Este
es un viaje a la vocación perdida, a la vocación que huyó desalentada
ante el pavor de verse aplastada por una mole llamada administración, un
laberinto de hormigón horizontal lleno de pequeños habitáculos poblados
por gente muy lejana a ella. Vocación que se evaporó por la
incomprensión de aquellos que cerraban todas las puertas que ella les
iba abriendo, por la indiferencia de una sociedad que no la valoraba,
por el desafecto de esos otros a quienes cortejaba y dirigía su energía y
cariño.
Es
un viaje al cansancio, a la rutina, al esfuerzo del levantarse casi de
noche mientras tu cuerpo y un pellizco en la boca del estómago te piden
que te quedes en la cama. Es llegar a una habitación anodina y ver
rostros que no te dicen nada, que apenas notan tu presencia delante de
una pizarra desgastada sin haber tenido siquiera tiempo para ello. Es el
hartazgo de observar cada día esos mismos rostros a mediodía sin que su
expresión haya cambiado ni sus miradas muestren curiosidad alguna por
lo que ven y escuchan.
Es
un recorrido hacia la ausencia del impulso necesario que te ayude a
continuar en la senda emprendida tiempo atrás. Un trayecto del que se
fueron apeando quienes eran muchas veces un ejemplo digno de seguir,
parte de un paisaje lleno de ilusión y del que no eran ajenos aquellos a
quienes esa vocación se dirigía. Es una marcha que tu también quieres
abandonar.
Y
de repente ves que hay otro tren que parte en dirección contraria. Un
tren al que han engrasado la maquinaria y dado una mano de pintura. Un
viejo cacharro al que le cuesta trabajo echar a andar, que a duras penas
sale de la estación, pero que, orgulloso, se hace oír a través del
típico sonido que producen las ráfagas del vapor de escape, llamando la
atención de los que aún permanecen en el andén y de los pasajeros de
otros trenes.
Y
ves que en los diferentes vagones van pasajeros de muy diversa índole y
condición social. Jóvenes y no tan jóvenes. Los que nunca perdieron la
vocación de enseñar y los que ansían dedicarse a hacerlo. Van padres y
madres que velan porque nunca decrezca el espíritu de sus hijos por
formar parte de esa maravillosa aventura que es conocer y comprender. Y
van niños y adolescentes que, con suerte, ayudarán a hacer de este mundo
un lugar mejor. Con suerte, sí, y con esfuerzo y constancia.
Entonces,
como en las pelis del Oeste, te tiras a la cuneta con el tren en
marcha. Te sacudes el polvo y te dices: mañana será otro día, mientras
intentas subirte a una vieja locomotora que nunca ha dejado de viajar.
(Para aquellos que, en estos tiempos, andan entre el desaliento y el desánimo. Nada dura eternamente)
(Para aquellos que, en estos tiempos, andan entre el desaliento y el desánimo. Nada dura eternamente)
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