lunes, 23 de enero de 2012

De piedras y momias

¿Por qué se conserva así de bien ese cuerpo mientras el que está enfrente es sólo un saco de huesos?, preguntó un alumno. ¿Te has molestado en leer lo que dicen las etiquetas explicativas sobre ellos?, contestó un servidor. Es que están en inglés, prosiguió el alumno, a lo cual, de forma un tanto despectiva, lo confieso, contesté: ¿Y tú eres el que ha pasado en Gran Bretaña cuatro veranos?
Estábamos en la sección egipcia del Museo Británico mientras tuvo lugar esta breve conversación. Llevábamos tres días intensos (y fríos) en Londres con 58 adolescentes de diecisiete años. Era su viaje de fin de estudios.
Antes de ir al Británico, habían estado en la National Gallery, en el museo de Historia Natural y en la Tate Modern. Habían visitado Covent Garden y la Abadía de Westminster, el Palacio de Buckingham y el mercadillo de Camden. Habíamos caminado hasta la Torre de Londres y su vistoso puente, nos habíamos fotografiado en Picadilly y en las escaleras de Saint Paul, y entremedias, habíamos pasado una mañana en Cambridge donde se suponía que debían apreciar esa maravilla que es la capilla del King’s College. Todo eso y más en cuatro días. Y casi todo el tiempo caminando, pues no hay mejor manera de tomar el nervio a una ciudad que patear por sus calles. No cuenta el día de salida ni el de llegada, ya que esos días los diversos desplazamientos ocupan todo el tiempo.
Al ser filólogo de la lengua inglesa, además de un manifiesto enamorado de la cultura anglosajona, y al tener menos clases que mis compañeros, suelo acompañar a los alumnos en este tipo de viajes, junto con la vicedirectora, mujer de espíritu alegre y animoso, aunque el cuerpo ya no le responda de la misma manera.
Este año apenas conocía a los chavales que venían al viaje. Nunca les había dado clase. Sinceramente, la perspectiva de un Londres húmedo y helado, de las palizas diarias visitando lo que tantas veces se ha visitado y enseñado, y de unos alumnos que, en principio, me producían cierto recelo debido al comportamiento de algunos durante el curso anterior, no hacían nada apetecible la excursión. Pero, como cada año, al bajar del autobús en la puerta del hotel, Carmen y yo nos pusimos las pilas y le echamos todas las ganas e ilusión posibles. Y también, como tantas veces al llegar de vuelta al aparcamiento del instituto, respiramos aliviados cuando los padres recogieron a sus retoños que, desaliñados y con más ojeras que Felipe González cuando dejó la presidencia del gobierno, les reclamaban un buen cocido para el día siguiente. Nuestra función había terminado.
Pero, ¿saben algo?  Creo que estos viajes acabarán por no realizarse. O al menos, serán diferentes. Los profesores que han participado en este tipo de actividades saben que son muchas las horas de trabajo que hay que dedicarles antes y durante el viaje, especialmente si duran varios días y la distancia es larga.
Cuando llegué hace dos días a mi casa a las diez de la noche, tras deshacer las maletas, colocar todo en su sitio y poner una lavadora (soy incapaz de irme a la cama si todo no está en orden), me senté un rato en el sofá al calor del brasero y, como en una clase donde el profesor te va poniendo diapositivas (parece que ha pasado una eternidad desde que se utilizaban en las clases), varias instantáneas acudieron a mi retina: el agobio del primer día al ver que, una vez pasado el control de aduana, un alumno había perdido su pasaporte y su tarjeta de embarque; la mirada distraída de los alumnos que escuchaban música mientras me desgañitaba en explicarles de qué tipo de material estaban hechos los leones de la plaza de Trafalgar; la noche que me tuve que levantar a las dos de la mañana porque el escándalo en las habitaciones era monumental, y mientras, con toda la templanza de la que fui capaz, le echaba la bronca a parte de los responsables, podía ver sus risitas impertinentes y algún ademán de chulería. Instantáneas de mi pie derecho empapado (podía haber estrujado el calcetín y haber llenado medio vaso de esa “dark English water”) tras caminar durante un buen rato bajo la lluvia hasta llegar al puente del Millennium. Y la que más frustración me causó: el breve y distante agradecimiento de no más de tres o cuatro familiares antes de llevarse a casa a sus hijos después de tan agotadora actividad.
¿Tanto cuestan unas sencillas palabras, un gesto, un solo vocablo?
 “That’s life”, cantaba Frank Sinatra, y así es, pero ¿es así como debería ser? Entonces me acordé de esos cuerpos yacentes en aquellas urnas de cristal y la impudicia con la que todos nos acercábamos a contemplarlos. Uno yacía en posición fetal y se había conservado mejor debido al lugar de su enterramiento y la labor de la sequedad de la arena del desierto. El otro, al ser confinado en un cajón, enterrado artificialmente, se había deteriorado por completo. Luego recuerdo el comentario del alumno mencionado al principio de esta entrada. Y vuelvo a repetir que quizás fui despectivo al contestarle, pero es que ya había indicado (en castellano) antes de entrar en el museo que adquiriesen un mapa y leyesen los comentarios sobre las piezas del museo que más les interesaran, no ya por curiosidad sino también como una forma provechosa de poner sus conocimientos de inglés a prueba.
Después seguimos con las momias, los sarcófagos. Recuerdo a unos cuantos alumnos escuchándome mientras les explicaba que la muerte para los egipcios no era sino un tránsito hacia otra vida. Y esos alumnos me estaban atendiendo con interés. Era la primera vez que visitaban Londres. En realidad, algunos estaban allí gracias al enorme esfuerzo económico que habían hecho sus padres. Esos eran los que, sin duda, más estaban disfrutando de la experiencia, aprovechando cada instante, descansando lo suficiente por la noche para aprovechar el día.
Sí, hay vida después de la muerte, pensé. Esos fósiles de vida fácil y salario mensual seguro, que es como se empeña parte de la sociedad en vernos, no somos aún momias. Y si lo somos, estamos en una transición hacia otra vida. Todo es cuestión de pelea y lucha, como requiere cada proceso transformador. Y habrá que trabajar duro y hacer ver al resto de los ciudadanos que nuestra labor es necesaria, que no somos unos meros transmisores de conocimientos que repiten como loros lo mismo día tras día. Hay que gritar que intentamos hacer de los niños y los jóvenes unos adultos responsables, honestos, abiertos de mente; personas comprometidas con su entorno y con aquellos que los necesitan.
Luego me fui a la cama, agotado, pero habiendo terminado de ver “mis diapositivas”, que habían cambiado de color. Ahora eran hermosas postales de un grupo que reía mientras perseguía a las ardillas en Regent Park, que se lo pasaba en grande en la cúpula de San Pablo, susurrándose unos a otros a través de los muros y pudiéndose escuchar a más de treinta metros de distancia, y que se quedaban asombrados frente a la tumba de Isaac Newton (de algo tenía que servir El código Da Vinci) en la Abadía de Westminster.
Y pensé que no había estado nada mal ese viaje, pero me juré, una vez más, que no repetiría.
No sé, ¿a quién quiero engañar?

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