Me da que soy muy facilón. Y sé que es la edad, aunque no haya cumplido todavía los cincuenta. Siempre he tenido fama de mandón entre mi familia y amigos. Pero el tiempo se ha encargado de atemperar un carácter propenso a callar con una rápida mirada a cualquiera que estuviese delante de mí osando llevarme la contraria, incluidos mis progenitores. No tuve más remedio. Cuando tenía trece años, mis padres me enviaron a un internado en un pueblo de la provincia de Jaén. El “establecimiento” estaba regentado por monjes carmelitas. La gente que forma parte de mi vida, que me quiere y está cerca de mi cotidianidad, sabe que nunca hablo de ese año. Aparte de guardar unos terribles recuerdos de ese período, es tan doloroso volver a aquel lugar que, instintivamente, evito rememorar pasajes de la vida de un adolescente de trece años que se creía Huckleberry Finn al principio de la aventura definitiva. No es que mis padres quisieran deshacerse de mí. Es que no había instituto en el pueblo donde me crié y, haciendo un enorme esfuerzo, me enviaron a estudiar para poder alcanzar en la vida lo que a ellos les fue negado. Sí que tengo un recuerdo imborrable de mi madre llorando ante la verja de hierro del edificio mientras me decía adiós en una plomiza tarde de principios de octubre. Mi padre, siempre trabajando, había delegado en un amigo la tarea de llevarnos en su vehículo a esa pequeña ciudad. Dentro, los alumnos seminaristas entonaban un canto gregoriano mientras oscuros presagios se cernían sobre mi inminente futuro dentro de la institución. Antes de salir de casa, mi memoria me lleva al abrazo interminable de mi abuela, la verdadera hacedora de lo que hoy soy pues, al trabajar tanto mi madre como mi padre, fue ella quien se encargó de la educación de mis hermanos y de mí. Fue ella quien me transmitió los valores que hoy conforman gran parte de mi forma de ser y la razón de cómo hago las cosas. Fue quien me enseñó a guisar, pues era una magnífica cocinera aunque estuviese casi ciega debido a un desprendimiento de retina. Ella era quien me contaba unas historias impresionantes sobre su vida. Historias que estaban tan bien narradas, tan llenas de detalles, que eran libros abiertos, casi películas que podías ver con tan sólo cerrar los ojos mientras escuchabas su voz firme y envolvente. Los sábados por la tarde solíamos sentarnos en el patio, cerca del pozo artesano, y, mientras le cortaba las uñas de los pies, ella me preguntaba sobre mi estancia en el internado. Le contestaba con evasivas. Entonces, mi abuela que era tan lista como el hambre que pasó en la guerra, simulaba no haberme escuchado y me contaba las penurias que tuvo que soportar criando a nueve hermanos mientras su madre permaneció en cama durante treinta años aquejada de una dolencia crónica que acabó matándola. La mujer se esforzaba muchísimo en hacerme comprender que había cosas aún más duras de las que se imaginaba que me estaban ocurriendo y al final lograba que, al menos durante un momento, olvidase que el lunes a las siete de la mañana cogería el autobús que me llevaría de nuevo a tan desgraciado destino.
Ayer atendí a dos madres. La primera me explicó, evitando mirarme directamente a los ojos, la grave situación económica por la que su familia estaba atravesando mientras me pedía ayuda para poder proporcionar a sus dos hijos el material complementario que necesitaban para el curso escolar. La otra, entre lágrimas, imploraba una plaza en mi centro para su hijo de doce años que estaba siendo acosado en el instituto por los mismos compañeros que le habían hecho la vida imposible en el colegio de Primaria. Es en esos casos cuando recuerdo a mi abuela, sus enseñanzas, su forma de vida para con los demás, aunque no fuesen parte de su familia. Y actúo. Bien o mal, pero siempre de acuerdo a unos principios que me fueron enseñados. No soy experto en nada, ni siquiera en la materia que enseño, aunque me consta que los alumnos que ponen interés aprenden en mis clases. Pero la vida me golpeó tan duro siendo apenas un adolescente, que en algo sí que puedo presumir de ser “maestro”: en el conocimiento de la condición humana. Y se llega a ese status cuando tu necesidad vital es, simple y llanamente, sobrevivir.
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