Mi
estado de ánimo me impulsa a escribir sobre algunas de las
experiencias un tanto dolorosas y frustrantes que he vivido en las
últimas semanas. Quisiera contar con su complicidad para poder
lamentarme, para que entendieran por qué en estos días vuelvo una y otra
vez sobre mis últimos veinte años y me veo como el autor de una novela
que, una vez en las librerías, intentara hacer desaparecer todos los
ejemplares a la venta para reescribir aquellas páginas que podrían ser
manifiestamente mejorables, o como el director de cine que no supo o no
pudo decidir sobre el montaje final de su película.
Sin
embargo, el enorme cartel que cuelga de la fachada del hipermercado que
hay frente a mi casa me indica que ya es primavera en el Corte Inglés. Y
me siento ante el ordenador pensando que ustedes, en estos convulsos y
oscuros tiempos en que vivimos, no merecen más dosis de angustia y
pesimismo. Así que echo mano de aquella canción de Nat King Cole
titulada L.O.V.E. y me pongo algo tierno, y es entonces cuando viene a
mi memoria una breve pero intensa relación amorosa que dos compañeros de
trabajo mantuvieron hace unos años en mi centro sin que prácticamente
nadie se percatara de la misma. Porque el amor, especialmente en esta
estación del año, está en todas partes, incluso en las aburridas salas
de profesores que hay en cada escuela o instituto.
Fue
una historia que los protagonistas llevaron con absoluta discreción,
entre otras cosas porque él estaba casado y ella acababa de comenzar una
relación con alguien al que había conocido poco tiempo atrás. ¿Cómo
supe yo de este enamoramiento, si muchos días no puedo ni tomarme una
manzanilla en la cafetería? Es sencillo. En todas las empresas, públicas
o privadas, hay un Sauron, un ojo que todo lo ve. Y ese ojo, en mi
centro, tiene una lengua que, imitando la hiperactividad del globo
ocular, todo lo casca. Una vez que supe, a través de Sauron, lo que
acontecía entre mis compañeros, le advertí de forma tajante que esa
lengua tan vivaracha y locuaz debía permanecer muda, so pena de que se
la cortase de un tajo con la navaja barbera que heredé de mi padre.
Pero,
en el fondo, debo confesarlo, también a mí me daban ganas de coger al
primero que se me cruzaba en el pasillo y ponerlo al corriente de lo que
estaba pasando. Me moría de las ganas de contarlo. Somos puro morbo,
qué le vamos a hacer.
Ella
era una profesora cumplidora que, durante los dos o tres cursos que
estuvo en el centro, mantuvo una relación afable con todo el mundo. Él
faltaba al trabajo alguna vez que otra, justificando dichas ausencias
por enfermedad, bien de algún miembro de su familia, bien de él mismo.
Sauron, siempre atento, empezó a notar que dichas ausencias coincidían a
menudo con la finalización de la jornada escolar de ella. Incluso
comprobó cómo ambos salieron del centro, por separado claro está, una
mañana de miércoles en la que ella tenía dos huecos en su horario. Ese
día, él dijo encontrarse mal, con ganas de vomitar. Será un virus,
comentó, antes de comunicar al jefe de Estudios que se marchaba a casa.
A Sauron le faltó tiempo para ir a buscarme y, esbozando la sonrisa que
pondría un niño pequeño que ha pillado a su hermana adolescente besando
a su noviete y que cree desde ese momento que en adelante será ella
quien realice sus tareas de casa, suspirar levemente y decir: Qué rico pegarse un camazo a estas horas, en mitad de la semana. Qué suerte tiene este tío.
Luego
salieron a relucir los diferentes puntos de vista desde los que ambos
veíamos la situación. A mí me parecía que no estaban haciendo lo
correcto. Los dos tenían un compromiso con otras personas. En el caso de
él, su compromiso era aún más firme. ¿Qué ocurriría si de repente todo
se supiese y llegara a oídos de su mujer? A mi compañera la disculpaba
más porque, al fin y al cabo, estaba soltera. ¿Que estaba saliendo con
otro? Bueno, de eso sabíamos poco y, por lo que ella había comentado a
algún compañero, el cual tampoco tardó mucho tiempo en repetirlo a otros
colegas más, lo suyo no era sino un tonteo (ya saben, en este aspecto,
muchos adultos no hemos superado la tierna adolescencia, de modo que si
en una reunión nos tomamos alguna que otra copa, acabamos jugando a eso
de “verdad o atrevimiento”, con tal de que el cotilleo que se produce a
continuación no le parezca a nadie un acto de mal gusto). Sin embargo,
Sauron celebraba la osadía de los amantes y mostraba sin pudor su
envidia por no tener la oportunidad de hacer lo mismo. ¿Tú crees que la mujer de éste es tonta?, me preguntaba de forma retórica. Ojos
que no ven…ya sabes. De todas formas, ¿qué más da? Si los vieras por la
calle, joder, si parecen el matrimonio de Cuéntame. A estos les tendría
que caer un rayo en medio para que se separaran, o terminar de pagar la
hipoteca, que es lo que de verdad desata ataduras en esta vida que nos
ha tocado vivir. Lo cierto es
que si alguien nos hubiese visto discutir sobre el tema en cuestión,
hubiese pensado que también nosotros formábamos parte del elenco de la
serie antes mencionada, en calidad de vecinos metijones al calor de un
carajillo en la barra de un bar.
Después
de aquel día, decidí que no volvería a mencionar el asunto con el
“Señor Oscuro”, ni con nadie, por supuesto. Me sentía mal cada vez que
lo hacíamos. ¿Y si no era verdad?, me preguntaba. Y aunque lo fuese,
¿qué me importaba a mí lo que dos personas, de forma libre, hiciesen con
sus vidas? Tengo que admitir que al prestarles más atención de la
debida, especialmente cuando ambos se hallaban en el mismo espacio, me
parecía observar alguna mirada furtiva entre ellos, o el esbozo de una
leve sonrisa que no iba dirigida precisamente hacia el que les estaba
dando conversación en ese momento. Y entonces yo pensaba que
probablemente alguno de los dos estaba recordando algún hermoso detalle
de sus momentos juntos. Miraba a mí alrededor y tenía la impresión de
que, con la pasión de su aventura furtiva, contagiaban el ambiente, y la
gente parecía más feliz. Por los pasillos no veía otra cosa que alumnos
y alumnas cogidos de la mano mostrándose ternura a través de gestos y
palabras (y a algún alumno/alumno, alumna/alumna también, porque en este
centro, en el que agradezco poder trabajar, eso ocurre de vez en
cuando). Incluso la manzanilla que tan amablemente me sirve muchos días
esa estupenda mujer que hay tras la barra de la cafetería del bar sabía a
canela fresca.
Cuando
a las tres salía del instituto y cogía el coche para ir a casa, en el
momento de pasar por esos grandes almacenes con su enorme letrero, no
podía evitar pensar que ya no sólo nos vendían ropa o alimentos, a la
vez que un sin fin de abalorios inútiles, sino que dirigían nuestras
emociones de una forma cada vez menos subliminal y más agresiva. Como me
volvían a entrar remordimientos, aunque esa vez fuese por una causa
diferente, le daba al play y escuchaba a Nat, lo cual siempre es emoción
con denominación de origen y calidad superior.
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