Justo
unos días después de cumplir trece años, mi amigo Paco y yo decidimos
que una noche nos escaparíamos de casa de madrugada e iríamos a robarle
las cerezas a Don Antonio, uno de los maestros del pueblo. Don Antonio
era entonces un hombre mayor al que los niños del colegio le teníamos
bastante respeto, pues no se andaba con rodeos a la hora de castigar
cualquier falta de respeto o de atención en sus clases. De hecho,
algunos compañeros y yo tuvimos un primer aviso de lo que nos esperaba
cuando, tres años antes, estando en quinto curso de EGB, nos lanzó a la
cabeza, desde la pizarra, la palmeta de madera que solía llevar al
aula. Ya fuera por su falta de puntería o por la rapidez de reflejos que
mostró mi compañero, el caso es que aquel incidente terminó con el
cristal de la ventana hecho añicos y el calzoncillo de alguno de
nosotros tan húmedo como la camiseta de un ciclista tras subir un puerto
de montaña.
No
siempre tenía Don Antonio ese mal temperamento. En mis recuerdos,
siempre selectivos y a veces imprecisos, lo veo como un hombre bonachón,
alto y fuerte, un buen maestro que repetía y repetía una explicación
hasta que se aseguraba de que la habíamos comprendido. En el último
curso, le tocó enseñarnos lo que ahora se llama Conocimiento del Medio.
En realidad, eran conceptos de Biología, Física y Química. Estábamos en
aquellos días estudiando la tabla de los elementos químicos, cuando a
alguien de la clase (juro que no recuerdo si fui yo) se le ocurrió traer
unas bombas de peste y hacerlas estallar en el suelo del aula justo
unos segundos antes de que él entrara. Menudo cabreo se cogió aquel
hombre. Su rostro desprendía tanto calor como las ascuas de unos troncos
de olivo que terminasen de arder y su frente, amplia debido al poco
cabello que le quedaba, se tornó más roja que el carmín de los labios
que exhibía doña Purita. Entonces cogió al alumno que él creyó
responsable de aquella trastada y lo levantó del suelo más de un palmo.
Mientras lo sujetaba con un solo brazo, con la mano izquierda le dio dos
guantazos que dejaron al pobre chaval sumido en un mar de lágrimas y
desconsuelo. Por eso, había que humillar a aquel gigante y dejarle el
guindo más pelado que su cráneo.
Llegó
la noche en la que debíamos llevar a cabo nuestra venganza. No acompaño
dicho vocablo del consabido “dulce”, pues quedaría bastante obvio si
les digo que no pensábamos deshacernos de las cerezas y arrojarlas en
cualquier sitio. Todo lo contrario. Más bien, pensábamos darnos un
atracón de esos deliciosos frutos rojos, pues no en vano, en aquella
época, una de las aficiones favoritas de los chiquillos de nuestra edad
era robar fruta cuando llegaba el verano. Incluso en una ocasión,
pasamos una tarde en el cuartel de la Guardia Civil tras pillarnos mi
vecino Lucas con varios de sus melones y sandías recién arrancados de
las matas flotando en su alberca para que estuviesen fresquitos a la
hora de hincarles el diente. También recuerdo a nuestros padres llegando
al cuartel uno tras otro, y después de saludar como era debido en aquel
lugar, sin mediar palabra alguna, darnos el correspondiente bofetón
antes de preguntar lo que había ocurrido. Debo añadir que esa no fue la
última vez que nos zampamos un melón de la vega de Lucas, ni la última
sandía.
Pues
bien, al dar las dos en el reloj del ayuntamiento, me levanté sin hacer
ruido y, como me había acostado vestido, al momento estaba abriendo la
puerta del balcón del dormitorio. Comprobé que no había nadie en la
calle en ese instante y me deslicé con sigilo hasta la ventana exterior
del cuarto de estar. De ahí, salté a la acera. Me resultó extraño no
encontrarme con algún alguacil durante mi camino a la casa de Paquito,
que era como todos lo llamábamos. Fue al llegar a su calle, cuando me
topé con la primera dificultad. Los vecinos que vivían enfrente solían
echar unos colchones en la calle cuando el calor apretaba en verano. Y
allí estaba toda la familia, en aquella pequeña y empinada calle de la
parte alta del pueblo, durmiendo literalmente bajo las estrellas,
acompañados por los ronquidos que el matrimonio emitía de manera nada
acompasada sin que ello supusiera un inconveniente para el profundo sueño del resto del grupo.
Sorteé como pude ese puzle de colchones y llegué hasta la casa de mi
amigo. Su dormitorio tenía una ventana a la altura de la puerta
principal, por lo que no me costó trabajo llegar con mi mano hasta la
misma. De acuerdo a la contraseña que habíamos planeado, di tres golpes
en el marco para llamar su atención. Esperé su respuesta durante algunos
segundosy,
ante la ausencia de la misma, volví a golpear otras tres veces con un
poco más de contundencia. Quien respondió fue su abuela, con la que
Paquito compartía alcoba para que la anciana se sintiera acompañada y
segura durante la noche. Cuando le dije que era yo, tardó unos segundos
no sólo en recriminar mi conducta, sino que me envió a casa de nuevo
bajo amenaza de darme un buen bastonazo y poner en conocimiento de mis
padres aquella travesura. Cuando me batía en retirada, alcancé a oír la
voz de Paquito emitiendo algo parecido a una disculpa mientrassu
abuela le advertía que el bastón podía ir antes a su cabeza que a la
mía. Aun así, mi experiencia nocturna pudo acabar peor cuando, al pasar
junto al jergón del matrimonio roncador, tropecé y casi me caigo encima
de la mujer. Menos mal que apenas llegué a rozarla. No quiero ni
imaginar lo que habría ocurrido de haberse despertado el marido en aquel
instante.
Llegué
a mi casa, escalé de nuevo hasta el balcón de mi dormitorio y me acosté
sin desvestirme. Antes de que me venciera el sueño, pensé en la
inutilidad de aquel esfuerzo, en lo ridículo de mi escapada, en el
triste final de lo que había imaginado como una gran aventura. Sin
embargo, cuando hoy escucho hablar a mis alumnos sobre cómo pasan su
tiempo, a esos que tienen ahora la edad que yo tenía cuando esto
ocurrió, no puedo evitar añorar aquellas andanzas, aquellos pequeños
episodios que llenaron mi infancia y parte de mi pubertad.
Esa
aventura no transcurrió como Paco y yo imaginamos, pero fue nuestra
imaginación la que la hizo posible…aunque nunca tuviese un final tan
dulce como el gusto que deja una cereza roja que se deshace en la boca
de un adolescente.
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