¿Por qué los profesores sienten que han perdido el prestigio que antaño disfrutaron? ¿Disfrutaron realmente de un verdadero reconocimiento en este país alguna vez? ¿Cómo se mide el prestigio de los que se dedican a una profesión? ¿Son los médicos, los jueces, los arquitectos, los ingenieros, más valorados que los maestros? ¿Cuándo dejaron de perder los docentes la autoridad dentro del aula?
Las respuestas a estas preguntas serían tan diferentes como los interlocutores a los que se las hicieran. Si se tratase de unos padres cuyo hijo está fracasando como alumno y no es capaz de avanzar en el proceso de aprendizaje, probablemente dirían, entre otras cosas, que el centro educativo no es capaz de motivar lo suficiente a su niño y que parte de la culpa es de un profesorado desganado que no trabaja lo suficiente. Si los que contestaran a las preguntas formuladas con anterioridad fuesen unos padres de un alumno académicamente brillante, responderían que la escuela es sólo un complemento en los logros de su hijo y que ni siquiera está a la altura debida para extraer de ese chaval todo lo que en realidad puede dar de sí. Por eso, los más pudientes buscan, y pagan, ayudas especializadas para incrementar el nivel de conocimiento de sus hijos en algunas asignaturas, teniendo en mente, casi desde la etapa de Primaria, las notas que necesitarán para cursar la carrera universitaria apropiada, siendo últimamente las de doble titulación las más requeridas.
Este análisis, tan simplista como estéril, valdría exclusivamente para la enseñanza pública. En la enseñanza privada, el profesor recibe el respeto de su alumnado y el reconocimiento de las familias. ¿Es así?
Les voy a contar cómo percibo yo, día a día, la autoridad y el prestigio que se supone que debo tener como profesor y director de un centro público con un nivel académico más que aceptable entre su alumnado.
Algunos días acudo a mi centro en un autobús urbano que me deja a doscientos metros escasos del mismo. Una mañana, dos señoras que llevaban a sus hijas a un conocido centro privado para chicas de esta ciudad comentaban la dificultad de un examen de matemáticas que las niñas habían realizado el día anterior. Por lo que pude oír, comprendí que no eran precisamente expertas en dicha materia. Sin embargo, y a pesar de que hablaban de la inclusión en ese examen de cuestiones que se suponía que no se habían abordado en clase, las madres advertían a sus hijas que, bajo ningún concepto, se les ocurriese protestar ante el profesor por tener que contestar a esas preguntas. Una de las madres, mirando con una mezcla de complicidad y temor a la otra, concluyó: ¡con lo que me costó que admitiesen a la más pequeña! Además, hace muy bien don Ricardo en exigirles ese nivel. Si Elena quiere hacer biotecnología, su esfuerzo le tendrá que costar.
Ese mismo día por la tarde, tuve una reunión en mi centro con un grupo de padres para informarles acerca de una actividad extraescolar que la vicedirectora y yo estábamos organizando. Era un viaje que duraría seis días con el alumnado de 2º de Bachillerato. Las edades de esos chicos están entre los diecisiete y dieciocho años. Por tanto, esa excursión entrañaba unas dificultades que provenían de los intereses y actitudes de estos últimos con respecto a salidas nocturnas, consumo de alcohol, etc. Mi compañera informó a los padres allí presentes, un grupo numeroso, de que se les entregaría un modelo de autorización en el que debían hacer explícito su acuerdo o desacuerdo hacia cuestiones del tipo: autorizo a mi hijo a salir después de cenar en compañía de otros alumnos, autorizo a mi hijo a acudir a locales donde sirvan bebidas alcohólicas, a fumar en lugares donde esté permitido, etc. Tanto la vicedirectora como yo pusimos mucho empeño en aclararles que estaríamos pendientes de que los alumnos actuaran de acuerdo a lo expresado en dichas autorizaciones y que vigilaríamos su comportamiento durante el viaje, informándoles de las consecuencias que les acarrearía el incumplimiento de las normas establecidas en el centro para tales eventos, etc. Lógicamente, se estableció una discusión sobre la conveniencia o no de dejarles salir en una ciudad por la noche, y sobre otros aspectos del viaje. Para intentar reconducir la reunión, les recordé que sabía que muchos de ellos salían todos los fines de semana, volviendo a casa algunas veces casi al amanecer. De pronto, un padre preguntó si nosotros íbamos a acompañar a los alumnos en esas salidas, a lo cual respondimos negativamente, añadiendo que nuestro trabajo consistía en organizar sus actividades (como pueden imaginar de carácter académico y cultural) desde que se levantasen por la mañana hasta que terminasen de cenar, acompañándolos en todo momento, atendiendo a sus necesidades y solventando los problemas que surgiesen. Entonces pude oír un comentario realizado para que lo escuchasen los padres y no llegase hasta nosotros. Lo que ocurre es que el emisor de dicho comentario no midió bien el volumen de voz empleado, y como aún el oído me funciona bastante bien, sus palabras llegaron nítidas hasta mí. Fue algo así como: estos van de vacaciones a costa de nuestros hijos y quieren las menos complicaciones posibles. Así también me voy yo y hasta me llevo a mi mujer, no te jode.
Ignoré esas palabras con mucho esfuerzo porque más de veinte años organizando viajes con alumnos te preparan para oír ese tipo de cosas y otras todavía peores. Cuando volvimos de aquella excursión, agotados, pues nos llevamos a más de sesenta alumnos y el comportamiento de algunos nos causó algún problema grave, tan sólo dos o tres padres se acercaron a agradecernos la labor realizada. Tampoco es un drama. Suele ocurrir la mayor parte de las veces, especialmente desde hace algunos años. A lo que no me he acostumbrado es a la indiferencia (a nadie se le niega un saludo). De aquel autobús que llegó a las puertas del centro casi a medianoche, después de todo un día de viaje, se bajaron no sólo los alumnos, sino dos personas que habían estado a su cuidado durante seis largos días y seis largas noches. Pero no éramos nadie. Incluso percibí la mirada reprobadora de algunos padres por el retraso en la hora de llegada. Qué le vamos a hacer. A lo mejor deberíamos haber amenazado al piloto del avión con denunciarle por no salir a tiempo.
Mantengo la idea de que la educación es un servicio público, como la sanidad. Y uno no le da las gracias al médico porque te diagnostique y te recete unos medicamentos. Pero si ese médico aparte de hacer lo anterior, se detiene más de lo habitual con el paciente, proporcionándole una atención especial y ofreciéndose a hacerle un seguimiento fuera de lo común, ese médico es Dios. Incluso el paciente escribirá una carta al periódico local para hablar maravillas sobre él y agradecerle su interés y esfuerzo. Las secciones de cartas al director están llenas de ese tipo de misivas.
Entonces, ¿quién te da o no el reconocimiento? ¿Quién te otorga autoridad? Mi respuesta es simple: quien, aparte de percibir la enseñanza como un servicio, la valora como un bien universal. O sea, las personas generosas y con sentido común, no importa lo instruidas que estén. Una cosa no está reñida con la otra, como bien saben los que leen este blog.
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