Abrió la ventana mientras sus padres golpeaban con desesperación la puerta de su dormitorio y se lanzó al vacío que separa un quinto piso del duro cemento de la calle.
Esperanza andaba deprisa porque tenía reunión con el tutor de su hija. Este la había llamado mostrando su preocupación por las notas obtenidas por la alumna en la última evaluación. La cita era a las siete de la tarde y se había entretenido terminando de preparar la cena por si el encuentro se alargaba más de lo previsto. Había acostumbrado a su familia a tener el plato listo antes de las nueve y media, aunque luego cada uno cenara cuando le daba la gana. Tenía tres hijas. La menor, de apenas cuatro años, se había quedado al cuidado de su hermana mayor; eso sí, a regañadientes y bajo la promesa de una hora extra el sábado siguiente. Casi vislumbraba la puerta del centro cuando se sintió desfallecer. Se detuvo en seco y apoyó su cuerpo sobre el muro que rodea el instituto. Notó cómo se le nublaba la vista y cómo una sensación de angustia le subía desde las tripas hasta la garganta. Antes de perder el conocimiento sintió el roce de una mano sobre su hombro y la flojedad de unas piernas que ya no la sostenían en pie. Cuando volvió en sí, los brazos de un adolescente le sujetaban la cabeza con fuerza y una mujer abanicaba su rostro con un trozo de papel. Se sentía confusa, sin fuerzas y apenas le salía la voz del cuerpo. La mujer le preguntó cómo se encontraba y ella apenas acertó a balbucear unas palabras inquiriendo qué le había sucedido. Ay, señora, contestó la mujer, se ha caído redonda. Menos mal que el chico la ha cogido a tiempo. Fíjese, alguien ha roto una botella y está usted rodeada de cristales. Se podría haber abierto la cabeza. Esperanza miró al chico y le sonrió llena de agradecimiento. Luego volvió la mirada a su alrededor y comprobó que, efectivamente, había cristales en la acera; algunos de ellos muy gruesos. Con algo de mala suerte, su desvanecimiento podría haber tenido consecuencias fatales. Y encima criticaban a la juventud, pensó. Que si ya no tenían valores, que si eran unos indolentes y unos maleducados. Cogió la mano del muchacho y la besó tiernamente mientras le daba las gracias una y otra vez.
Borja había quedado con su amigo Pedro para dar una vuelta por la avenida. Había recibido el mensaje en su móvil mientras estaba tumbado en el sofá viendo la tele. La tercera vez que su madre le repitió que hiciese los deberes, se levantó y se encerró en su cuarto a jugar durante un rato con la play. Luego se sentó frente al ordenador y chateó una hora con algunos compañeros de clase. Aquella tarde tocaba hablar de la quedada del viernes. Cuando se cansó de las tonterías de unos y de otros, se colocó los cascos y escuchó música hasta que su madre entró en el cuarto y comenzó de nuevo a gritarle que se pusiese con los libros. Elevando el tono de voz, siguió diciéndole que era un vago incurable, que no iba a llegar a ninguna parte, que era igual que su padre, que...¡basta!, se dijo. Y salió de la habitación. Cogió sus llaves del cenicero y se fue a la calle con el eco de los gritos de aquella mujer que tan harto le tenía. Llegó a la avenida esperando encontrar a Pedro en el banco de siempre pero no había nadie. Se sentó y miró el reloj comprobando que aún faltaban unos minutos para que llegara su amigo. Pensó en hacerse un canuto. Sacó el tabaco y buscó el papel en sus bolsillos pero no lo encontró. Con su precipitada salida, se lo había dejado en casa. Menos mal que estaba bien guardado. La maría sí que la tenía con él. Entonces decidió enviarle un mensaje críptico a su colega para que cuando llegara pudieran liarse el peta sin problemas. Sin embargo, el mensaje de respuesta fue una decepción. Pedro estaba castigado y no podía acudir a la cita. Qué mierda de vida. Se levantó del banco y decidió pasarse por la puerta del instituto. A esa hora salían los compañeros que entrenaban en el pabellón. Lo mismo alguno de ellos se enrollaba hasta la hora de la cena. Cuando estaba llegando, se cruzó en la acera con una mujer que se tambaleaba. La miró sin comprender muy bien que le ocurría y antes de darse cuenta la tenía cogida entre sus brazos evitando que se pegase una hostia contra el suelo. Menos mal que no había fumado, joder. De haberlo hecho, lo mismo se estaba descojonando en ese momento.
Luz cerró su diario y vio cómo la oscuridad empezaba a invadir su habitación. Se tumbó en la cama boca arriba y observó las bombillas en forma de vela que formaban parte de la lámpara del techo. Deberían ser velas de verdad, se dijo en voz alta. Consciente de toda la energía que se derrochaba en el mundo, pensó que se debería poner más empeño en ahorrar mucha de la que se malgastaba. Por ejemplo, así, con velas, que además añadían un aire romántico y nostálgico a los ambientes. Entonces cerró los ojos y se dedicó a escuchar como su hermana mayor regañaba a la pequeña de la casa de la misma manera que lo solía hacer su madre. Qué maruja va a ser, se sonrió. Después se levantó de la cama y abrió su armario. La puerta tenía incrustado un espejo grande por dentro. Se miró durante unos instantes prestando atención a su vestido, sus medias, sus zapatos. Luego levantó la mirada y acarició su pelo negro, y el espejo le devolvió una mirada triste, cansada, tan oscura como la poca luz que entraba ya a esas horas. Se sentó de nuevo en la cama y cogió su diario de entre las pastillas que habitaban la mesita de noche. Lo abrió y releyó lo último que había escrito; en realidad, lo último que iba a escribir. En la última página, inevitablemente, también aparecía la inicial B. Luego, de forma un tanto autómata, abrió una página del principio del cuaderno. Mientras la leía, recordó cuánto dolor sintió al escribirla...Y B me ha llamado gorda. Allí, delante de toda la clase, delante incluso del profesor de guardia. Qué vergüenza, Dios mío, qué humillación he sentido. ¿Tan gorda estoy? Me odio por ello. Odio mi cuerpo, mi rostro, mi nombre. ¿Por qué me tuvieron que llamar Luz? ¿A quién ilumina mi vida? Cerró el diario y lo guardó bajo el colchón. Sabía que no tardarían en encontrarlo, pero al menos habrían pasado las jornadas más duras para su familia. Entonces oyó la voz de su madre. Contaba no sé qué de un desmayo en plena calle. Escuchó cómo preguntaba a sus hermanos por ella. Cerró la puerta con el pestillo. Había llegado el momento. Abrió la ventana mientras oía cómo sus padres la llamaban, mientras golpeaban con insistencia la puerta. Ellos, sus padres, lo poco que le quedaba de su pequeño e intrascendente mundo.
El último pensamiento se lo llevó el vacío. Su recuerdo y su luz envuelven a los que la conocimos.
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