Hellín, octubre de 1986.
¿Saben ya lo que van a tomar?, preguntó el camarero. Yo me apunto al gazpacho. Estoy sediento, contestó Antonio. Por mí está bien, añadí yo. Cuando el camarero se iba a retirar, le reclamé que no había tomado nota del segundo plato. Nos miró algo extrañado, pero en seguida cogió el lápiz y la libreta. Ustedes dirán, ¿han mirado las especialidades de la casa? Raudo, le respondí que ambos tomaríamos el solomillo con patatas. Tienen hambre, ¿eh?
Comentó algo guasón. Con complicidad, miré a Antonio y pensé que, como
no éramos del pueblo, nos estaba tomando un poco el pelo. Más que hambre, queremos algo fresquito y después un poco de carne. ¿Es muy grande el solomillo?
El camarero respondió que se trataba de unos medallones con salsa de
champiñones y patatas fritas. Le dijimos que no lo queríamos demasiado
hecho, pero tampoco crudo (en fin, los términos que se utilizan para
decir que no lo quemara, pero que no queríamos ver sangre en el plato.
El término “en su punto” aún no entraba en mi jerga. En la de Antonio
tal vez, pues, siendo de familia acomodada, estaba más acostumbrado a
frecuentar restaurantes con sus padres). Teníamos 23 años y acabábamos
de concluir nuestra vida de estudiantes en Granada, donde, por cierto,
muchas veces habíamos saciado nuestro apetito simplemente con las tapas
que acompañaban las cervecitas que los bares ofrecían como reclamo para
los clientes.
Al
cabo de cinco minutos, se presentó el muchacho en nuestra mesa con dos
platos de algo que, al menos para nosotros, no era gazpacho. Aquello era
un guiso con tortas que parecían estar elaboradas con harina, y trozos
de carne. Un plato contundente y humeante de esos que uno está deseando
engullir un día de frío invierno, especialmente cuando se ha hecho un
esfuerzo físico considerable durante la mañana. Le indicamos que se
había equivocado, a lo cual el mozo, aún guasón, cogió la libretita y,
como aquel que comprueba un acta notarial, nos respondió que habíamos
pedido gazpacho. Pues eso, afirmamos nosotros. Pues gazpacho
es lo que hay en los platos. Gazpacho manchego. ¿No lo conocían? Es un
plato típico de la región. Estoy seguro de que lo van a disfrutar.
Además, la carne es toda de caza, la trajeron a primera hora de la
mañana. Vamos, que el mensaje que nos estaba enviando era que no pensaba llevarse las viandas de nuevo a la cocina. ¿Qué clase de caza? Acerté a preguntarle yo. Hay de todo un poco: conejo, venado…
Recuerdo
que cuando todavía nos quedaba la mitad del plato, alcé la cabeza y
miré a Antonio. Intuyendo lo que iba a decir, se adelantó a mis palabras
exclamando: Ya sé. Tú te estás acordando del solomillo, los champiñones y las patatas fritas. Eché
un vistazo a mi comida, donde una pata de conejo sobresalía desafiante y
luego volví a mirar a mi amigo. Ya por aquella época andaba más bien
escaso de pelo, y su frente, extensa hasta casi su nuca, lucía más roja
que la de un guiri después de una mañana en Torremolinos. Por mi parte,
la servilleta que en principio había reposado sobre mis piernas, tal y
como el código de buenos modales indica, iba de mi rostro a la mesa y
viceversa empapada de gotas de sudor; que más parecía un Klinex deshecho
por una sudoración intensa que un utensilio de comida.
Al final, y después de dejar medio solomillo con toda su guarnición en la mesa, el camarero se acercó de nuevo. ¿No ha sido de su agrado el solomillo? Estaba muy bueno, le miré desafiante. La cuenta por favor, le requerí cortante. ¿No van a tomar postre los señores? Tenemos
unos mantecados manchegos, hechos por un repostero de confianza, que,
acompañados de un cafelito, les dejarán un magnífico sabor de boca. Para
que les apetezca regresar más veces. Antonio y yo nos miramos sin
saber muy bien como cortarle la guasa a aquel mozarrón. Si no hubiese
sido por su acento, hubiésemos jurado que era de Cádiz en vez de
Albacete. Pero, una bola que cada vez se hacía más grande en el
estómago, los calores que nos subían hasta mejillas y hacían que
pareciéramos amapolas entre tanta mesa de blanco mantel, y un revuelto
de tripas sonoro que pedía a voces liberarse, nos hizo desistir de
contestar como se merecía a aquel adolescente socarrón y descarado.
Ese
fue mi comienzo en la ciudad donde comenzaría a ejercer por primera vez
como profesor en la enseñanza pública. Al día siguiente, me incorporé
al instituto Melchor de Macanaz y conocí a quienes serían mis primeros
alumnos. Todos eran de 1º de BUP, excepto un grupo de COU al que debía
enseñar Dibujo Técnico. Ya me dirán ustedes cómo un licenciado en
Filología Inglesa iba a poder impartir aquella materia, si, cuando
pequeño, suspendía hasta los dibujos de carácter abstracto que el
maestro mandaba hacer a los menos favorecidos con el don de la pintura
para que pudiésemos aprobar. Sin embargo, tuve la enorme ayuda de un
compañero, catedrático de la asignatura, que me cambió dos horas de
guardia por dos de mis clases para así poder enseñar la materia a
aquellos estudiantes de último año. Con ese gesto inolvidable de
compañerismo emprendí mi camino en la enseñanza.
Dicen
que los primeros amores nunca se olvidan. Para mí, que siempre había
soñado con ser profesor, aquel año fue uno de los mejores regalos que me
ha dado la vida. Recuerdo a Luis, que vivía cerca de mi casa, a Adolfo,
a Ana… a tantos chicos y chicas que colmaron con creces las
expectativas que había puesto en lo que sería mi futuro profesional.
Recuerdo a mis compañeros y amigos: a Lali, Rosalía, al director, a
Diego. Sólo estuve allí un curso, pero, al año siguiente, ya en Valverde
del Camino, me las apañé para organizar un intercambio entre los
alumnos del instituto Diego Ángulo y mis niños de Hellín. Aún recuerdo
el emocionante recibimiento que nos hicieron al llegar a las puertas del
Melchor de Macanaz. Los recuerdo gritando mi nombre como si de un
famoso futbolista o cantante se tratara, y yo, con el corazón
sobrecogido, intentando abrirme paso entre sus abrazos después de tan
largo viaje.
Muchas
noches sueño con Hellín. En mis sueños aparece la ciudad y, a veces,
los rostros desdibujados de quienes compartieron pupitre, tiza y pizarra
conmigo (y algunas fiestas también). Son sueños con un poso de dulce
nostalgia que hacen que, al despertar, me sienta como cuando escucho la
canción de Bola de Nieve, esa que suena en la escena final de La ley del
deseo:
Quién, de tu vida borrará
mi recuerdo y hará olvidar
este amor,
Hecho de sangre y dolor,
pobre amor
Que nos vio a los dos llorar
y nos hizo también soñar y vivir,
¿Cómo dejó de existir?
Hoy que se ha perdido,
déjame recordar
el fuerte latido
del adiós del corazón
que se va,
sin saber a dónde irá
Y yo sé que no volverá
este amor,
pobre amor.
(Es verdad, los primeros amores nunca se olvidan).
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