Anoche,
frente al espejo del cuarto de baño, mientras preparaba la pasta
dentífrica para limpiarme los dientes, me dediqué a poner caras. Cara de
de alguien interesante, arqueando la ceja derecha, pues no logro
hacerlo con la izquierda; cara grave, como el que tiene que comunicar
una noticia trágica; cara de ausencia, de alguien que emocionalmente
está lejos de allí en ese momento. Intenté fingir la sonrisa que
esbozaría un individuo que se cree superior al que tiene enfrente, pero
pretende no ofender a su interlocutor de forma manifiesta. Por último,
intenté poner la cara de alguien que vive un gran momento de felicidad.
Sin
embargo, en casi ninguna de esas caras me vi creíble. O soy muy mal
actor o demasiado exigente. Al final me incliné por una tercera opción
más plausible y sencilla: no era el momento adecuado. Estaba cansado de
una jornada de trabajo larga y calurosa y tenía sueño. No estaba alerta,
como suelo estar durante el día.
¡Ay,
cuando estoy en guardia! En una mañana en el instituto, puedo pasar de
fingir que soy el monstruo que se zampa niños durante el desayuno, al
compañero al que cierta incapacidad intelectual le impide distinguir un
halago bienintencionado de un hiriente sarcasmo; me muevo entre la cara
de póker ante unos padres que me quieren hacer ver las horas de esfuerzo
que su hijo dedica al estudio a pesar de tener siete suspensos y la del
burócrata aburrido que da instrucciones, siempre con corrección, a los
administrativos o los conserjes. De mostrar un rostro algo desencajado
cuando aprecio verdadero dolor en alguna madre que no sabe de qué
recursos valerse para detener el rumbo que su hijo ha iniciado en un
viaje “a ninguna parte”, a la sonrisa franca que te provoca el que un
mico que no mide más de un metro cincuenta te llame señor director,
aunque sepas que es para evitar una sanción.
¿Cuántas
de esas expresiones reflejan un sentimiento no fingido? ¿Cuántas de
ellas son herramientas de trabajo, máscaras gastadas de un actor de
función diaria?
Hoy,
al llegar a casa a las tres y media, mientras me lavaba las manos antes
de almorzar, me he mirado al espejo de forma instintiva, tal vez
recordando lo que había hecho la noche anterior. Entonces, he visto a
alguien que pronto dejará de utilizar la cuarta decena para decir su
edad, que lleva enseñando lo suficiente como para que sean los hijos de
sus antiguos alumnos los que ahora ocupen el lugar que ellos dejaron. He
visto los restos de mil caretas impregnados en cada surco de cada
arruga. Pero son restos tan pequeños que apenas se aprecian. El grueso
de esas máscaras se ha ido desmoronando, liberando unas facciones
desgastadas pero cada vez más limpias. Y es que cada día necesito menos
estar en guardia. Cada día me permito un poco más ser lo que pienso que
soy.
Por
eso, he cambiado el perfil de este blog. Mi nombre es Manuel y mi
apellido, la combinación de los que me dieron mis padres. Así es como
quiero que me conozcan. Por mi nombre y por las historias que les
cuento. Ah, y si creen que alguien más podría querer conocer esas
historias, no duden en presentarme. Para mí será un placer.
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