Esperó inútilmente que viniese al instituto para rodar de nuevo una escena que había quedado mal, ya que apenas se escuchaba el pequeño diálogo que los dos alumnos habían interpretado. Ángela se encontraba allí, acompañada de su padre, desde hacía media hora. Entonces decidió telefonear a su casa. Fue la madre del chaval quien respondió a la llamada y, de malas maneras, le dijo al profesor que su hijo no acudiría aquella tarde al centro pues tenía un cumpleaños de un amigo. Ante la preocupación que mostró el profesor mientras intentaba explicarle que debían exhibir el trabajo filmado dos días más tarde en la despedida a los alumnos que terminaban sus estudios en el centro, haciendo hincapié en que habían sido tres meses de ensayos y grabación y que esa escena era importante para que se comprendiese la historia que querían contar, la madre soltó un exabrupto y dejó claro que su hijo no tenía ninguna obligación de ir al instituto fuera del horario lectivo. Desde una habitación cercana, el profesor pudo escuchar al padre gritarle a su mujer que colgara el teléfono, añadiendo que la hora de la siesta no era el momento oportuno para llamar a ninguna casa. Finalmente, el padre de Ángela propuso localizar a otro compañero de la clase que, contento de participar en esa escena, se presentó en la puerta del instituto en quince minutos.
Un mes más tarde, ese profesor, que también es el director, recibió la visita de aquel chaval que no acudió a su cita, acompañado de su madre. Era la primera semana de julio. Aburrido de leer las últimas novedades sobre normativa en los centros de secundaria, alzó la frente y arqueó la ceja con cierta sorpresa y algo de indignación cuando vio, ya dentro del despacho y sin previamente haber llamado a la puerta, a aquella persona que tan desagradablemente lo había tratado.
Era una mujer de unos cuarenta años y pelo teñido de rubio, aunque muy poco quedaba del tinte que lo había coloreado. El tono pálido de la pintura de sus labios hacía que, al abrir la boca, resaltase su deteriorada dentadura. Exhibía unos rabillos negros estilo años sesenta, y un rímel aplicado de forma tan rápida que había salpicado unas ojeras visiblemente profundas. Vestía unos pantalones de chándal de color estridente, elaborados con esa clase de licra que tanto se ajusta a la piel y una camiseta del mismo tejido que hacía juego con el azul intenso de su sombra de ojos.
Dirigiéndose a mí de una forma suave, delicada a su manera, me preguntó si tenía un ratito para hablar con ella, a lo cual respondí, con un tono marcadamente hostil, y, sin embargo, correcto en las formas, que siempre disponía de tiempo para atender a las familias. Se me acercó bajando el volumen de voz aún más y me contó que ella y su marido llevaban un año y medio en paro, que apenas entraba dinero en la casa, que la situación era cada vez más difícil y que no podían comprar el material escolar recomendado por los profesores que su hijo debía trabajar en verano para superar las asignaturas que había suspendido. Entonces, volviéndose al chico, le dijo: ¿No es así, Álvaro? Anda, dile a tu maestro que todo lo que he contado es verdad. Mi alumno, un niño tímido e introvertido, lo único que hizo fue asentir con la cabeza sin cruzar su mirada con la mía en ningún momento.
Le pregunté a Álvaro lo que necesitaba, a lo cual la mujer respondió entregándome con rapidez el informe que le había dado la tutora antes del comienzo de las vacaciones. Recorrí varios departamentos y fui cogiendo todos los materiales que venían detallados en el mismo. Sólo faltó un libro de lectura. Le di a la madre el nombre de la librería donde podía recogerlo, aclarándole que no tenía que abonar nada por él puesto que yo avisaría con antelación al establecimiento. Entonces la mujer cogió a su hijo por el brazo y, acercándolo hasta mí, le dijo: anda, dale un beso a tu maestro. ¿No ves lo bien que se ha portado contigo? Y, dirigiéndose a mí, añadió: muchas gracias, cariño. Cuando comience el curso que viene, ya te indica el niño todo lo que no podamos comprar. Álvaro me besó en la mejilla de forma rápida, probablemente sintiendo tanta incomodidad como la que yo mostraba. Sin embargo, cuando su madre y él salían por la puerta del instituto, y mientras ella sacaba un cigarrillo del bolso, se giró hacia donde yo estaba y me sonrió tímidamente.
Volví al despacho e intenté sumergirme de nuevo en la dichosa normativa. Miré la fecha de publicación de la Orden que tenía delante: 28 de junio de 2011. Miré a mi alrededor y me pregunté porqué tenía la impresión de haber participado en un episodio que podría haber ocurrido hace cuarenta o cincuenta años. Está claro que esa mujer nunca habría hablado a un maestro de esa época de la forma en la que me había hablado a mí, ni habría entrado en el despacho de un director como si hubiese entrado en su casa.
La respuesta era Álvaro y el torpe y breve beso que fue forzado a darme, todo lo que quiso y no pudo decirme, pero que quedó perfectamente claro a través de esa tímida sonrisa a modo de saludo final. Era él, y no su madre o su padre, quién llevaba la palabra CRISIS escrita en su rostro.
Y los papeles que tenía delante no eran sino instrucciones sobre el uso de una máquina del tiempo llamada RETROCESO.
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