Cuando
era pequeño, mi abuela Francisca (sí, esa de la que ya les he hablado
en otras ocasiones) me llevaba los veranos a Madrid. Allí vivía su
hermana pequeña, mi tía Lola. Como muchas otras familias andaluzas, mi
tía y su familia emigraron a la capital de España en busca de una vida
mejor, en realidad, en busca de una vida. Para mi abuela, su hermana era
como una hija. Mi bisabuela había parido diez veces. Cuando Francisca,
la mayor, era una joven de apenas veinte años, su madre enfermó y se
pasó casi todo el tiempo en la cama hasta que murió. Mi abuela, con la
ayuda de su padre, sacó la familia adelante con esfuerzo, ternura y
sacrificio. Adoraba a sus hermanos, pero no podía evitar sentir
debilidad por su hermana Lola y, aún más, por la hija de ésta, a la que
también había ayudado a criar, junto a mi hermana y a mí, antes de que
abandonasen el pueblo definitivamente. Pues bien, durante algunos años,
al llegar agosto, mi abuela y yo nos montábamos en un autobús que nos
llevaba a Jaén y allí cogíamos “la Pava”, la línea regular que unía esa
ciudad con Madrid. El viaje se hacía sofocante y agotador, como pueden
imaginar. A mediados de los años setenta, atravesar Despeñaperros por
aquellas carreteras atestadas de camiones y seiscientos era algo
interminable. Pero, cuando llegábamos a Villaverde Bajo y mi tía y mi
abuela se fundían en un largo abrazo jalonado de besos y veía a mi prima
y ante mí se abrían tantas perspectivas, tantas cosas por hacer (ver
cine en la Gran Vía, merendar en el Cerro de los Ángeles, ir al Prado…),
los vómitos y el sudor del camino se quedaban en la pañoleta que,
tímidamente, escondía ante los demás, como una mera anécdota que
recordar el verano siguiente, justo antes de subir a “la Pava” de nuevo.
Una
tarde nos encontrábamos mi prima y yo paseando por Sol al anochecer.
Cómo habíamos almorzado temprano, me preguntó si tenía hambre, a lo cual
contesté afirmativamente. Entonces, me propuso entrar en un sitio que
habían abierto recientemente para comernos un perrito caliente. Percibí
tanta ilusión en su propuesta (ya verás, te va a encantar,ahí los ponen buenísimos) que
me dejé llevar hasta aquel lugar “tan moderno”. Lo cierto es que iba
angustiado. Pero, ¿qué íbamos a hacer? ¿De verdad nos íbamos a comer a
un pobre perro? Había poca distancia desde donde nos encontrábamos hasta
el bar o lo que fuera aquello, pero esas decenas de metros se me
hicieron eternas. Dios mío, pensé, que no me toque la parte del rabo
(tanto en el sentido literal como en el figurado). Un sudor frío comenzó
a recorrerme el cuerpo y mi rostro tuvo que cambiar de color hasta
quedarse más blanco que el algodón, pues mi prima me preguntó si me
sentía bien. Sí, sí, acerté a contestar, con un hilillo de voz que apenas me salía del cuerpo. ¿Seguro?, apostilló. Que sí, prima,
le dije zanjando la cuestión. Pero yo por dentro me quería morir.
Cuando llegamos a la barra y pidió dos perritos y dos refrescos, la
angustia y el asco empezaban a producirme amagos de arcadas. Yo me
preguntaba a qué grado de salvajismo se había llegado en aquella ciudad
que se comían a los perros como si fueran conejos o pollos. Debe de ser
una moda, me decía. Pero por muy modernos que quisieran ser, comerse una
parte de un perro me parecía un hecho atroz. ¿Y si le decía que tenía
ardor de estómago o que me había empezado a doler la tripa? La excusa
era del todo creíble, pues no había más que echar un vistazo a mi cara
que, bajo el neón, lucía mortecina en aquellos espejos que decoraban el
interior. También pensé sugerirle que solicitara alguna parte del perro
que fuese lo menos desagradable y, a ser posible, lo más pequeña
posible. Llegué a pensar en una costillita, como las de choto que
comíamos en el pueblo, pero como no estaba seguro de que se pudiera
elegir, ya que ella no lo había mencionado al dirigirse al camarero, me
pareció que sería muy poco cortés, además de desagradecido por mi parte.
Así nos había educado la abuela. Había que celebrar lo que se nos
ofreciera. De repente, allí estaban los perritos. Dos salchichas
embutidas en dos trozos de pan. Me acercó uno y me aconsejó que le
echase un poco de tomate frito y mostaza. Te va a saber más rico, sugirió mi prima. ¿Este es el perrito?, inquirí, no fiándome del todo de que aquello no fuera más que un aperitivo antes de que viniera el canino. Pues claro, hombre, ¿qué va a ser si no?
Y entonces observó la expresión de alivio que se adueñaba de todo mi
cuerpo. Vamos, que volví a ser persona. Ella se echó a reír, intentando
adivinar lo que se me podía haber pasado por la mente mientras llegaban
los dichosos perritos. Ay, pobrecito mío. Qué mal rato has debido de
pasar. Pero ¿por qué no has preguntado lo que íbamos a tomar si no
sabías lo que era? No sé, prima. Es que aquí es todo tan diferente al
pueblo que no quería parecer un cateto provinciano, acerté a decir, más relajado. Qué
bobo eres, si en Madrid hay de todo menos madrileños. Y te aseguro que
muchos de ellos aún no saben lo que es un perrito caliente. Anda, come,
que no te va a morder. Y siguió riendo un buen rato.
Esta
pequeña historia, completamente cierta, se la conté a un alumno mío
durante uno de los recreos que pasó sancionado en mi despacho el curso
pasado. Había insultado a otro compañero de forma grave. Podía haber
optado por otro tipo de sanción, pero el tiempo me ha demostrado que, a
veces, hay alumnos que responden bien a este tipo de sanciones, en las
que hablamos e intentamos analizar las razones por las que se producen
comportamientos indebidos que causan malestar y, en alguna ocasión,
sufrimiento a otras personas. Aquel chico era un buen chaval que no
calculó bien el alcance de lo que él había creído que era una simple
broma.
Recuerdo
que, sin pretenderlo yo deliberadamente, me habló de una cruzada que
estaba llevando a cabo. Estaba intentado reconciliar a sus padres, los
cuales se habían separado hacía un par de años. Él creía saber las
causas de dicha separación y, al parecerle dichas causas ajenas a la
convivencia familiar, incluso a la relación de ambos cónyuges, había
urdido un plan que con el tiempo debía dar resultado. Entre las
estrategias que había puesto en marcha estaba la de pasar más tiempo con
su padre, que en aquel momento vivía fuera del domicilio familiar. El
hombre poseía un pequeño restaurante y mi alumno se iba allí los fines
de semana a echar una mano. Se notaba que adoraba a su padre. También le
gustaba lo que hacía con él en ese pequeño negocio. ¿Y tu madre no se molesta porque no pases con ella algo más de tu tiempo libre?, quise saber. Bueno,
estoy con ella a diario. Además, lo que ella desea es verme feliz.
Cuanto más feliz me vea con mi padre, más probable es que ella también
quiera compartir esa felicidad, ¿no crees?, me preguntó con
ansiedad. Como no sabía muy bien qué contestar y en la conversación
habían salido a relucir ciertos alimentos que se servían en el
restaurante del padre, no se me ocurrió otra cosa que echar mano de ese
breve periplo con los perritos calientes. Ya ven lo que uno termina
haciendo al cabo del día para intentar borrar la tristeza de los ojos de
un chiquillo y hacerle esbozar una sonrisa. A lo mejor, algún talibán
de la enseñanza piensa que aquellos recreos tenían bien poco de sanción y
mucho de paternalismo. Bueno, quizás los nuevos aires que soplan desde
ese Madrid al que sigo añorando nos traigan a los profesores y a los
responsables de los centros escolares una nueva forma de abordar la
disciplina en las aulas. A lo mejor, el nuevo ministro tiene a bien
promover más formación/instrucción para mejorar la labor de los
directores e incluye en la misma algún curso del tipo “las mil y una
formas de castigar a un alumno, disfrutando en cada intento”.
Yo, al sado, por ahora no me apunto.
Esta
es mi entrada número cincuenta. Nunca pensé que llegaría a escribir
tantos pequeños relatos. Ojalá los hayan disfrutado de algún modo. Esa
ha sido siempre mi intención. Como cantaba aquella vedette:
Agradecido
Y emocionado
Gracias por ….
A mi marido
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