Quedaron,
no sin cierta guasa, para el miércoles 28 de diciembre, el día de los
Inocentes. María y Luis venían de Madrid, Jorge de Valencia y Julia de
Bilbao. Jaime los acogía en su casa de Córdoba. La excusa era la cena
que celebraban cada año desde que se conocieron tiempo atrás en la
universidad de verano de La Rábida mientras asistían a un curso sobre la
obra de Juan Ramón Jiménez.
Jaime
había preparado unos entrantes fríos, salmorejo y flamenquines (que
cena tan cordobesa, ¿verdad?). De postre, una tarta de tres chocolates
que cocinaba con ayuda de la Thermomix y que parecía, y sabía, como auténtica
repostería elaborada por el más delicado pastelero. Comieron, bebieron
un buen tinto de Navarra que había traído Julia, y hablaron de mil temas
pisándose la palabra los unos a los otros casi con ansiedad. Acabaron
la noche jugando a las películas por equipos. Ganaron las chicas. Por
poco, ¿eh?
A
la mañana siguiente, cada uno viajó para reunirse de nuevo con sus
familias. Antes de partir, acordaron que la próxima sería en Madrid y
que llevarían puestas las camisetas verdes que Luis les había regalado.
Una vez solo en casa, Jaime se tumbó sobre el sofá, abrió el periódico y
comenzó a leerlo; como casi siempre, de atrás hacia delante. En la
sección de Cartas al director se topó con una firmada por una tal Isabel
Núñez Arenas. ¿De qué le sonaba ese nombre? De pronto recordó que había
sido compañera suya durante unos meses en un instituto de la provincia
de Almería, mientras él hacía una sustitución por una baja de
maternidad. Su rostro le vino de inmediato a la memoria. Isabel era una
chica vivaracha y locuaz, bastante divertida y a veces deslenguada. Sin
embargo, la carta que firmaba destilaba un pesimismo feroz y una
profunda amargura. Entonces le llegaron algunos ecos de las distintas
conversaciones mantenidas con sus amigos la noche anterior.
Perfectamente habrían encajado en la carta de Isabel. Tal vez sonando
menos lúgubres, pero abriéndose paso como esas rabiosas verdades que es
necesario que todo el mundo sepa. Dejó el periódico sobre la mesa y
cerró los ojos. ¿Qué quedaba de esa reunión de amigos?, se preguntó. Y
la respuesta le llegó, por deformación profesional sin duda, en forma de
fichas, de hojas de observación. A saber:
María, interina, profesora de Lengua y Literatura. Número de registro personal xxxxxxxxxxxxxxxxxxx17.
Cuatro años y tres meses de experiencia laboral. Dos oposiciones
aprobadas. Casada, con un hijo de dos años. Marido en paro. Estudia de
nuevo oposiciones para el 2012 sin saber si finalmente se convocarán
plazas para Secundaria. Su marido cuida de su hijo por las tardes para
que ella pueda estudiar a la par que realiza parte de sus tareas como
profesora de un instituto en un pueblo de la comunidad de Madrid.
Luis,
profesor en paro. Especialidad en Cultura Clásica. Nivel C1 de inglés.
Seis años de experiencia en la docencia en centros públicos. Este curso
no lo han llamado para trabajar. Dos oposiciones aprobadas también.
Piensa rellenar solicitud para todas las comunidades donde se convoquen
oposiciones, aunque sabe que con su especialidad lo tiene muy difícil.
Estudia una media de ocho horas diarias. El resto lo dedica a trabajar
junto a otros compañeros en campañas de defensa de la escuela pública.
Jorge,
maestro de la especialidad de Primaria. Hace sustituciones desde
Febrero de 2009. Comparte su vida con Félix, también maestro
generalista. Félix trabaja como interino en un colegio de una barriada
humilde de Valencia. Ahora sólo se ven los fines de semana, pues Jorge
está dando clases en un pueblo a más de 150 kilómetros del piso que
tienen alquilado en Cullera. Una oposición aprobada. Cuando se despiden
los domingos por la tarde, se recuerdan mutuamente la obligación moral
de no renunciar a una estabilidad laboral que les permita la estabilidad
emocional tan deseada.
Julia,
interina de Geografía e Historia. Número de registro personal
xxxxxxxxxxxx53. Aficionada a la literatura al igual que sus amigos.
Divorciada, con dos hijos. Nueve años de experiencia laboral en doce
centros distintos. Una oposición aprobada; la que le permitió entrar
primero como sustituta y, luego, coger una vacante anual. Está asustada.
Sus hijos y ella viven de su trabajo. Su ex marido no le pasa pensión
alguna ya que está en “desaparecidos sin fronteras”. Cuando acuesta a
sus hijos, ambos de corta edad, se mete en la cama con los
temas de oposición hasta que, rendida, se le cierran los ojos. De vez
en cuando, consigue que su vecina Maribel se quede con los niños por la
tarde y así dedicar más tiempo a las oposiciones.
Después
de ese breve repaso a las “fichas” de sus amigos, Jaime fue al cuarto
de baño. Mientras se lavaba las manos miró su rostro en el espejo del
lavabo y comprobó que él no era sino otro número más de registro
“provisional”. Su novia vivía en Málaga, donde trabajaba en una
gestoría. Ni siquiera se habían planteado compartir vivienda. Él era
hijo único y sus padres, ambos enfermos y dependientes, vivían en el
piso de arriba. Se consideraba afortunado de haber obtenido una vacante
en Córdoba capital. Podía atender a sus padres cuando Catalina
(contratada gracias a la ley de Dependencia) se marchaba a las tres de
la tarde. Vivía con pesar el ver tan poco a la persona de la que estaba
enamorado, pero entendía que ella no quisiera perder un trabajo por el
que había luchado durante mucho tiempo. No estaba el panorama para
gestos de romanticismo heroico. Se echó mano a la cartera y miró el
décimo de lotería que había comprado para “el niño”. ¿Quién sabe?, se
dijo. Tal vez esta vez no le toque a Fabra y la suerte se reparta entre
tanta gente que lo necesita. Luego volvió al sofá y al periódico. Una
foto de Esperanza Aguirre visitando una exposición se coló en su retina.
Entonces intentó calcular el número de oposiciones que esa señora
habría tenido que aprobar para haber sido ministra de Cultura y después
presidenta de una comunidad autónoma durante tanto tiempo.
Por lo menos siete, se respondió.
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