Carlos contestó al teléfono esperando oír la voz de su hermano. No se equivocaba. Al otro lado de la línea telefónica escuchó la voz de Juan, una voz que escuchaba cada noche a la misma hora; una voz familiar que forma parte de su cotidianeidad como las galletas integrales que toma para desayunar todos los días. Le dijo que este año no iría al pueblo en el día de Todos los Santos. Sintió la desilusión de su hermano pequeño y quiso restar importancia al hecho de no estar allí en esa fecha. Así pues, le recordó, impostando una voz de firmeza, que no estaba dispuesto a aguantar un tour por el cementerio del pueblo como el que realizó el año anterior. Su hermano se extrañó ante tal observación. Secretamente pensaba que había disfrutado de la visita tanto como él. En realidad, el año pasado Carlos acudió a casa de su madre por esas fechas ya que coincidieron con la visita mensual que le hace a ella y a su hermano pequeño, que es quien la cuida. Carlos “les da la vuelta” y, de paso, anima a su hermano a que salga de casa y descanse del enorme trabajo que supone cuidar de una persona gravemente enferma del corazón y con una demencia senil avanzada. A Juan le ayuda por las mañanas Paqui, una mujer que fue contratada para tal menester gracias a la ley de dependencia. Con el tiempo, ha llegado a ser casi parte de la familia. Juan y Paqui comparten más de una afición.
Era sábado por la tarde y Carlos animó a su hermano a que saliera y se tomara un café con algún amigo del pueblo. Al ver que se resistía, le sugirió que telefoneara a Paqui con la excusa de salir a comprar un par de cosas que faltaban para la casa. Cuando terminó de hablar con Paqui, su hermano le pidió que les acercase al cementerio, pues hacía tiempo que no iba. Carlos, que conoce bien a su hermano y sabe de su pasión por todo lo concerniente "al más allá", no quiso poner obstáculos y le dijo que les llevaría en coche siempre y cuando le asegurase que su madre se quedaba segura en casa. No te preocupes, dijo Juan, mamá duerme su siesta a estas horas. Además, le dejaremos el botón de la teleasistencia cerca. Ella sabe lo que tiene que hacer con él.
Carlos nunca olvidará esa visita guiada por dos expertos a un cementerio al que no había acudido desde hacía más de veinticinco años. Conocían el lugar casi a la perfección. Dividieron el paseo de acuerdo al lujo y la vistosidad de los sepulcros, panteones y mausoleos. Es más, en una subdivisión, comenzaron por los que habían sido enterrados más recientemente hasta llegar a aquellos que llevaban décadas bajo la tierra ocre de un montículo que nunca llegó a ser una colina de verdad. Contaba la abuela de Carlos que cuando ella tenía diecisiete años fue a lavar la ropa de sus hermanos al lavadero que existía justo debajo del cementerio. Su padre le advirtió que no lo hiciera pues se avecinaba una tormenta que podía ser fuerte. La abuela, siempre tan determinada y terca, se fue con una vecina. Cuando llevaban lavando la ropa un buen rato, comenzó a llover de una forma aparatosa. Resguardadas bajo las paredes del lavadero pensaron que no corrían peligro. Sin embargo, a medida que avanzaba la tarde, la lluvia no cesaba y el agua comenzó a entrar por las puertas del lavadero. Llegó el momento en el que el agua sobrepasaba sus cinturas aunque se habían subido sobre las pilas de cemento donde se realizaba el lavado. Abrazadas la una a la otra, pensaron que iban a perecer ahogadas. Milagrosamente, la tormenta cesó, aunque pasaron horas hasta que el bisabuelo de Carlos y otros hombres a caballo llegaron a rescatarlas a las puertas de ese ahora inexistente lavadero. La abuela, aún temblando de miedo, se aferró a su padre mientras éste le decía que no mirara cuando fueran a salir camino del pueblo. Es como en Tesis, di a alguien que no mire y tardará menos de dos segundos en dirigir su vista a donde se supone que no debe hacerlo. Entonces vio lo que el agua había arrastrado: cadáveres que llevaban enterrados tiempo y alguno que todavía parecía estar de cuerpo presente. Todo esto le venía a Carlos a la memoria mientras recorrían el santo lugar en una visita que duró más de dos horas y que acabó en lo que se denominaba el cementerio de los ahorcados, pues estos eran enterrados de forma separada al resto de los fallecidos por causas naturales. Al cabo de los años, comenzaron a enterrar allí a buenos cristianos a pesar de la resistencia de sus familias, que imaginaban a sus difuntos languidecer en el infierno junto a esos pobres herejes.
Carlos escuchaba con cierta incredulidad las historias que su hermano y Paqui le narraban, a modo de explicación, sobre cada sepulcro. No obstante, la frialdad del mármol, la presencia de los cipreses, la nostalgia, las hojas otoñales que adornaban las tumbas recién blanqueadas, provocaron en él una nostalgia de un tiempo que nunca volvería. Y a la vez, la naturalidad con que aquellos dos seres hablaban de personas que habían dejado de existir hizo que se sintiese vivo y contento por hacer feliz a su hermano, que eligió la compañía de los muertos, de su amiga Paqui y de un escéptico, divertido ante tan excéntrico paseo, para pasar una de las pocas tardes libres de las que dispone.
Juan dice que en su casa se ven sombras. Asegura que Paqui también las ve. Cuando se lo contó a Carlos, a éste le vino a la memoria que su padre había comprado la casa a un antiguo maestro, fallecido muchos años atrás, y así se lo hizo saber a su hermano. ¿Y qué?, contestó Juan. Pues nada, dijo Carlos, que con todo lo que está pasando se tiene que estar revolviendo en su tumba y por eso se aparece por casa de vez en cuando. Tal vez para ver las noticias y maldecir a esos políticos que tanto daño están haciendo a la educación.
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