domingo, 18 de diciembre de 2011

Historias de otros tiempos y III


Acabo de recibir un email de Virginia. Regresa el martes de Madrid, donde estudia una doble titulación, Periodismo con… (nunca lo recuerdo). Me propone quedar con Enrique (también ex alumno-nuevo amigo, ¡qué lejos van a llegar los dos!) para comer y ver una peli después. Enrique estudia Idiomas y Humanidades en Sevilla. A ambos les he dado clase de inglés durante casi todos los años que han estado en el instituto. Tenemos que encontrar ese hueco y vernos. Hay tanto de lo que hablar. Entre otras cosas, les contaré mi última experiencia teatral con el grupo de alumnos que rodó el curso anterior un pequeño homenaje musical para la fiesta de despedida de la promoción a la que ellos pertenecían. Son, al igual que Virginia y Enrique, estudiantes bilingües de francés. El inglés es su segunda lengua extranjera. Es curioso. Casi siempre, cuando una promoción de alumnos (a las que yo llamo “especiales”) se va del centro, aparece otra. Ahora mi batalla está con estos pequeñajos de 2º de ESO, con los que me enfado, me río, me exaspero, me emociono.
Hace años, muchos, aparecieron en mi camino un grupo de alumnos del IES La Orden con los que comencé una labor teatral también. Con algunos, incluso llegué a formar un grupo llamado Arteatrozos (nunca un nombre estuvo mejor elegido). Comenzamos haciendo Cabaret. En realidad, lo que hicimos fue coger fragmentos de obras teatrales (Aquí no paga nadie, Bajarse al moro…) con “cierto” nexo temático en común (en realidad, el olor a libertad que desprenden esos trabajos), y enlazarlos con números del musical Cabaret. Esos alumnos tenían 14 o 15 años. Conté con un impagable “Maestro de Ceremonias” y con chicos y chicas tan entregados, que ya quisieran algunos profesionales haber bailado Willkommen o Mein Her como ellos lo hicieron. Con algunos, inicié Arteatrozos, al que después se sumaron Matías, Yolanda, Juan, Paco, entre otros. A partir de ese momento, las obras que representábamos eran mías. No es que tuviesen gran calidad literaria, pero de un par de ellas me siento orgulloso, por qué no decirlo. Pues bien, la última llegamos incluso a ponerla en escena en el Gran Teatro de Huelva durante todo un fin de semana. El resto de las funciones las dimos en los lugares más dispares que se puedan imaginar: en la antigua cárcel de Huelva, en el salón de actos de la ONCE, en la sala de usos múltiples de algún instituto, en varios pueblos de la provincia. Recuerdo con especial cariño un viaje que hicimos a Zufre, en la sierra.
Cuando nos teníamos que desplazar a algún lugar, nos acompañaba Andrés con su furgoneta. Como Zufre está lejos de la capital y era domingo, me preguntó si se podía llevar a su mujer y sus dos hijas. Le contesté que por supuesto. Es más, llamé a mi hermano para que se viniera también. Y ya que aquello se presentaba más como una salida para domingueros que otra cosa, le dije a la “troupe” que pasaríamos todo el día fuera. Unos trajeron tortilla de patatas, otros filetes empanados, fiambres variados, aceitunas rellenas, picadillo (en Huelva, básicamente: tomate, cebolla, pepino y pimiento. Todo a trocitos pequeños). En fin, lo que llevan al campo los españoles un domingo de escapada casera con la excusa de que los niños respiren aire puro y jueguen a sus anchas mientras los mayores se ponen ciegos de cerveza y se cuentan las batallitas semanales a manera de pseudoterapia mancomunada.
Mi hermano iba negro. Andrés, para aligerar, pues habíamos tardado bastante en comer, tomó un atajo lleno de baches. Pero, ¿qué carreteras son éstas? Desde luego, esto es tercermundista; se quejaba. Lo cierto es que alguno iba tan mareado que empecé a visualizar las alfombrillas del coche tuneadas con el picadillo pasado por la batidora de sus ácidos gástricos. Afortunadamente llegamos a Zufre sin más incidentes y comenzamos a montar. Era un pequeño salón de actos con un escenario también muy pequeño. Sin embargo, en peores circunstancias habíamos “trabajado”. Cuando llegó la hora de comenzar la función, estábamos desalentados. El público lo componían unos cuantos ancianos, probablemente de la misma calle en la que nos encontrábamos, ya que no me imaginaba a los pobres caminando más de cincuenta metros. De pronto, Elisa, que iba de adelantadilla, propuso hacer una “performance” (así, tal y como suena y sonaba en el año 1995). ¿Y eso qué es lo que es?, preguntaron algunos, entre ellos mi hermano. Como no había tiempo de explicaciones, les resumí que íbamos a entretener al público asistente mientras comenzaba la función para ganar tiempo por si venían más personas. Repartimos papeles en cinco minutos y, estando en ello, por la puerta y muy trajeado, entró el alcalde. Súbitamente, dos de los míos se le colocan detrás como si fuesen sus guardaespaldas. El pobre hombre no sabía muy bien qué hacer. Los asistentes comenzaron a murmurar entre ellos, y como había una un poco sorda, el hombre que hablaba con ella lo hacía en voz alta. Y esos que acompañan al alcalde, ¿quiénes son? Preguntó desconcertada la mujer. Yo que sé, decía el que parecía ser su marido, parecen de la mafia. ¿De la qué?, insistía la mujer. De la mafia. Bah!, déjalo, si tú no has visto películas, sólo te gustan las telenovelas. El del asiento de atrás, que resultó ser cuñado de aquella señora, se añadió al coro de voces. Y tú, ¿qué clase de películas has visto? Esos son matones que se ha contratado el alcalde. ¿No ves en las noticias lo mal que está lo del terrorismo? El aludido se gira hacia atrás y le espeta: Se los habrá contratado el gobierno. No creo que los pague él, ni el ayuntamiento. Aquí no hay un duro para ná. O eso dice éste (mirando con desconfianza al alcalde, que se estaba enterando de toda la conversación). El cuñado remató añadiendo: ¡coño!, pues buen atracón se dieron él y los concejales en la comida de Navidad.
En ese momento, y ante el cariz que estaba tomando el asunto, les indiqué a los actores que se retiraran. Lo cierto es que el acalde no sabía si reírse de la situación, pues mis actores estuvieron ciertamente graciosos en esa pequeña improvisación, o no pagarnos la función. Se limitó a decir unas palabras enfatizando la apuesta de la corporación que él presidía por la cultura e hizo mutis por el foro. Los ancianos lo pasaron bien, incluso la que no andaba muy fina del oído. Primero, porque en el escenario más que hablar, se intentó gritar, y en segundo lugar, porque en mitad de aquella obra, de repente y de entre un cajón con ropa de saldo, aparecía Matías vistiendo sólo unos calzoncillos. Y créanme, un chaval de veinte años que era un David de Miguel Ángel sin ninguna desproporción en su anatomía (bueno, quizás la que dejaba entrever los bóxer que llevaba puestos) alegró la noche a aquella anciana, porque sería sorda, pero ciega no.
Me acordaba yo de este episodio mientras mis chavales de 2º representaban, junto a los pequeños del colegio García Lorca, la función navideña de este año. Observaba cómo Antonio defendía espléndidamente un Scrooge durante tres representaciones el mismo día, intentando no olvidar su largo texto y Alberto (el fantasma de las navidades presentes) se llevaba por delante el árbol de navidad de la familia Cratchit, entre las risas cómplices del público y de sus compañeros. Ahora son otros tiempos y han cambiado muchas cosas. Pero lo esencial (ese email del principio de esta historia, los comienzos de Arteatrozos, la función en Zufre, la función del jueves pasado), lo importante, repito, permanece. Está ahí, en los abrazos y la dicha cuando se apagan las luces y se cierra el telón, cuando se le dice adiós a una promoción que has visto crecer y convertirse casi en adultos, cuando terminas una clase y sabes que tus alumnos han aprendido algo… cuando pones cariño y tesón en lo que haces y, a veces, aunque sólo sea a veces, te devuelven tanto o más cariño del que tú has dado. 

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