jueves, 21 de abril de 2011

Seis horas, trece minutos, cuatro segundos

8.25. Estoy entrando en el instituto. Alumnos soñolientos, desganados. Bostezos, alguna expresión zafia, alguna mirada rencorosa por una sanción del día anterior. El saludo a gritos de un grupo de tercero con la energía de haber tomado un desayuno para campeones, el buenos días irónico de un compañero, el parte del conserje sobre una ausencia esperada, en fin, un martes por la mañana de lo más normal.
9.05. Suena el teléfono. Una voz desde una recóndita sección del Ministerio de Educación me pregunta si he recibido un correo donde se me comunica que mi centro ha sido seleccionado para colaborar en una encuesta sobre la cantidad de ejercicio físico que practican los adolescentes. Le respondo afirmativamente y la voz me recuerda que hay un plazo para rellenar dicha encuesta. Ya, le contesto, y añado que le he echado un vistazo y que ante la abrumadora cantidad de datos que me piden, tardaré al menos dos mañanas en completarla. Parece no importarle mucho mi observación y se limita a recordarme el plazo final de envío, no sin terminar la conversación con una impostada despedida más propia de un comercial de telefonía móvil que de un funcionario. Inmediatamente pienso que es un empleado de esos de nueva generación que se fabrican al calor de la necesidad del salario seguro en tiempos de crisis y que brotan de una bolsa de trabajo donde han permanecido ocultos desde que acabaron sus estudios o fueron despedidos de su último empleo. Esos de la pila del conejito incansable, los de usar y tirar cuando su precario contrato se acaba. Esos que pasan fugazmente por un cursillo donde el contenido más relevante que aprenden consiste en impostar correctamente la voz para hacerla más sugerente y persuasiva, una voz que se extinguirá tan pronto como otro juguete con las pilas cargadas les releve al mando de un teléfono inalámbrico y una pantalla de ordenador.
10.20. Llaman a la puerta. Una alumna pide telefonear a su casa para que vengan a recogerla pues dice tener nauseas y algo de fiebre. Añade que se siente incapaz de continuar en clase. Casi recibo a la alumna  con alivio pues la encuesta de marras se me está haciendo insoportable. Pobre niña. Aun así, le replico que debería haberse puesto en contacto con algún profesor de guardia, a lo que me responde que no encuentra ninguno. Es cierto. En ese momento caigo en la cuenta de que faltan tres compañeros ese día y los de guardia no dan abasto. Intento ponerme en contacto con sus padres pero no responden al fijo ni a los móviles que figuran en su ficha. Miro a la niña y le digo que debe esperar, que no puede salir del centro mientras no vengan a por ella. Le ofrezco sentarse en el despacho aunque procuro que no sea muy cerca de mi mesa. ¡Caray!, es que estoy harto de lidiar con virus de todo tipo y condición. Mi sistema inmunológico debe estar muy fortalecido, o todo lo contrario, teniendo en cuenta mis últimas indisposiciones.
11. 15. La niña ha vomitado más veces que la protagonista del exorcista. La primera vez sólo tuvo tiempo de levantarse e intentar decirme algo. Luego, el vómito salió con la fuerza con que lo haría un géiser en el parque nacional de Timanfaya. Me pregunto cómo un estómago tan pequeño puede tener esa capacidad tan virulenta de expulsión o de propulsión, según se mire. Anda que no es difícil vomitar hacia arriba. Limpio el despacho con fregona y amoniaco (el pequeño almacén donde se guardan los productos de limpieza está siempre abierto para quien lo necesite) y le proporciono a la alumna un par de bolsas, que obviamente serán bien aprovechadas. Después de un buen rato, consigo hablar con la madre y acude a recoger a la niña. La mujer pide disculpas por la tardanza en responder, pero finjo no darle importancia a su retraso. Lo que no quiero disimular es el mal rato que la niña y yo hemos pasado mientras la madre llegaba. Ella más que yo, criatura.
11.40. Reunión en el despacho del equipo docente de 4º de ESO A. Es la hora del recreo. Los profesores de ese curso han ido llegando y sentándose. Están esperando que comience a hablar. Sin embargo, con el rabillo del ojo observo que se miran los unos a los otros mientras alguno se lleva la mano a la nariz. Sus expresiones delatan cierta incomodidad y malestar. Yo me río  por dentro porque estoy seguro de que están preguntándose de dónde proviene ese olor y cómo puedo soportarlo sin haber hecho comentario alguno al respecto. Alguno hasta me mira con desconfianza. Los veo descolocados. Puede que haya quien, como en la peli, piense: mira cómo huele el cochino del director. Me digo a mí mismo que debo dar una explicación, pero en el fondo, y teniendo enfrente a algún compañero en concreto, estoy disfrutando tanto con su rigidez y sus caras tan demudadas que decido continuar la reunión hasta el final dejándolos con la incógnita.
12.50. Con la ventana abierta y algo de ambientador parece que el despacho comienza a ser más respirable aunque más frío, pues no habrá más de siete grados ahí fuera. La encuesta está aparcada ya que debo introducir en el programa de gestión Séneca la solicitud de un sustituto para la profe de Francés. Me acaban de entregar su baja y va para largo aunque se trata, afortunadamente, de un problema menor de salud. Cuando estoy a punto de acabar el proceso, el programa me deja colgado. ¿Por qué no me quiere Séneca? Si a mi me encantaba la Filosofía en el instituto. Intento realizar la operación un par de veces más pero el error persiste. Intento volver a la encuesta pero ahora falla la conexión a Internet también. En ese momento aparece el delegado de tercero de ESO B con un papel donde los alumnos han escrito su nombre, carnet de identidad y han firmado para anunciar que al día siguiente van a la huelga. Le pregunto el motivo de la misma y me dice que lo desconoce. Entonces le comunico que ese papel debería habérmelo entregado con cuarenta y ocho horas de antelación y que no se puede hacer huelga porque sí. Decido indagar más en el asunto con la ayuda del jefe de estudios y nos pasamos por todos los terceros. Nadie sabe las razones ni quién convoca la huelga. Al final acabamos descubriendo que es un bulo propagado por unos cuantos alumnos que en el recreo han decidido que, ya que por fin pueden ejercer su derecho a la huelga, ha llegado el momento de convocar una y de paso evitar el examen que tienen de matemáticas al día siguiente. Hacemos un poco de labor didáctica en cada curso, explicando los procedimientos y los cauces establecidos en nuestra normativa y la de rango superior a tal efecto y tratamos de que aprendan de paso a ser conscientes no sólo de sus derechos sino también de cómo ejercitarlos correctamente.
13.55. La inspectora al teléfono. No me han llegado las propuestas de mejora de los resultados de las pruebas de diagnóstico y hace dos semanas que deberían estar colgadas en Séneca, me reclama. Es que Séneca y yo estamos atravesando una crisis los últimos tiempos, le contesto bromeando. Aunque el estoicismo esté en alza (nunca tanto desde los tiempos en que se promulgaba el humanismo allá por el renacimiento), yo cada vez soy más disoluto e inconformista, continuo. Pero veo que no es momento para bromas porque la perorata que sigue a mis palabras me indica que la inspectora no tiene un buen día y que a ella sí le funciona Séneca. Cuestión de rango, qué le vamos a hacer. El principio de que todos somos iguales, también del filósofo, no va mucho con el programa informático que lleva su nombre. No te preocupes, le digo, mañana lo podrás ver en el ordenador y tendrás la correspondiente copia en papel. Otra contradicción más, ¡viva el derroche! En realidad, tendrían que haber llamado al programa de una forma más vulgar, pero de más actualidad; Pocholo, el que hace lo que le da la gana y siempre tiene una sorpresita para cada momento. Se imaginan: hoy Pocholo anda fatal o Pocholo no me deja entrar en él, cómo me ha dejado tirado Pocholo hace un rato…
14.35. Estoy recogiendo. He apagado por fin el ordenador  y me dispongo a dar unas últimas instrucciones al conserje antes de irme a casa. En el pasillo me coge la profe de Música y me lleva de nuevo al despacho porque quiere contarme algo. ¿No puede esperar hasta mañana? Estoy cansado, deseando perder de vista el instituto, harto de día. En fin, ¿qué me cuentas? ¿Algún problema?, pregunto cortésmente. No, en absoluto, me dice, tengo una buena noticia: por fin me he quedado embarazada. Le transmito mi enhorabuena y le doy un abrazo cariñoso, pues aprecio la felicidad que siente en ese momento. Mientras me cuenta con pelos y señales cómo y cúando supo la buena nueva, su rostro va cambiando de color y su voz se va quebrando por momentos. Le sugiero que se siente si se encuentra mal, pero no hay tiempo para una respuesta. Así, de pronto, me vomita en el brazo, sobre la mesa del ordenador, en el portafolios....mientras me agarra la mano con fuerza. Cuando me suelta, su rostro ha recuperado el color y sus ojos brillan de nuevo. Ay, hijo, estos son los inconvenientes del embarazo, pero benditos vómitos, susurra. Yo me limito a girar la cabeza evitando mirar los restos de un desayuno abundante. ¿Qué te pasa? Anda, no seas tan quisquilloso, me dice. No mujer, le contesto, es que estaba pensando que se me olvida algo. Pues no será importante, seguro. No lo sé, respondo, porque llevo una mañana dura. No te quejes, me suelta. Aquí, calentito en tu despacho, sin lidiar con alumnos, trabajando tranquilo. Lo único que te falta es hilo musical y una neverita con refrescos y como Dios, chaval, como Dios.
Dos días después. Un refresco es lo que me mantiene en pie. He visitado tantas veces el cuarto de baño que estoy completamente deshidratado. De repente me vienen a la memoria las últimas frases de mi conversación con la de Música. Ya recuerdo lo que se me olvidaba: comprobar que no haya nadie a la vista entre la puerta de mi despacho y la de la calle cuando voy a echar la llave al final de la jornada.

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