La cafetería de un instituto es un lugar ruidoso y molesto en el recreo. Un lugar donde decenas de cuerpos se apelotonan con sus voces chillonas pidiendo casi todos lo mismo y de lo mismo casi nada sano. A veces cuando paso por allí en busca de algún alumno o profesor (al que le cuesta hacer malabarismos no derramar el café entre tanto empujón), sonrío cuando observo a algún pequeñajo reclamar insistentemente su bocata de tortilla de patatas y pienso que al menos él no se mete la dosis de azúcar y grasa refinada que, como una droga, necesita la mayoría. También pienso que con unos cuantos bocatas más seguro que acaba por rellenar su figura, y el vaquero probablemente se le ajuste bien a la cintura para no mostrar sus calzoncillos de forma tan elocuente. No es por nada, pero no acabo de ver las posibilidades estéticas de esta moda de enseñar los gallumbos o las bragas, que desde mi punto de vista, nada puritano por cierto, en absoluto favorece a quien la practica. Incluso hay alumnos a quienes el trasero del pantalón se les queda en una mera arruga con cinturón y lo que resalta es algún color chillón de mal gusto o algo con rayas estridentes que quema la retina. Sin embargo, me encantó cuando aparecieron los primeros chavales con sus pendientes, las primeras chicas con el esmalte de uñas negro...de pronto nuestros centros se parecían más a la jungla de adolescentes que yo había visto en otros países europeos (no en sus clases, donde en la mayoría visten uniforme y van tan formalitos) sino en la calle, en las tiendas de discos o de video juegos. Nunca he tenido problema con un tinte de pelo estridente, ni con algún tatuaje, incluso algunos son divertidos, pero eso sí, no aguanto lo de enseñar la ropa interior ni por supuesto tolero a nadie en mi clase con la cabeza cubierta por prenda alguna.
Aquel día de noviembre llegó el jefe de estudios con un séquito de alumnos, y la profesora de guardia, todos muy alterado, y entraron en dirección. A primera vista pude observar que uno de ellos sangraba por la nariz y tenía los nudillos de la mano rojos y algo despellejados. Otro llevaba la camisa abierta por debajo del pecho y con algún jirón a la altura del cuello. El séquito lo cerraba la profesora de guardia que venía sofocada e intentando poner orden dentro del grupo. Como parecía imposible hacer que se callasen y poder escuchar lo que el jefe de estudios quería decirme, pegué dos palmadas sobre la mesa y se hizo el silencio (qué difícil es calmar a un grupo de adolescentes en un episodio de este tipo).
Había habido una pelea en la cafetería. Según la profesora, el individuo con el gesto ceñudo, la camisa rota y una actitud chulesca se dirigió de pronto hacia el individuo que se condolía de la mano y le asestó un cabezazo en el rostro, concretamente en la nariz. El segundo, más fuerte y algo más corpulento, lo agarró por el cuello y se lo llevó hacia la pared y, cuando todo el mundo pensaba que le iba a asestar un puñetazo de los de peli del oeste, aplastó su puño sobre el cemento y contuvo el dolor como buenamente pudo mostrando un gesto de rabia e impotencia a la vez que mascullaba algo que nadie alcanzó a comprender.
La profesora confirmó la información ofrecida con anterioridad y los alumnos comenzaron a hablar todos a la vez sin que se les pudiera entender mientras los dos protagonistas del incidente permanecían mudos y cabizbajos. Cuando de nuevo logré poner orden, pregunté uno a uno si lo que había ocurrido concordaba con lo expresado por el jefe de estudios y, aunque con algún matiz, parecía que así había sido. Despejé el despacho y, una vez a solas con los alumnos de marras, les pregunté el motivo de la pelea. Nada, silencio. Pregunté de nuevo y de nuevo la callada por respuesta. Al ver que mi enfado iba en aumento, el que había recibido el cabezazo alcanzó a decir que no sabía por qué el otro se había comportado así. Me miró, aún con el pañuelo sujetando la nariz y me dijo: ya sabes, director, que soy sub-campeón de judo de Andalucía; lo podía haber machacado, pero me he contenido, no se porqué, lo juro, pero me he contenido.
Me dirigí al otro y le conminé a que hablase. No tengo nada que decir, murmuró. Entonces cogí el teléfono, localicé el número de sus padres y los llamé.
Una hora más tarde tenía en la mesa a los padres de los alumnos. En realidad, acudió el padre del que inició la pelea y la madre del otro chico. Les informé de lo acontecido y la primera en hablar fue la madre. Con gesto de preocupación y rabia increpó a su hijo preguntándole si esa era la educación que había recibido en casa. El chaval se defendió respondiendo que él no había iniciado la pelea. Me da igual, dijo la madre, has participado en ella, y ¿qué has conseguido? hacerte polvo la mano y echarte abajo la nariz. Así no se hacen las cosas, continuó, eso no es lo que te hemos enseñado ni lo que aprendes en judo.
Por eso me contuve, mamá, dijo el chaval, por eso mismo.
Me volví hacia el otro alumno y le dije que, efectivamente, habia salido muy bien parado de una situación que él había provocado. Entonces su padre saltó como un resorte y dijo: bueno, bueno, algo habrá hecho ese para que mi hijo reaccione así. Mi hijo también ha recibido una buena educación y si se ha ido para el otro es por algún motivo, algo le habrá hecho. Dilo ya, carajo.
El mudo respondió: papá, me ha mirado mal, sabes, ya lo hemos hablado otras veces, papá. A mí nadie me mira mal.
Había habido una pelea en la cafetería. Según la profesora, el individuo con el gesto ceñudo, la camisa rota y una actitud chulesca se dirigió de pronto hacia el individuo que se condolía de la mano y le asestó un cabezazo en el rostro, concretamente en la nariz. El segundo, más fuerte y algo más corpulento, lo agarró por el cuello y se lo llevó hacia la pared y, cuando todo el mundo pensaba que le iba a asestar un puñetazo de los de peli del oeste, aplastó su puño sobre el cemento y contuvo el dolor como buenamente pudo mostrando un gesto de rabia e impotencia a la vez que mascullaba algo que nadie alcanzó a comprender.
La profesora confirmó la información ofrecida con anterioridad y los alumnos comenzaron a hablar todos a la vez sin que se les pudiera entender mientras los dos protagonistas del incidente permanecían mudos y cabizbajos. Cuando de nuevo logré poner orden, pregunté uno a uno si lo que había ocurrido concordaba con lo expresado por el jefe de estudios y, aunque con algún matiz, parecía que así había sido. Despejé el despacho y, una vez a solas con los alumnos de marras, les pregunté el motivo de la pelea. Nada, silencio. Pregunté de nuevo y de nuevo la callada por respuesta. Al ver que mi enfado iba en aumento, el que había recibido el cabezazo alcanzó a decir que no sabía por qué el otro se había comportado así. Me miró, aún con el pañuelo sujetando la nariz y me dijo: ya sabes, director, que soy sub-campeón de judo de Andalucía; lo podía haber machacado, pero me he contenido, no se porqué, lo juro, pero me he contenido.
Me dirigí al otro y le conminé a que hablase. No tengo nada que decir, murmuró. Entonces cogí el teléfono, localicé el número de sus padres y los llamé.
Una hora más tarde tenía en la mesa a los padres de los alumnos. En realidad, acudió el padre del que inició la pelea y la madre del otro chico. Les informé de lo acontecido y la primera en hablar fue la madre. Con gesto de preocupación y rabia increpó a su hijo preguntándole si esa era la educación que había recibido en casa. El chaval se defendió respondiendo que él no había iniciado la pelea. Me da igual, dijo la madre, has participado en ella, y ¿qué has conseguido? hacerte polvo la mano y echarte abajo la nariz. Así no se hacen las cosas, continuó, eso no es lo que te hemos enseñado ni lo que aprendes en judo.
Por eso me contuve, mamá, dijo el chaval, por eso mismo.
Me volví hacia el otro alumno y le dije que, efectivamente, habia salido muy bien parado de una situación que él había provocado. Entonces su padre saltó como un resorte y dijo: bueno, bueno, algo habrá hecho ese para que mi hijo reaccione así. Mi hijo también ha recibido una buena educación y si se ha ido para el otro es por algún motivo, algo le habrá hecho. Dilo ya, carajo.
El mudo respondió: papá, me ha mirado mal, sabes, ya lo hemos hablado otras veces, papá. A mí nadie me mira mal.
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