domingo, 23 de octubre de 2011

Ellas

Esto no es la sección de crítica cinematográfica de ningún periódico. Sin embargo, como ustedes de sobran habrán observado, estoy enganchado al cine, y así ha sido desde que era un niño y asistía a las sesiones de la tarde de los domingos en el cine de mi pueblo. Después, antes de haber cumplido los diecisiete años, ya llevaba un cineclub en el internado donde residía mientras terminaba el bachillerato. Allí mostraba a mis compañeros el cine en 16mm que nos venía desde Sevilla: Johnny cogió su fusil, Sonata de Otoño, Cría cuervos. Películas que ya no estaban en los circuitos comerciales y que pensaba, debido a ese puñetero sentido didáctico que ha invadido y sigue invadiendo mi forma de entender la vida, que mis compañeros debían ver para acercarse a una realidad nueva y alejada de aquella que nos rodeaba en la pequeña provincia en la que vivíamos. No debo ocultar que algunos me reprochaban que Bergman les aburría y se salían a la mitad la película, pues, según ellos (ahora los comprendo y me avergüenzo de mi tozudez) no se enteraban de nada. Y es que la mayoría no tenía más de quince años. Después de cada proyección, mientras recogíamos las bobinas, los pocos que nos quedábamos para opinar sobre la película discutíamos acaloradamente sobre la interpretación que cada uno le daba a determinadas escenas, sobre si los actores habían realizado un buen trabajo, imaginábamos el papel de algunos silencios y la lentitud de ciertas escenas, en fin, hablábamos sobre lo que nuestra poca formación y edad nos permitía hablar. Eso sí, con mucho entusiasmo. Conscientes de que allí se estaba realizando un auténtico cine fórum. Luego vino un período de expansión de salas de cine (afortunados tiempos) y descubrí Entre Tinieblas, la primera película que vi de Almodóvar.  Recuerdo cómo me impactaron aquellas monjas, su descarado guión, la libertad que respiraba. Descubrí El sur, una de las obras más hermosas que he visto en mi vida, y que me llevó hasta Adelaida García Morales y su literatura. Le siguieron Blade Runner, Érase una vez en América, Las amistades peligrosas, Pasaje a la India, Víctor o Victoria, El precio del poder, Los santos inocentes Los “clásicos" anteriores llegaron a través de la televisión, y luego, el vídeo.
Ayer me llamaron para ver La voz dormida. Sin mucho entusiasmo, pues también soy aficionado a leer las críticas de las películas antes de que se estrenen, y puesto que ésta, en general, había sido tratada con cierta frialdad en la mayoría de ellas, accedí, más por pasar un rato con quien me invitaba al evento que por entrar en la sala de cine. Malditos prejuicios. Pero no me malinterpreten. Respeto mucho a los críticos. No pueden hacerse una idea de todo lo que aprendí sobre cine leyendo las reseñas de Fernández Santos en El País. Porque ha habido y hay gente que se dedica a este oficio que son capaces no sólo de expresar una opinión más o menos elaborada sobre una película, sino de enseñarte a apreciar mil detalles que harán tu visión de ella mucho más rica.
Pues eso. Ayer vi La voz dormida. Y me da igual lo que piensen los entendidos: si adolece de cierto maniqueísmo, si no tiene la fuerza suficiente, la esterilidad de algunas escenas, qué sé yo. Lo que sí  les puedo decir es que tuve el corazón encogido durante todo el tiempo que duró la proyección, que las lágrimas empañaron mis ojos en varios momentos, que aprecié y agradecí la intensidad que Zambrano había puesto al rodar esta película, su compromiso con la historia en la que está basada, su valentía al abordar el desgraciado destino de esas mujeres al acabar la maldita guerra civil. Cuando me levanté esta mañana y me eché a la calle para andar esos miles de pasos a los que me obligo para mantener una forma física más o menos aceptable, no podía evitar escuchar en mi mente los ecos de la voz de Hortensia, admirar su rabia, su coraje, su dulzura para con su hermana, su inmenso amor a un marido y una hija nacida entre barrotes, su generosidad con las compañeras de cautiverio,  su compromiso con la libertad y la democracia. Qué maestra se perdieron las generaciones venideras (como las que se están perdiendo las de ahora). Al atravesar el parque Moret, me sonreí con el gracejo de Pepita, me envolví con ese sentimiento de lealtad inquebrantable. Mientras algunas personas mayores esperaban al autobús urbano, veía  la figura altiva de la extremeña, la dureza de su mirada que nunca podría ocultar su honestidad, su lucha constante por la igualdad, y una bondad natural lastrada por la represión brutal de aquellos que fueron los vencedores de una de las mayores traiciones de la historia.
Y no me importa que la película no aparezca con cuatro estrellas en las revistas especializadas o en la prensa diaria. Lo que me importa es que me conmovió; me llevó hasta las historias de mi abuela (sí, esa mujer fuerte que me crió, que, nacida en 1900, vio como sus hermanos se partían en dos bandos, como lo hizo este país, mientras luchaban unos contra otros), me hizo entender mejor el mundo de todas las mujeres que formaron parte de mi infancia: mi madre, mi hermana, mis vecinas, las oficialas, mi maestra de Lengua de octavo curso de EGB. Esas mujeres que me ayudaron a ser lo que hoy soy, o al menos a crear lo mejor de mí. Y sí, seguiré hablando de las mujeres de mi vida. Hay tantas historias detrás de ellas que les quiero contar. Ojalá vengan al mundo muchas Hortensias, Pepitas y Tomasas. Acaso esta tierra arrugada y áspera sería más libre.

(Gracias Ana por sacarme de casa y llevarme al cine. Gracias por llevarme a ver una película como esta…y eso que es española)

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