martes, 8 de marzo de 2011

Una interina para un milagro

Carmen se puso enferma días antes de comenzar aquel año escolar y el médico le dio un mes de baja. Su sustituta llegó a los tres días de haberla solicitado. Todo un récord y no es ironía. Cuando entró en la sala de profesores, Mario, el de Tecnología, le dijo que aquello no era un lugar para alumnos. Con la cara encendida y una vocecilla apenas audible, Julia, que así se llamaba,  respondió que venía a trabajar al centro, a sustituir a la profesora de Sociales que estaba enferma. Era una joven de apenas veinticinco años,  pero aparentaba ser una estudiante de segundo curso de bachillerato. Pelo castaño sujeto con una cola, vestido estampado discreto y un sobre que contenía su nombramiento.
Al rato, me senté con ella y le di su horario. Me pareció ver que no entendía bien algunas de las cosas que le estaba comentando y le pregunté si había dado clases antes. Como suponía, era la primera vez que iba a trabajar en un instituto. Había aprobado las oposiciones hacía dos años con muy buena nota pero, sin méritos que sumarle a esa nota, no había obtenido plaza. Se la veía nerviosa,  miraba a todo de soslayo y me hablaba de usted, lo cual no hacía sino provocarme ternura y cariño a la par que extrañeza, pues ya ni los pequeñajos de primero hablan de usted hoy en día a nadie en el centro. Sin embargo, intuí que bajo esa frágil apariencia había una mujer con los tacones bien puestos. No me pregunten cómo llegué a esa conclusión ya que la lógica me señalaba en otra dirección. 
Le indiqué que sería tutora de un curso de tercero que podría ser difícil y que debía incorporarse a las clases esa misma mañana pues los de guardia estaban desbordados ya que aún faltaban dos profesores más por llegar al centro. Para eso estoy aquí, respondió con agrado. Mientras le enseñaba el centro fui desgranando algunas de sus funciones y comprobando su grado de conocimiento sobre el trabajo que tenía que realizar, aparte de enseñar una asignatura a su alumnos, claro está. Me dijo que habían cambiado algunas cosas con respecto al tiempo que ella pasó en su instituto pero que se adaptaría rápidamente. Le ofrecí la ayuda del equipo directivo y también le presenté a su jefe de departamento para que le proporcionase el material que necesitaba para impartir sus clases. Cuando le dije hasta luego y comencé a andar hacia la secretaría, me soltó a bote pronto: no sabe usted las ganas que tenía de que llegara este momento. Siempre he querido ser maestra, siempre. No sin cierto paternalismo, le respondí que me alegraba y agregué: quizás no llegas en el mejor momento. O a lo mejor no lo dije en voz alta, no sé. La vi alejarse con paso seguro aunque la mano que sujetaba el sobre de su nombramiento temblase de forma perceptible y era verdad, parecía una alumna aplicada a la que su profesor había mandado a hacer fotocopias.
La enfermedad de Carmen se complicó, por desgracia, y Julia estuvo con nosotros todo el curso. Pasó de substituta a ocupar una interinidad. Siempre fue discreta. No recuerdo escucharla opinar en los claustros, ni en otros foros que no fuesen las sesiones de evaluación. Solía tomar un té en compañía de quien estuviese en ese momento en la cafetería pero casi siempre escuchando a quien estaba a su lado. Era puntual, nunca faltaba. Bueno, tan sólo una vez que viniendo de pasar el fin de semana con sus padres en su pueblo le cogió una nevada y le cortaron la carretera durante toda la mañana del lunes. Al día siguiente, toda sofocada, se presentó en el despacho del jefe de estudios con un papel que había hecho firmar a la guardia civil de tráfico para justificar su ausencia. El hombre no salía de su asombro ante lo cual le preguntó si no le habían puesto pegas para firmar un documento como ese. Claro, contestó Julia, todas las del mundo. Pero al final no hubo problema, le dijo. Llamó a su tío que ejercía la comandancia en la provincia de Cuenca y le explicó el percance. Le dijo al hombre que se le caería la cara de verguenza si se presentaba en su centro de trabajo sin una justificación creíble y que no se marchaba de la carretera mientras no le hicieran el dichoso papel.
Esa era Julia.
Al final de curso, los alumnos de la tutoría le regalaron un ramo de rosas, amarillas, como a ella le gustaban, y una larga carta firmada por todos. No creo que nadie la leyera excepto ella. Era un premio. Un trofeo a una constancia que le llevó a pasar muchas tardes en el instituto atendiendo una y otra vez a los padres de sus alumnos, hablando mil veces con los compañeros del equipo docente y explicándoles las realidades que a veces no se perciben desde la mesa del profesor, creando actividades de refuerzo para aquellos que no eran capaces de seguir el ritmo deseable en un tercero de ESO, aprovechando la hora de tutoría para reforzar, alentar, animar a los que querían desistir y abandonar los estudios, implicando a los mejores de la clase en el proceso. En fin, echándole unas ganas y una energía que daban respuesta a la frase que, a bote pronto, me soltó aquel primer día de trabajo.
En la primera evaluación, de treinta alumnos, dieciocho tenían más de cuatro suspensos. En junio, veintitrés tenían asegurado su pase a cuarto curso.
Te echamos de menos, Julia.

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