Yo
fui un niño del BUP, pero antes lo fui de la EGB y, aún antes, lo fui
de las “Andresitas”. No se equivoquen, no se trata de un colegio privado
perteneciente a alguna congregación de monjas. Las Andresitas eran dos
hermanas maestras (si alguna vez tuvieron el título oficial, no podría
asegurarlo) que ya eran mayores cuando comencé a asistir a su casa para
recibir instrucción. Entonces, y hablo de finales de los años sesenta,
los niños asistían a la escuela pública a partir de los seis años. Sin
embargo, mis padres, al igual que otros en el pueblo, pensaban que a la
escuela había que ir sabiendo ya leer y escribir. Por tanto, mi padre
mandó hacer una pequeña silla acorde con mi tamaño a un carpintero amigo
suyo (yo no tendría más de cuatro años) y todos los días cogía esa
silla, mi cuaderno y mi estuche, y me desplazaba solito a través de
varias calles, que no eran sino cuestas empinadas, hasta llegar a la
casa de aquellas mujeres. Era un edificio grande y antiguo, en plena
decadencia, situado en una de las partes más antiguas del pueblo, frente
a una plaza poblada entonces por árboles centenarios, llamada, de forma
un tanto contradictoria, Plaza Nueva.
A
mí me inspiraba terror aquella casa, y en cierto modo, aquellas
mujeres, aunque no fuesen personas crueles en realidad. No lo sé. La
verdad es que guardo vagas impresiones sobre ellas al ser yo tan niño.
Pero el primer recuerdo de mi vida que se me viene a la memoria fue la
paliza que me dieron mis padres un día, a cuenta de una ausencia a su
clase. Era una tarde de invierno, por lo visto, y subiendo una de esas
calles, me encontré con un amigo y me propuso que nos fuésemos a jugar a
su casa. Así lo hicimos. Cuando regresé a la mía, ya de noche, mis
padres estaban en la puerta con la cara demudada. Hasta ahí no tengo
imagen alguna, sino lo que mis padres me contaron con el paso del
tiempo. La primera fotografía real que almacena mi mente es la de mi
padre quitándose el cinturón y mi madre la zapatilla. Dieron buena
cuenta de su angustia y su rabia en mi trasero. No volví a faltar a casa
de la Andresitas nunca más. Entre otras cosas, porque me pasé unos
cuantos días castigado en el cuarto de las ratas, y ese cuarto daba
mucho miedo. Si había ratas o no, nunca lo supe, pero me parecía oírlas
roer, ante lo cual, me pasaba todo el rato cambiando mi silla de
posición o subiéndome a ella.
Evidentemente,
cuando llegué al colegio de mi pueblo, sabía leer y escribir, como
otros tantos niños. Pero también estaban aquellos que nunca antes habían
estado delante de una cuartilla de ortografía o de un manual de
escritura. Qué desazón me produce escuchar a aquellos que se quejan de
que no se puede atender la diversidad (para ellos un concepto inventado
en la LOGSE) porque es imposible trabajar apropiadamente con la variedad
de alumnos que hay hoy en las aulas. Esa variedad ya era algo muy real
antes incluso de que naciera la LGE (Ley General de Educación, 1970). Y
si no, pregunten a aquellos maestros que hacían un esfuerzo titánico
para sacar adelante a tantos alumnos que provenían de medios rurales,
con padres analfabetos y que compartían pupitre con otros que les
llevaban una ventaja enorme. Por supuesto que es difícil trabajar ante
tan notoria diversidad de ritmos, capacidades y conocimientos previos,
pero es lo que nos toca hacer. Y aquellos maestros eran capaces, no sólo
de hacer aprender a los que nada o poco sabían, sino de estimular y
hacer avanzar a los que ya les aventajaban unos kilómetros.
Mis
padres, que no provenían de familias acomodadas precisamente, hicieron
un esfuerzo enorme por que mis hermanos y yo tuviésemos esa oportunidad
extra. Sin embargo, no fueron capaces de culminar esa generosa y
acertada idea del papel tan importante que juega la educación en la vida
de las personas en el caso de mi hermana. Así era aquel tiempo. Cuando
ella acabó el último curso de EGB (algo parecido a la Educación Primaria
actual, para los jóvenes lectores), mis padres le negaron la
posibilidad de seguir estudiando, ya que ello entrañaba pagarle un
internado, o al menos, añadir la cantidad que la beca del Monte Pío, si
se la concedían, no cubría para dicho menester. En mi pueblo no había
instituto, y ya me habían enviado a mí el año anterior a uno,
perteneciente a una Orden que, por cierto, prefiero evitar mencionar (de
hecho me enviaron, sin saberlo, al infierno, aunque esa es una historia
de mi vida que nadie conoce realmente y así espero que siga
sucediendo).
Estaban
muy apretados económicamente y trabajando a destajo en empleos
extenuantes y mal pagados, como el de mi madre, o alternando varios,
como ocurría a mi padre, para sacar adelante una hogar con tres hijos y
dos personas mayores, mis abuelos, que vivían con nosotros. Pensaron
que, al ser una chica, no era tan importante que se formara, una vez que
tenía el título de enseñanza básica.
Esto
no es un ajuste de cuentas con mis progenitores. Es contarles una
triste realidad. Mi hermana era tan buena estudiante como yo. Trabajaba
de forma más metódica y era muy constante. Hubiese tenido, conociéndola
como la conozco, un éxito indudable en el bachillerato y en la
universidad. Su vida podría haber sido diferente, no necesariamente
mejor, pero nunca lo sabremos porque no tuvo opción de elegir. Tiene dos
hijas. Una de ellas terminó su licenciatura hace tres años. La otra
está en su segundo año de universidad. A ellas sí se les ha dado la
oportunidad.
La
semana pasada (una de esas semanas en las que te juras que cuando
llegue junio lo mandas todo al carajo) tuve varias experiencias con
padres y madres en el instituto. Alguna, dolorosa, y otras, francamente
desagradables. Eran padres con formación universitaria, pero qué difícil
fue apreciar este hecho en alguno de ellos. Mi hermana no la tiene,
pero, de manera individual, y en el poco tiempo que le queda después de
trabajar y atender a su familia, se ha ido formando, especialmente a
través de la lectura. Es una lectora voraz. Ella y mi cuñado han
inculcado en sus hijas de forma natural, con sensatez y dejándose ayudar
en este aspecto cuando lo han necesitado, la importancia de una
formación académica amplia. Mi hermana y mi cuñado no tendrán un título
universitario, pero han sabido inculcar en sus hijas valores que ya
quisieran inculcar otros padres a los que les sobran “estudios”.
Yo
sólo puedo añadir que me alegra ver cómo mis clases están llenas de
chicos, y, especialmente, de chicas. Y no me vale eso de… “las buenas
van al cielo y las malas a todas partes”. No, las malas, si son lo
bastante inteligentes, van a la universidad, donde están la mayor parte
de las buenas.
(A mi sobrina Alicia, mi más fiel lectora)
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