domingo, 13 de noviembre de 2011

Matices y trazos gruesos

Como en otras ocasiones, ya narradas de alguna forma en este blog, solicité a los progenitores de dos alumnos que acudieran al instituto. Estos dos alumnos se habían enzarzado en una pelea el día anterior. Uno de ellos nos contó al Jefe de Estudios y a un servidor que recibía por parte del otro un “calmante”-- así es como llaman a un puñetazo que impacta directamente sobre el hombro-- día sí y día también. Pero además, no contento con esta manera de expresar afecto a su compañero, ese día el aprendiz de “auxiliar de clínica” le dio dos puñetazos, afortunadamente no muy fuertes, en sus partes íntimas cuando iba caminando tranquilamente por el pasillo. El agredido se volvió y le asestó un par de rápidas bofetadas al de los medicamentos. Un rato después, ninguno se atrevió a poner en duda estos hechos delante de mi compañero, la tutora y de mí. Comprendimos los tres que la reacción de X se debía a un hartazgo y una impotencia que tenía que salir afuera antes o después. Z intentó disculparse varias veces pero se le hizo saber que, aún siendo correcta su actitud en ese momento, sus acciones tendrían consecuencias. En cuanto a X, se le explicó que, entendiendo las razones de su contundente respuesta, el modo de proceder debería haber sido distinto, debiendo informar a su tutora o a algún miembro de la Dirección de lo que estaba ocurriendo, con lo que habría evitado los golpes recibidos y la sanción que afrontaría por haber empleado también la violencia.
Cuando los padres abandonaron el centro, después de una hora de conversación, y esta es la novedad, tuve la sensación de haber asistido a un curso acelerado de cómo la familia debe apoyar, colaborar e intervenir de forma correcta para evitar que hechos como los descritos con anterioridad no se volvieran a repetir. Y los ponentes habían sido los padres de ambos alumnos, los cuales, con una sensatez, calma y lucidez raras de encontrar hoy en día, supieron no sólo comprender el problema y las sanciones derivadas del mismo, sino avalar la labor del profesorado y del equipo directivo implicados en la formación de sus hijos.
Cuando salían, entró un padre que también estaba citado. Le tendí mi mano, a lo cual respondió estrechando la mía con desgana y retirándola con rapidez. Nos sentamos y le expliqué que el motivo de que estuviese allí eran los reiterados insultos que su hijo profería a varios compañeros de su clase. Tenía especial saña, añadí, con Y, un alumno de aspecto físico débil, voz algo chillona y cierto amaneramiento en sus modales. Escuchó en silencio y al final me preguntó sobre el tipo de medida que iba a adoptar. Le dije que tendría que venir algunas tardes al centro. Ayudaría a la limpieza y el orden del mismo y después emplearía un par de horas realizando sus deberes. Me miró de soslayo y me preguntó si eso era todo. Le dije que sí, al tiempo que inquirí su opinión sobre la sanción y su comprensión en cuanto a la gravedad de los hechos. Dándome la espalda me dijo que no tenía más remedio que aceptar lo que el director dijera. En cuanto a los hechos, comentó que no los entendía. Siempre nos hemos insultado llamándonos mariquitas o maricones y no pasaba nada, dijo. Parecía que ahora había una especial sensibilidad con esas palabras. Especialmente en este instituto, añadió. Cerré la puerta. No me molesté en contestarle, y no fue por falta de ganas, incluso aunque proviniesen de un fuero interno tan visceral como didáctico. Es que comprendí que buscaba provocación. Recordé algunas reuniones con familias en las que él había estado presente, y cómo nunca dirigía su mirada hacia mí, siempre de pie para hacerse más visible, mostrando una indiferencia calculada y abandonando las reuniones al final de las mismas acompañado de algún otro padre, comentando algo en voz baja con ademanes despectivos y sin decir adiós.
A la última hora, subí a mi clase de 2º  de ESO. Estaban contentos. Todo lo feliz que se está un viernes a última hora. En mitad de la clase, interrumpí la actividad que estábamos realizando para llamar la atención a una alumna que no dejaba de hablar con el compañero. Entonces, como hago en otras ocasiones, aproveché y comencé a contarles una breve anécdota de las muchas que me han ocurrido en mi vida, personal o profesional, a modo de cuento con moraleja. Normalmente intento que sea atractiva y la salpico con expresiones que les sean familiares, no importándome modificar aspectos de la narración para que les llegue más fácilmente. Entonces observé a dos alumnos que, ignorando mis palabras, que, como suponen, son una bronca disimulada en forma de historieta, estaban “a su bola”, comentando jocosamente algo que les hacía mucha gracia. Les recriminé su actitud y seguimos con la actividad. Mientras la concluían en sus cuadernos, me acerqué a la ventana y me descubrí triste. Lo cierto es que el gris del cielo y el reflejo de los árboles en los charcos no invitaban a un estado eufórico, aunque fuese un viernes a última hora. Pero mi tristeza provenía del hecho de que, precisamente uno de los alumnos a los que había llamado la atención es uno de mis “proyectos” para este curso. Pienso que tiene un potencial muy superior a lo que está mostrando, tanto a nivel académico, como en su comportamiento. Tiene tantas posibilidades. Me recuerda a otros tantos proyectos que he emprendido (y concluido) en estos últimos veinticinco años. Pero de repente me vi fatigado, y un atisbo de escepticismo me llevó a concluir que, tal vez, ya era hora de emplear mis energías con menos ambición. Es más, estoy cansado porque siento que las barreras son cada vez más difíciles de superar.
Cuando volvía a casa, recibí la llamada de un amigo. Me pedía que acudiera a un acto de un político que pertenece a un partido por el cual siempre he sentido preferencia, aunque no esté de acuerdo con algunas de sus decisiones, especialmente en los últimos años, ni me gusten algunos de sus dirigentes. La última vez que acudí a un acto de este tipo fue cuando ese partido estaba a punto de perder las elecciones que lo dejaron fuera del poder en 1996. No dudé en aceptar su invitación. En primer lugar, porque es muy fácil estar al lado de los ganadores, pero, aunque muy espinoso, es más estimulante (coherente, en mi caso)  permanecer en un tren que se va a descarrilar, no dejando solos al maquinista y los auxiliares, y en segundo lugar, porque el acto sólo me comprometía a apoyar la sanidad y la enseñanza pública, algo que hago todos los días. Además, no suelo negar un favor a un amigo, a no ser que me proponga algo indecente. Al día siguiente acudí al pequeño, muy pequeño, encuentro de ese político con algunos profesionales de distintos ámbitos, entre ellos, la sanidad y la educación. Fue algo breve, en el que escuchamos a dos personas hablar de su trayectoria y expresar su temor a los recortes sociales que pueden venir (en realidad, ya los está habiendo). Al final hicieron una foto. Durante unos segundos dudé en echarme a un lado para no aparecer en la misma, pero pronto comprendí que eso no iba conmigo. Cuando la foto se publicó al día siguiente en el periódico local, mi marido, conociéndome, me dijo: no te comas el coco. Seguro que habrá quien te ponga a parir, quien no te entienda, incluso quien quiera hacerte la puñeta. Sin embargo, lo único que tú has hecho es acudir libremente a un acto de una campaña electoral en un país democrático donde se supone que existe la libertad de reunión y de expresión. Tu compromiso ha sido con la defensa de lo público en una sociedad que debe ser justa con todos, no con un partido político. Así ha sido, le contesté yo, pero mi experiencia me dice que esto me acarreará algunos quebraderos de cabeza. Me veo señalado. Me cogió la mano y me preguntó: ¿tú crees que esto es la España de los años 30 o 40? Me hubiese gustado contestarle con un no claro y rotundo. Pero, y siento decirlo, mi no sonó menos convincente de lo que hubiera deseado.

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