sábado, 24 de septiembre de 2011

Y de repente...


Es inevitable no mencionar el comienzo de curso. Pero voy a escribir sobre el mío (¿el último como director?). Ya he escrito sobre la difícil situación que atraviesan muchos centros educativos públicos en España, aunque lo hiciera de modo socarrón y, quizás, sarcástico. Puede ser que aún resonaran en mi mente los ecos de la relectura de la novela de Terenci Moix Garras de astracán. ¿Saben?, la primera vez que la leí fue porque mi amigo Luciano me la había regalado por mi cumpleaños. Me obligó a echarla en la maleta que preparaba para viajar con él a Lisboa en un caluroso julio. Entonces yo tenía un Renault 11 sin aire acondicionado y el viaje desde Huelva fue un infierno. Nos reíamos pensando que íbamos a acabar peor que Thelma y Louise al final de su huida. Ellas al menos se despeñaron por un abismo bellísimo, decía mi amigo, pero tú y yo vamos a arder como dos pollos de corral mal alimentados. ¿Se han percatado de las veces que la gente que viaja o desea viajar fantasea con la idea de emular las aventuras de esos dos entrañables personajes de la película de Ridley Scott?
Estuvimos cinco días en Lisboa. Puesto que conocíamos bien la ciudad, por las mañanas decidimos explorar a fondo el Gulbenkian y por las tardes nos echábamos sobre las hamacas que rodeaban la piscina. Me devoré el libro en un suspiro entre carcajadas y alguna que otra lágrima no contenida, de tal manera que Luciano me llamaba la atención de vez en cuando y me amenazaba con volver a la habitación si continuaba dando semejante espectáculo delante de los demás clientes del hotel. Era tan “mirado”, tan recatado. En realidad, tenía un sentido muy marcado del saber estar. Y yo era como más ordinario (en mi pueblo “un arbulario” de cuidado). Las noches las pasábamos en el barrio alto, algunas veces hasta que amanecía.
Este verano volví a Moix, a los recuerdos, a las vivencias y los sueños no alcanzados. Y de repente me encontré con el instituto abierto, los exámenes extraordinarios, la organización académica, la elaboración de horarios (¡ay, los horarios!). El día que se entregan sigue siendo el peor del curso, y eso que los elabora el mejor jefe de estudios que un director puede tener. Pero sería injusto si dijese que temo la reacción de mis compañeros, pues la mayoría se pasan en el centro casi toda la mañana y bastantes tardes. Atienden tutorías, reuniones de coordinación, sesiones de evaluación, cursos de formación, corrigen y preparan clases en casa… No. Temo exclusivamente la reacción de algunos de ellos. Esos de los que ya hablé en su día. Creo que a estas alturas es evidente que soy un firme defensor de la enseñanza pública. (Mi compañero Juan José lo explicaba muy bien tomando un café el otro día: invertir en la enseñanza para todos garantiza los derechos de todos, una justicia social igualitaria. Bueno, él empleó unas expresiones más rigurosas, para eso es licenciado en Geografía e Historia y en Filosofía, vamos, un coco, además de buen profesor). Pero al igual que todos los fontaneros no son buenos profesionales, también en la educación hay profesores (pocos, afortunadamente) que deberían dedicarse a otra cosa. Y son esos precisamente los que te ponen verde en la sala de profesores durante todo el primer trimestre porque no pueden salir los viernes antes de las una o las dos de la tarde. Menos mal que siempre llega diciembre con el espíritu navideño y la cosa se va calmando. Cuánto bien ha hecho Dickens a este mundo.
Pues bien, de este comienzo de curso me quedo con dos pequeños acontecimientos. El primero es una conversación telefónica con la madre de un alumno que terminó 2º de Bachillerato el año pasado. Un alumno brillante académicamente y, lo que es tanto o más importante, una excelente persona.
Me pongo al teléfono y esta señora, que también es profesora de instituto, me dice: Antes que nada, pues mi llamada es referente a otro asunto, tengo que comentarte algo que debería haberte referido en la fiesta de fin de estudios que organizó el centro a finales de mayo. Su tono era enérgico, un pelín cortante y me temí lo peor. Pensé que, como otras veces habíamos tenido ciertas diferencias sobre el enfoque curricular de su hijo, me iba a reprochar algo, no sé, lo cierto es que me sentí algo intimidado. Y de pronto suelta: Qué valiente, qué osado fuiste con el espectáculo que preparaste con los alumnos más pequeños. Nos emocionó y nos hizo reír tanto. A lo mejor hay algunos padres que no piensan así, que un director no debe llegar a exponerse de esa forma, pero tú lo hiciste, y eso te honra.
Mentiría si dijese que no me halagaron sus palabras. Mucho más viniendo de una persona que se caracteriza por su sinceridad. La grabación está en internet, pero no teman, no voy a darles la dirección. Además, para aquellos que no me conozcan personalmente, pocos creo, prefiero que sigamos así.
Lo segundo que quiero mencionar es que sigo dando clase, a diferencia de otros directores. Incluso tengo dos grupos y una hora más. Pero ha sido mi elección porque antes que nada soy profesor. Doy gracias por tener la oportunidad de seguir enseñando. Y este año elegí impartir mi asignatura a esos alumnos que me ayudaron a montar el espectáculo que antes he mencionado. El primer día que entré en su clase vi cómo reaccionaban, observé sus miradas, sus gestos de complicidad, un ambiente de expectación, la forma en que habían comprendido que nuestra relación podía ser especial pero nunca de igual a igual, pues yo no dejaría de ser su profesor y ellos mis alumnos, y así debía de ser si queríamos que el hecho de la “educación” se produjese. Y lo mejor de todo fue comprobar que todo eso ya lo habían aprendido mientras ensayábamos unos pasos de baile y unos diálogos el curso anterior. (A propósito, no sé si les he dicho que los elegí para esa “tarea” debido a la conflictividad que presentaba el grupo). Ahora me toca enseñarles una asignatura, semana a semana, mes a mes, algo que irán percibiendo como monótono y no tan divertido, pero si todo va como estos primeros días, les aseguro que el que más va a disfrutar soy yo. No hay nada más agradecido que preguntes en una clase a un alumno: ¿qué es lo que más te gusta del instituto? y el alumno responda: los viernes a partir de las dos de la tarde. Y entonces mires el reloj, mientras te diriges a la pizarra, y veas que marca las tres menos veinte. (Y si es peloteo, bienvenido sea, aunque, fíjense, me da a mí que no).

Entrada escrita con el propósito de animarme a mí mismo ante lo que me espera sin tener que acudir a mi compañera, la Orientadora.



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