jueves, 17 de marzo de 2011

La primera noche de su vida

A punto de coger el autobús, con los padres y las madres achuchando a sus hijos, el conductor intentando apiñar las maletas en un compartimento pequeño para tanto equipaje y la policía local apremiando al grupo para que iniciásemos el viaje y despejásemos la vía pública,  me entraron ganas de llamar a un taxi y volverme a casa. ¿Quién me mandaba llevarme a cincuenta adolescentes durante cinco días a un sitio como Salou? Y no tengo nada en contra de esa ciudad, ni de sus gentes, ni de sus playas. Todo lo contrario. Debe ser un lugar estupendo para un viaje familiar, para los amantes de los parques temáticos o para los guiris que buscan el sol y la cerveza barata desesperadamente. Pero yo iba a llegar allí hecho polvo después de un viaje largo e incómodo, iba a pasar cuatro noches en vela, vigilando quién y quién no armaba follón en las habitaciones del hotel, peleándome con los recepcionistas, comiendo macarrones con tomate y cerdo empanado o pollo empanado y arroz con tomate; en fin, ante semejante perspectiva miré a mi compañera de viaje y, sin mediar palabra, cogí mi maleta, me di la vuelta y eché a andar mientras ella me decía fuerte y claro: ya sabes dónde está el maletero, ¿no?
Había algo que no habíamos preparado antes de viajar pues la información nos había llegado el día de antes. No habíamos distribuido las habitaciones entre el alumnado y tocaba hacerlo durante el trayecto. Tiempo había, desde luego. Nos pusimos manos a la obra cuando llevábamos un  rato de viaje y, a priori, la tarea se presentaba fácil. A la media hora, efectivamente, las habitaciones estaban completas a excepción de una triple donde sólo había dos chicas y tres camas por ocupar. Repasamos la lista un par de veces hasta que descubrimos que no habíamos asignado sitio a una alumna. Nadie había mencionado su nombre para compartir habitación y ella se había callado evitando llamar la atención de los demás. 
La llamamos de forma discreta a la parte delantera del autobús donde íbamos sentados y le preguntamos si no le importaba ocupar la habitación donde se había quedado una cama libre. Bajó la cabeza y dijo que a lo mejor a quienes les importaba era a las otras dos alumnas, que ella no quería molestar a nadie y añadió si existía la posibilidad de ocupar una habitación individual o quedarse con mi compañera en caso de tener ésta una doble. 
Belén era una chica muy tímida, con dificultades para el aprendizaje, con un físico que no pasaba desapercibido. Era alta aunque desgarbada y pesaba más de lo que debía para su edad. Vestía todo lo oscuro que podía y llevaba el pelo muy descuidado. En definitiva, su aspecto desaliñado no ayudaba mucho a que sus compañeros la tuviesen en alta estima. Su mirada desconfiada y a veces hosca provocaba rechazo y ese rechazo se estaba haciendo patente aquella mañana en el autobús. Ni qué decir tiene que las otras dos se negaron en rotundo a compartir habitación con ella, dijeron que preferían dormir en la misma cama con otras alumnas que ocupar la habitación que les correspondía. Además, no se cuidaron de proclamarlo de forma alta y contundente; no les importaba que Belén las escuchara. Miramos hacia atrás esperando alguna reacción solidaria, espontánea y a ser posible rápida para no prolongar una situación cruel,  pero vimos que no se iba a producir. Pedí al conductor que pusiera de inmediato una de las películas que teníamos preparadas y continuamos el viaje. Cuando intentaba mirar la peli sólo veía el rostro de Belén. No era la primera vez que vivía algo así, pero no por ello seguía siendo duro comprobar cómo el menosprecio hacia una persona salía tan gratuito. Mi compañera me sacó de mis pensamientos cuando me dijo: tranquilo, Belén dormirá conmigo. Pediremos una doble para las dos. Estará bien, no te preocupes.
Llegamos al hotel pasadas las ocho de la tarde. Nos acomodamos en un tiempo récord y bajamos a cenar. Al acabar, los alumnos solicitaron acudir a la discoteca de la planta alta después de ducharse. Ganas me dieron de mandarlos a la ...cama, como si fueran niños pequeños pero sabía que iban a dar tanta guerra que preferí que se agotaran dando saltos hasta que cerraran la disco y después se fueran realmente a dormir. Mientras todos bailaban y gritaban dentro de un espacio pequeño y agobiante, mi compañera, Belén y yo, sentados en la terraza, nos tomábamos algo y charlábamos. Bueno, al menos mi compañera y yo. Belén permaneció callada, escuchando, mirando de vez en cuando a un cielo donde una luna creciente brillaba de manera tenue. Y de pronto, casi abruptamente, comenzó poco a poco a entrar en la conversación opinando sobre lo que se hablaba y mirándonos directamente a la cara. Y sus opiniones eran las de una persona con criterio propio, incluso a veces apasionadas. Descubrimos a una chica que utilizaba un vocabulario que no imaginábamos que tuviera, con una actitud desinhibida  y tolerante ante lo que se discutía. Estábamos tan sorprendidos que no pude evitar comentar jocosamente: parece que te han dado cuerda y eso que estás bebiendo un refresco.
Volvió su cabeza hacia el exterior y en voz baja me respondió que estaba a gusto. Se sentía relajada, sobre todo porque le gustaba la noche. La noche era mágica. Dejó entrever su agradecimiento por nuestra compañía, por el lugar, por el momento.
Para ella, esa noche estábamos los tres, la noche y el cielo abierto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario