. Su tranquilidad y su bienestar estaban en su casa, con sus cosas y sus recuerdos, en el pueblo donde eligió habitar e iniciar una forma de vida que le llenaba por completo.
Durante nuestros encuentros solíamos hablar de temas muy variados, desde la situación económica del pueblo hasta la opinión que nos merecía alguna película clásica, pues, al igual que yo, Enrique era muy aficionado al cine. Evitaba, sin embargo, cualquier referencia al tema de la educación y yo lo entendía como una deferencia hacia mi persona pues mi interlocutor comprendía que esos días eran de descanso para mi, días para desconectar de mi actividad cotidiana. Pero un día, al hilo precisamente de rnuestros recuerdos sobre Sidney Poitier y algunas de sus obras, entre ellas Rebelión en las aulas, la conversación se deslizó hacia la realidad educativa de nuestros días. Lejos de desviar el tema, le dije que tenía una firme idea de lo que debería mejorarse en nuestro sistema educativo si realmente queríamos tener una juventud formada, no ya para ir a la universidad o cursar un módulo de formación profesional, sino para aumentar su nivel de civismo, su participación en esta imperfecta democracia, su solidaridad y tolerancia en la sociedad actual. Es todo tan diferente hoy en día, me dijo. Antes estudiaban los hijos de los pudientes, los que iban al seminario o los que recibían la famosa beca del monte pío, realizando sus padres un enorme esfuerzo para aportar la cantidad de dinero que la beca no cubría, añadió. Serían más, respondí, no se puede simplificar tanto. Bueno, me señaló, al menos los que estudiaban tenían verdadero interés en hacerlo. Ahora van al instituto porque no tienen más remedio. Ahí está el reto, entré al saco. Creo firmemente que la condición humana apenas ha cambiado. Ha cambiado el contexto, las nuevas situaciones familiares (antes también había familias desestructuradas, pero los problemas se silenciaban ante los demás), las formas de acceder a la información y de comunicarnos, con sus ventajas e inconvenientes, los modales, la forma de vestir...Todo esto se lleva a las aulas. ¿Están las aulas preparadas para atender este tipo de alumnado? ¿El fracaso escolar es fruto de un sistema educativo que ha sacrificado la cultura del esfuerzo en pos de una rebaja en los contenidos para igualar a la baja a todos los alumnos y poder dar el título de secundaria a gente que ni siquiera se expresa medianamente bien en su idioma materno? ¿Vale menos un título de bachillerato hoy que aquel que se otorgaba al terminar el BUP? (Para Enrique el BUP ya era algo lejano a su realidad estudiantil). Pues me apunto al gris, le dije a mi amigo. Ni estoy con los profesores que no prestan la suficiente importancia a la enseñanza rigurosa de las asignaturas que son y serán la base fundamental de una formación académica sólida ni tampoco estoy con aquellos que, amparándose en que no estamos preparados para atender la diversidad de nuestras clases, que no tenemos medios suficientes y que no tenemos por qué aguantar la mala educación, el desinterés de las familias, etc., adoptan una actitud derrotista y estéril que crea un mal clima en los centros. ¿La responsabilidad de esta situación? De todos, aunque parezca una respuesta facilona. En primer lugar de la administración, que debe conocer de verdad lo que se cuece en colegios e institutos antes de legislar, aportando más profesorado si de verdad se quiere atender la diversidad de la que antes hablábamos, reforzando la enseñanza de las asignaturas instrumentales (especialmente lengua y matemáticas) en primaria y diseñando mejor los dos últimos cursos de secundaria para dar al alumno que quiere estudiar bachillerato lo que necesita y al resto una formación mínima y una preparación adecuada para una FP que realmente los forme y les permita acceder a un empleo digno. Después, de los padres. No es excusa el que ambos trabajen (algo no tan fácil en los últimos tiempos) y  tengan menos tiempo y más cansancio para que se desentiendan de la educación de sus hijos. Es triste comprobar cómo la participación de las familias en la vida escolar, sobre todo en secundaria, es bajísima. Después del profesorado. Podemos y debemos adaptarnos a lo que tenemos en nuestras clases y mejorar nuestro trabajo para ser más eficaces como docentes. ¿Acaso un empleado de una fábrica no tiene que formarse para aprender el manejo de una nueva máquina o herramienta que facilite la producción?, y un cirujano, ¿acaso no tiene que ponerse al día sobre nuevas técnicas de intervención quirúrgica acaso menos agresivas para el paciente? Tampoco se salva el alumnado. Hay que ser comprensivos con ellos, pero también exigentes, pues lo contrario sería engañarlos y no guiarlos a la realidad que les espera en un futuro cercano. ¿Y los políticos? A los partidos políticos pedirles capacidad de diálogo, de reflexión, de entendimiento para no cambiar de sistema educativo cada vez que uno diferente llega al poder, exigirles que no utilicen la educación como arma contra el adversario. En definitiva, que valoren con hechos y no sólo con retórica lo que la educación aporta a todo un pueblo, a su progreso, al enriquecimiento de su forma de vida.
Enrique me miró después de mi pequeña arenga y tan solo añadió: sensatez y cordura, ¿verdad? Eso mismo, le respondí, sensatez y cordura.

jueves, 21 de abril de 2011

Seis horas, trece minutos, cuatro segundos

8.25. Estoy entrando en el instituto. Alumnos soñolientos, desganados. Bostezos, alguna expresión zafia, alguna mirada rencorosa por una sanción del día anterior. El saludo a gritos de un grupo de tercero con la energía de haber tomado un desayuno para campeones, el buenos días irónico de un compañero, el parte del conserje sobre una ausencia esperada, en fin, un martes por la mañana de lo más normal.
9.05. Suena el teléfono. Una voz desde una recóndita sección del Ministerio de Educación me pregunta si he recibido un correo donde se me comunica que mi centro ha sido seleccionado para colaborar en una encuesta sobre la cantidad de ejercicio físico que practican los adolescentes. Le respondo afirmativamente y la voz me recuerda que hay un plazo para rellenar dicha encuesta. Ya, le contesto, y añado que le he echado un vistazo y que ante la abrumadora cantidad de datos que me piden, tardaré al menos dos mañanas en completarla. Parece no importarle mucho mi observación y se limita a recordarme el plazo final de envío, no sin terminar la conversación con una impostada despedida más propia de un comercial de telefonía móvil que de un funcionario. Inmediatamente pienso que es un empleado de esos de nueva generación que se fabrican al calor de la necesidad del salario seguro en tiempos de crisis y que brotan de una bolsa de trabajo donde han permanecido ocultos desde que acabaron sus estudios o fueron despedidos de su último empleo. Esos de la pila del conejito incansable, los de usar y tirar cuando su precario contrato se acaba. Esos que pasan fugazmente por un cursillo donde el contenido más relevante que aprenden consiste en impostar correctamente la voz para hacerla más sugerente y persuasiva, una voz que se extinguirá tan pronto como otro juguete con las pilas cargadas les releve al mando de un teléfono inalámbrico y una pantalla de ordenador.
10.20. Llaman a la puerta. Una alumna pide telefonear a su casa para que vengan a recogerla pues dice tener nauseas y algo de fiebre. Añade que se siente incapaz de continuar en clase. Casi recibo a la alumna  con alivio pues la encuesta de marras se me está haciendo insoportable. Pobre niña. Aun así, le replico que debería haberse puesto en contacto con algún profesor de guardia, a lo que me responde que no encuentra ninguno. Es cierto. En ese momento caigo en la cuenta de que faltan tres compañeros ese día y los de guardia no dan abasto. Intento ponerme en contacto con sus padres pero no responden al fijo ni a los móviles que figuran en su ficha. Miro a la niña y le digo que debe esperar, que no puede salir del centro mientras no vengan a por ella. Le ofrezco sentarse en el despacho aunque procuro que no sea muy cerca de mi mesa. ¡Caray!, es que estoy harto de lidiar con virus de todo tipo y condición. Mi sistema inmunológico debe estar muy fortalecido, o todo lo contrario, teniendo en cuenta mis últimas indisposiciones.
11. 15. La niña ha vomitado más veces que la protagonista del exorcista. La primera vez sólo tuvo tiempo de levantarse e intentar decirme algo. Luego, el vómito salió con la fuerza con que lo haría un géiser en el parque nacional de Timanfaya. Me pregunto cómo un estómago tan pequeño puede tener esa capacidad tan virulenta de expulsión o de propulsión, según se mire. Anda que no es difícil vomitar hacia arriba. Limpio el despacho con fregona y amoniaco (el pequeño almacén donde se guardan los productos de limpieza está siempre abierto para quien lo necesite) y le proporciono a la alumna un par de bolsas, que obviamente serán bien aprovechadas. Después de un buen rato, consigo hablar con la madre y acude a recoger a la niña. La mujer pide disculpas por la tardanza en responder, pero finjo no darle importancia a su retraso. Lo que no quiero disimular es el mal rato que la niña y yo hemos pasado mientras la madre llegaba. Ella más que yo, criatura.
11.40. Reunión en el despacho del equipo docente de 4º de ESO A. Es la hora del recreo. Los profesores de ese curso han ido llegando y sentándose. Están esperando que comience a hablar. Sin embargo, con el rabillo del ojo observo que se miran los unos a los otros mientras alguno se lleva la mano a la nariz. Sus expresiones delatan cierta incomodidad y malestar. Yo me río  por dentro porque estoy seguro de que están preguntándose de dónde proviene ese olor y cómo puedo soportarlo sin haber hecho comentario alguno al respecto. Alguno hasta me mira con desconfianza. Los veo descolocados. Puede que haya quien, como en la peli, piense: mira cómo huele el cochino del director. Me digo a mí mismo que debo dar una explicación, pero en el fondo, y teniendo enfrente a algún compañero en concreto, estoy disfrutando tanto con su rigidez y sus caras tan demudadas que decido continuar la reunión hasta el final dejándolos con la incógnita.
12.50. Con la ventana abierta y algo de ambientador parece que el despacho comienza a ser más respirable aunque más frío, pues no habrá más de siete grados ahí fuera. La encuesta está aparcada ya que debo introducir en el programa de gestión Séneca la solicitud de un sustituto para la profe de Francés. Me acaban de entregar su baja y va para largo aunque se trata, afortunadamente, de un problema menor de salud. Cuando estoy a punto de acabar el proceso, el programa me deja colgado. ¿Por qué no me quiere Séneca? Si a mi me encantaba la Filosofía en el instituto. Intento realizar la operación un par de veces más pero el error persiste. Intento volver a la encuesta pero ahora falla la conexión a Internet también. En ese momento aparece el delegado de tercero de ESO B con un papel donde los alumnos han escrito su nombre, carnet de identidad y han firmado para anunciar que al día siguiente van a la huelga. Le pregunto el motivo de la misma y me dice que lo desconoce. Entonces le comunico que ese papel debería habérmelo entregado con cuarenta y ocho horas de antelación y que no se puede hacer huelga porque sí. Decido indagar más en el asunto con la ayuda del jefe de estudios y nos pasamos por todos los terceros. Nadie sabe las razones ni quién convoca la huelga. Al final acabamos descubriendo que es un bulo propagado por unos cuantos alumnos que en el recreo han decidido que, ya que por fin pueden ejercer su derecho a la huelga, ha llegado el momento de convocar una y de paso evitar el examen que tienen de matemáticas al día siguiente. Hacemos un poco de labor didáctica en cada curso, explicando los procedimientos y los cauces establecidos en nuestra normativa y la de rango superior a tal efecto y tratamos de que aprendan de paso a ser conscientes no sólo de sus derechos sino también de cómo ejercitarlos correctamente.
13.55. La inspectora al teléfono. No me han llegado las propuestas de mejora de los resultados de las pruebas de diagnóstico y hace dos semanas que deberían estar colgadas en Séneca, me reclama. Es que Séneca y yo estamos atravesando una crisis los últimos tiempos, le contesto bromeando. Aunque el estoicismo esté en alza (nunca tanto desde los tiempos en que se promulgaba el humanismo allá por el renacimiento), yo cada vez soy más disoluto e inconformista, continuo. Pero veo que no es momento para bromas porque la perorata que sigue a mis palabras me indica que la inspectora no tiene un buen día y que a ella sí le funciona Séneca. Cuestión de rango, qué le vamos a hacer. El principio de que todos somos iguales, también del filósofo, no va mucho con el programa informático que lleva su nombre. No te preocupes, le digo, mañana lo podrás ver en el ordenador y tendrás la correspondiente copia en papel. Otra contradicción más, ¡viva el derroche! En realidad, tendrían que haber llamado al programa de una forma más vulgar, pero de más actualidad; Pocholo, el que hace lo que le da la gana y siempre tiene una sorpresita para cada momento. Se imaginan: hoy Pocholo anda fatal o Pocholo no me deja entrar en él, cómo me ha dejado tirado Pocholo hace un rato…
14.35. Estoy recogiendo. He apagado por fin el ordenador  y me dispongo a dar unas últimas instrucciones al conserje antes de irme a casa. En el pasillo me coge la profe de Música y me lleva de nuevo al despacho porque quiere contarme algo. ¿No puede esperar hasta mañana? Estoy cansado, deseando perder de vista el instituto, harto de día. En fin, ¿qué me cuentas? ¿Algún problema?, pregunto cortésmente. No, en absoluto, me dice, tengo una buena noticia: por fin me he quedado embarazada. Le transmito mi enhorabuena y le doy un abrazo cariñoso, pues aprecio la felicidad que siente en ese momento. Mientras me cuenta con pelos y señales cómo y cúando supo la buena nueva, su rostro va cambiando de color y su voz se va quebrando por momentos. Le sugiero que se siente si se encuentra mal, pero no hay tiempo para una respuesta. Así, de pronto, me vomita en el brazo, sobre la mesa del ordenador, en el portafolios....mientras me agarra la mano con fuerza. Cuando me suelta, su rostro ha recuperado el color y sus ojos brillan de nuevo. Ay, hijo, estos son los inconvenientes del embarazo, pero benditos vómitos, susurra. Yo me limito a girar la cabeza evitando mirar los restos de un desayuno abundante. ¿Qué te pasa? Anda, no seas tan quisquilloso, me dice. No mujer, le contesto, es que estaba pensando que se me olvida algo. Pues no será importante, seguro. No lo sé, respondo, porque llevo una mañana dura. No te quejes, me suelta. Aquí, calentito en tu despacho, sin lidiar con alumnos, trabajando tranquilo. Lo único que te falta es hilo musical y una neverita con refrescos y como Dios, chaval, como Dios.
Dos días después. Un refresco es lo que me mantiene en pie. He visitado tantas veces el cuarto de baño que estoy completamente deshidratado. De repente me vienen a la memoria las últimas frases de mi conversación con la de Música. Ya recuerdo lo que se me olvidaba: comprobar que no haya nadie a la vista entre la puerta de mi despacho y la de la calle cuando voy a echar la llave al final de la jornada.

jueves, 7 de abril de 2011

Amores se van marchando...

Abrió la ventana mientras sus padres golpeaban con desesperación la puerta de su dormitorio y se lanzó al vacío que separa un quinto piso del duro cemento de la calle.
Esperanza andaba deprisa porque tenía reunión con el tutor de su hija. Este la había llamado mostrando su preocupación por las notas obtenidas por la alumna en la última evaluación. La cita era a las siete de la tarde y se había entretenido terminando de preparar la cena por si el encuentro se alargaba más de lo previsto. Había acostumbrado a su familia a tener el plato listo antes de las nueve y media, aunque luego cada uno cenara cuando le daba la gana. Tenía tres hijas. La menor, de apenas cuatro años, se había quedado al cuidado de su hermana mayor; eso sí, a regañadientes y bajo la promesa de una hora extra el sábado siguiente. Casi vislumbraba la puerta del centro cuando se sintió desfallecer. Se detuvo en seco y apoyó su cuerpo sobre el muro que rodea el instituto. Notó cómo se le nublaba la vista y cómo una sensación de angustia le subía desde las tripas hasta la garganta. Antes de perder el conocimiento sintió el roce de una mano sobre su hombro y la flojedad de unas piernas que ya no la sostenían en pie. Cuando volvió en sí, los brazos de un adolescente le sujetaban la cabeza con fuerza y una mujer abanicaba su rostro con un trozo de papel. Se sentía confusa, sin fuerzas y apenas le salía la voz del cuerpo. La mujer le preguntó cómo se encontraba y ella apenas acertó a balbucear unas palabras inquiriendo qué le había sucedido. Ay, señora, contestó la mujer, se ha caído redonda. Menos mal que el chico la ha cogido a tiempo. Fíjese, alguien ha roto una botella y está usted rodeada de cristales. Se podría haber abierto la cabeza. Esperanza miró al chico y le sonrió llena de agradecimiento. Luego volvió la mirada a su alrededor y comprobó que, efectivamente, había cristales en la acera; algunos de ellos muy gruesos. Con algo de mala suerte, su desvanecimiento podría haber tenido consecuencias fatales. Y encima criticaban a la juventud, pensó. Que si ya no tenían valores, que si eran unos indolentes y unos maleducados. Cogió la mano del muchacho y la besó tiernamente mientras le daba las gracias una y otra vez.

Borja había quedado con su amigo Pedro para dar una vuelta por la avenida. Había recibido el mensaje en su móvil mientras estaba tumbado en el sofá viendo la tele. La tercera vez que su madre le repitió que hiciese los deberes, se levantó y se encerró en su cuarto a jugar durante un rato con la play. Luego se sentó frente al ordenador y chateó una hora con algunos compañeros de clase. Aquella tarde tocaba hablar de la quedada del viernes. Cuando se cansó de las tonterías de unos y de otros, se colocó los cascos y escuchó música hasta que su madre entró en el cuarto y comenzó de nuevo a gritarle que se pusiese con los libros. Elevando el tono de voz, siguió diciéndole que era un vago incurable, que no iba a llegar a ninguna parte, que era igual que su padre, que...¡basta!, se dijo. Y salió de la habitación. Cogió sus llaves del cenicero y se fue a la calle con el eco de los gritos de aquella mujer que tan harto le tenía. Llegó a la avenida esperando encontrar a Pedro en el banco de siempre pero no había nadie. Se sentó y miró el reloj comprobando que aún faltaban unos minutos para que llegara su amigo. Pensó en hacerse un canuto. Sacó el tabaco y buscó el papel en sus bolsillos pero no lo encontró. Con su precipitada salida, se lo había dejado en casa. Menos mal que estaba bien guardado. La maría sí que la tenía con él. Entonces decidió enviarle un mensaje críptico a su colega para que cuando llegara pudieran liarse el peta sin problemas. Sin embargo, el mensaje de respuesta fue una decepción. Pedro estaba castigado y no podía acudir a la cita. Qué mierda de vida. Se levantó del banco y decidió pasarse por la puerta del instituto. A esa hora salían los compañeros que entrenaban en el pabellón. Lo mismo alguno de ellos se enrollaba hasta la hora de la cena. Cuando estaba llegando, se cruzó en la acera con una mujer que se tambaleaba. La miró sin comprender muy bien que le ocurría y antes de darse cuenta la tenía cogida entre sus brazos evitando que se pegase una hostia contra el suelo. Menos mal que no había fumado, joder. De haberlo hecho, lo mismo se estaba descojonando en ese momento.

Luz cerró su diario y vio cómo la oscuridad empezaba a invadir su habitación. Se tumbó en la cama boca arriba y observó las bombillas en forma de vela que formaban parte de la lámpara del techo. Deberían ser velas de verdad, se dijo en voz alta. Consciente de toda la energía que se derrochaba en el mundo, pensó que se debería poner más empeño en ahorrar mucha de la que se malgastaba. Por ejemplo, así, con velas, que además añadían un aire romántico y nostálgico a los ambientes. Entonces cerró los ojos y se dedicó a escuchar como su hermana mayor regañaba a la pequeña de la casa de la misma manera que lo solía hacer su madre. Qué maruja va a ser, se sonrió. Después se levantó de la cama y abrió su armario. La puerta tenía incrustado un espejo grande por dentro. Se miró durante unos instantes prestando atención a su vestido, sus medias, sus zapatos. Luego levantó la mirada y acarició su pelo negro, y el espejo le devolvió una mirada triste, cansada, tan oscura como la poca luz que entraba ya a esas horas. Se sentó de nuevo en la cama y cogió su diario de entre las pastillas que habitaban la mesita de noche. Lo abrió y releyó lo último que había escrito; en realidad, lo último que iba a escribir. En la última página, inevitablemente, también aparecía la inicial B. Luego, de forma un tanto autómata, abrió una página del principio del cuaderno. Mientras la leía, recordó cuánto dolor sintió al escribirla...Y B me ha llamado gorda. Allí, delante de toda la clase, delante incluso del profesor de guardia. Qué vergüenza, Dios mío, qué humillación he sentido. ¿Tan gorda estoy? Me odio por ello. Odio mi cuerpo, mi rostro, mi nombre. ¿Por qué me tuvieron que llamar Luz? ¿A quién ilumina mi vida? Cerró el diario y lo guardó bajo el colchón. Sabía que no tardarían en encontrarlo, pero al menos habrían pasado las jornadas más duras para su familia. Entonces oyó la voz de su madre. Contaba no sé qué de un desmayo en plena calle. Escuchó cómo preguntaba a sus hermanos por ella. Cerró la puerta con el pestillo. Había llegado el momento. Abrió la ventana mientras oía cómo sus padres la llamaban, mientras golpeaban con insistencia la puerta. Ellos, sus padres, lo poco que le quedaba de su pequeño e intrascendente mundo.
El último pensamiento se lo llevó el vacío. Su recuerdo y su luz envuelven a los que la conocimos.