lunes, 12 de marzo de 2012

Rojo


Conocí a Segis (Segismundo) en unas jornadas sobre normativa curricular hace unos años. Mi primera conversación con él tuvo lugar en uno de esos agradecidos descansos que los organizadores tienen a bien programar para que los asistentes tomen un café o simplemente caminen durante un rato y estiren las piernas que están tanto o más agarrotadas que sus neuronas cerebrales cuando llevan escuchando a una persona más de dos horas; ponentes que, a veces, están tan encantados de escucharse a sí mismos que no son capaces de observar el hastío que producen sus palabras cuando la idea principal la han exprimido hasta dejarla más seca que una uva pasa.
Pues bien, ya fuera por una imperiosa necesidad de tomar cafeína para no quedarse dormidos en el aula o por ausencia de civismo, la actitud beligerante de toda aquella gente en la cafetería esa mañana hacía que Segis y yo fuésemos incapaces de encontrar un hueco en la barra, y en uno de los intentos desesperados por hacernos oír ante un camarero desbordado, su voz y la mía sonaron al unísono pareciendo más dos niños de San Ildefonso el día 22 de diciembre que dos directores de instituto. Este hecho nos produjo un ataque de risa incesante y escandalosa que nos obligó a irnos de aquel lugar ante la mirada despectiva de los compañeros de dichas jornadas que, desde aquel momento, comenzaron a mirarnos como a frikis que usurpaban dos puestos que podían haber ocupado otros directores que habrían tenido, con seguridad, un comportamiento más acorde con las circunstancias.
Después de un par de descansos más y alguna pella, ya habíamos hablado de cine, cocina, música y literatura, y estábamos entrando en terrenos personales que propiciaban otro nivel de conocimiento y el principio de una relación más allá del colegueo profesional. Precisamente comentando algunas obras de cine en cuya apreciación coincidíamos, recalé en su preferencia por películas que contenían el tema de la venganza como eje fundamental de sus argumentos. Iba a preguntarle el porqué de esa inclinación cuando llegó la hora de acudir a la última sesión del curso. Nos sentamos y le susurré al oído que ya se terminaba aquel suplicio. Sin embargo, pareció ignorar mis palabras y concentró su mirada en el ponente que estaba a punto de iniciar su disertación. Lo miraba con tanta intensidad que diría que en aquel momento sólo había dos personas en el aula. Por otro lado, su mirada, a ratos dolorosa y a otros raramente complaciente, era la de alguien que acaba de ver a quien se lleva buscando toda una vida. Así se pasó la hora y media que aquel hombre estuvo hablando. Al finalizar, y apartándome casi de un codazo, se colocó en medio del pasillo de pupitres de tal manera que el ponente no pudiera evitar toparse con él. Cuando justo lo tenía delante de él, una compañera se interpuso entre los dos y dirigiéndose a Segis le dijo: No sabes las veces que me ha preguntado Leo por ti este mes. Leo era ese hombre del que Segis no apartaba su vista. Entonces, antes de que éste pudiese reaccionar, Leo le cogió la mano efusivamente y se la estrechó con fuerza. Después le echó el brazo por el hombro y lo sacó del aula mientras no dejaba de hablarle, casi susurrarle al oído, como podría hacerlo un amigo que se reencuentra con otro tras un largo período de tiempo. Por mi parte, sólo alcancé a observar el desconcierto y la impotencia que reflejaban el rostro de Segis mientras era arrastrado hacia la puerta.
Como era el final de la última jornada, pensé que no tendría tiempo de despedirme de él antes de marcharme y sentí algo de tristeza, pues lo cierto es que me parecía alguien interesante y, en cierto modo, había hecho de esos tediosos días algo agradable.
Me puse a recoger mi material mientras la compañera de antes, muy locuaz ella, intentaba saber mi opinión sobre la formación recibida. Contestar con evasivas no hizo sino aumentar su curiosidad, visto lo cual, le dije que todo había estado perfecto, repitiéndolo una vez más de manera contundente para que no albergara dudas y me dejara en paz. Ya estaba saliendo cuando de repente me di cuenta de que Segis había olvidado la funda de sus gafas sobre el pupitre. La cogí y fui a buscarlo para devolvérselas. Miré en la entrada, pregunté al conserje, que ya estaba apagando luces del edificio; le rogué que me permitiera mirar en las clases contiguas, lo cual hizo a regañadientes, pero no lo encontré. Debía haberse ido ya. Salí al patio donde tenía aparcado mi coche y cuando iba a abrir la puerta, sentí como si un perro me agarrara el tobillo por detrás mientras ladraba. Era Segis. Joder, tío, con la bromita. ¿Quieres que me un infarto?, le espeté. A ti no, pero no me importaría que le ocurriese al cabrón con el que me has visto hablar, contestó de manera enigmática. Pues sí que le tienes aprecio, añadí yo. Luego, como quien cuenta a otro la trama resumida de una película, Segis me narró una pequeña historia y comprendí, justo al final de la misma, su afición por los thrillers de venganza.
Leo era unos años más joven que Segis. Se habían criado en el mismo pueblo. Aunque no había mucha diferencia de edad entre ambos, apenas se habían tratado de niños. Sabía de él porque era compañero de su hermano pequeño en el colegio. El hermano de Segis era un chico algo especial. De carácter algo indolente y susceptible y maneras bastante femeninas, los demás niños del colegio solían hacerle el vacío. Nunca se molestaron en conocerlo bien. Nunca supieron de la bondad de su corazón, de cómo se volcaba con alguien cuando se le hacía un poco de caso, de su soledad extrema. La familia de Segis sufría todo esto en silencio. No se hablaba de ello en casa. Pero llegó la excursión de fin de estudios, cuando los alumnos terminaban octavo de EGB, y el hermano de Segis decidió que él, a pesar de su forzada exclusión, quería ir. Su madre intentó convencerlo para que no fuera, intuyendo la serie de despropósitos que vendrían más adelante, pero su padre vio la excursión como una oportunidad para que el chico se creciera ante las adversidades, se hiciese más fuerte y no dependiera afectivamente tanto de su mujer. Le dio el importe que costaba el viaje al maestro encargado del mismo y pensó que era el dinero mejor gastado en los últimos años.
Cuando quedaba una semana para que tuviese lugar la excursión, a los padres de Segis los llamaron al colegio. La directora les explicó que le habían pegado a su hijo en el patio durante el recreo. Les explicó que sabían quiénes habían sido y también las razones de la agresión. Era sencillo, dijo la directora. Ningún chico quería compartir habitación con su hijo, y, claro está, aunque un par de chicas se habían ofrecido a hacerlo, ni el colegio ni los padres de éstas, añadió, permitirían jamás que eso ocurriese. Su hijo, entonces, había insultado a los compañeros por negarse a acogerlo y unos cuantos, dirigidos por Leo, le habían zurrado. Aunque la agresión no tenía justificación alguna y los responsables iban a ser sancionados, todo esto se podría haber evitado, continuó la directora, si los padres de Segis hubiesen calculado los riesgos de alentar a su hijo a realizar una actividad de ese tipo conociendo sus circunstancias. Cuando los padres salieron del despacho de la directora, se miraron y no pronunciaron palabra alguna. Sin embargo, la madre se preguntaba una y otra vez por qué la directora había calificado aquello de sencillo. ¿Sencillo?, Dios mío, si tan sólo fuese un poco sencillo. El hermano de Segis siguió sufriendo el acoso, la incomprensión y el aislamiento por parte de casi todos los chicos del pueblo hasta que acabó por marcharse de aquel lugar.
Ahora Segis se acababa de encontrar con Leo muchos años después en una ciudad lejos de aquel pueblo. Y Leo le había pedido que le echase una mano con su hijo mayor, un chaval con problemas de disciplina y de aprendizaje. Era el mes de las preinscripciones. Al hijo de Leo no le correspondía el instituto de Segis, ni por zona, ni por colegio de referencia, pero había oído hablar tanto de la buena labor que Segis y su equipo hacían con chavales como su hijo que por fuerza tenía que admitirlo. Eres mi salvación, le había dicho, y somos del mismo pueblo. Si los paisanos no se ayudan…
Ahí cortó Segis la historia. Yo alcancé a comentarle que ese tal Leo podría haber encontrado un argumento menos cazurro y lamenté lo que había tenido que pasar su hermano. Él siguió sin decir palabra. De forma un tanto autómata cogió la funda de sus gafas y esbozó una sonrisa amarga. Luego le pregunté si había aprovechado la ocasión para ponerlo en su sitio. Su expresión se hizo más amarga aún. Hizo un leve, pero costoso intento por responderme y, sin embargo, se dio media vuelta y desapareció.
Lo volví a ver en otro encuentro de directores al comienzo del curso siguiente. Dicho encuentro, auspiciado por los servicios de Inspección, tuvo lugar en su centro. Cuando lo estaba saludando en el recibidor, un chaval al que uno no le quitaría la vista de encima si se lo encontrase en una calle de noche, se le acercó para decirle que lo llamaba la profesora de Educación Especial. Ya voy, Leo, le dijo, ya voy.

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