miércoles, 16 de mayo de 2012

Anoche



Anoche, frente al espejo del cuarto de baño, mientras preparaba la pasta dentífrica para limpiarme los dientes, me dediqué a poner caras. Cara de de alguien interesante, arqueando la ceja derecha, pues no logro hacerlo con la izquierda; cara grave, como el que tiene que comunicar una noticia trágica; cara de ausencia, de alguien que emocionalmente está lejos de allí en ese momento. Intenté fingir la sonrisa que esbozaría un individuo que se cree superior al que tiene enfrente, pero pretende no ofender a su interlocutor de forma manifiesta. Por último, intenté poner la cara de alguien que vive un gran momento de felicidad.
Sin embargo, en casi ninguna de esas caras me vi creíble. O soy muy mal actor o demasiado exigente. Al final me incliné por una tercera opción más plausible y sencilla: no era el momento adecuado. Estaba cansado de una jornada de trabajo larga y calurosa y tenía sueño. No estaba alerta, como suelo estar durante el día.
¡Ay, cuando estoy en guardia! En una mañana en el instituto, puedo pasar de fingir que soy el monstruo que se zampa niños durante el desayuno, al compañero al que cierta incapacidad intelectual le impide distinguir un halago bienintencionado de un hiriente sarcasmo; me muevo entre la cara de póker ante unos padres que me quieren hacer ver las horas de esfuerzo que su hijo dedica al estudio a pesar de tener siete suspensos y la del burócrata aburrido que da instrucciones, siempre con corrección, a los administrativos o los conserjes. De mostrar un rostro algo desencajado cuando aprecio verdadero dolor en alguna madre que no sabe de qué recursos valerse para detener el rumbo que su hijo ha iniciado en un viaje “a ninguna parte”, a la sonrisa franca que te provoca el que un mico que no mide más de un metro cincuenta te llame señor director, aunque sepas que es para evitar una sanción.
¿Cuántas de esas expresiones reflejan un sentimiento no fingido? ¿Cuántas de ellas son herramientas de trabajo, máscaras gastadas de un actor de función diaria?
Hoy, al llegar a casa a las tres y media, mientras me lavaba las manos antes de almorzar, me he mirado al espejo de forma instintiva, tal vez recordando lo que había hecho la noche anterior. Entonces, he visto a alguien que pronto dejará de utilizar la cuarta decena para decir su edad, que lleva enseñando lo suficiente como para que sean los hijos de sus antiguos alumnos los que ahora ocupen el lugar que ellos dejaron. He visto los restos de mil caretas impregnados en cada surco de cada arruga. Pero son restos tan pequeños que apenas se aprecian. El grueso de esas máscaras se ha ido desmoronando, liberando unas facciones desgastadas pero cada vez más limpias. Y es que cada día necesito menos estar en guardia. Cada día me permito un poco más ser lo que pienso que soy.
Por eso, he cambiado el perfil de este blog. Mi nombre es Manuel y mi apellido, la combinación de los que me dieron mis padres. Así es como quiero que me conozcan. Por mi nombre y por las historias que les cuento. Ah, y si creen que alguien más podría querer conocer esas historias, no duden en presentarme. Para mí será un placer.

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