Viajábamos
en el viejo Renault 11 que compré al final de mi segundo año como
profesor. Como hacía frío, llevábamos las ventanas cerradas a cal y
canto. A mi lado iba Luciano y detrás, sentados sobre unos asientos de
paño impropios de tan altivos personajes, iban Elisa y Rafa. Ciertamente
se trataba de un grupo peculiar. El conductor era un iluso que, a falta
de verdaderas relaciones sexuales-afectivas, suplía sus necesidades
consumiendo cine y soñando con el día en que, frente a una chimenea de
una casita de campo, compartiría algo más que una copa de vino con un
joven y guapo actor que se expresaría de la misma forma que lo hacía en
sus películas. Luciano se había quedado hemipléjico hacía unos meses,
pero sus maneras seguían siendo tan finas y delicadas que se esforzaba
por no perder su erguida postura por muy incómodo que se encontrase en
aquel vehículo. En realidad, era una sesión más de rehabilitación para
él. Con el brazo derecho se sujetaba el izquierdo de forma que éste no
se le quedara colgando y se descompusiera su enjuta figura. En cuanto a
Rafa, siempre fue y ha sido Ramsés, o tal vez su hermana, dependiendo de
la ocasión y de si podía cruzar las piernas o no. Si Rafa era un dios,
Elisa se preparaba para ser Nefertiti, una aprendiz algo tosca por aquel
entonces, pero de una altivez notable. En el camino sólo se escuchaban
sus voces quejándose de todo, pues desde el comienzo dejaron claro que
no les interesaba la música que llevaba en el coche. En aquellos días,
Luciano y yo andaríamos por los treinta, Elisa acababa de cumplir veinte
añitos y Rafa…bueno, Rafa era un poco mayor que nosotros (un poco, nada
más, ¿eh?). Las protestas de los ocupantes traseros no dejaban de sonar
y eran comprensibles. Llevábamos el maletero del coche abierto ya que
la silla de ruedas de Luciano no permitía cerrarlo del todo. Por tanto,
los humos del tubo de escape inundaban de vez en cuando todo el interior
del vehículo atufándonos a los allí presentes, pero de manera especial
al faraón y la princesa. De repente, una voz que sólo podría venir de
alguien de la Línea con estudios universitarios exclamó: Mira, m…., esto parece la cámara de gas de los judíos. ¿Tú nos quieres matar antes de llegar al Algarve? La
risa que nos entró a todos con aquel exabrupto fue tal que el pobre
Luciano se orinó en los pantalones y yo tuve que frenar repentinamente
porque casi me como el coche que iba delante.
Pasamos
un fin de semana muy divertido en Quarteira, como tantos otros.
Recuerdo que, paseando por la ciudad, y ante la estrechez de la acera y
la lentitud de unos extranjeros que iban delante, Ramsés los echó a un
lado diciendo: Can you see that we are “paralitical” gays? Un respeto
por las minorías y por los enfermos. Mucho imperio, pero muy poca
vergüenza. Aquellas personas no dudaron en apartarse de inmediato,
no porque entendieran sus palabras, sino por la fiereza de su mirada y
el ímpetu con que se abrió paso. Rafa era así. Divertido, ocurrente, con
algo de mal genio a veces, pero agudo e inteligente siempre. Podría
contar mil anécdotas sobre él, pero seguro que si las lee, es capaz de
enviarme a la bruja del Oeste, o a Esperanza Aguirre con las tijeras.
Sus alumnos tienen suerte de tener un profesor como él (es catedrático
de Geografía e Historia) y nosotros tuvimos la dicha de disfrutarlo
durante algunos años.
Hace
unos días me llamó por teléfono. Su voz sonaba triste y comprendí que
algo iba mal. Me contó que su hermana Loli había muerto. Tiempo atrás,
cuando nuestra relación era fluida y constante, me dijo que Loli
atravesaba un mal momento en su vida. Como hablábamos tanto de nuestras
familias aunque viviesen lejos, sentí la necesidad de escribir una carta
a aquella mujer que no conocía salvo a través de las palabras de mi
amigo. Parece ser que aquella misiva la emocionó, y que la guardó
durante años. Me decía Rafa que solía preguntar por mí de vez en cuando,
mostrando su deseo de conocerme. Bien, esto no llegó a suceder, al
menos físicamente, pero la sentí en todo momento cercana gracias a su
hermano. Estuvo y está en mi corazón.
Al
final de cada octubre, suelo ir al cementerio de esta ciudad a poner
unas flores sobre la tumba de otra mujer que tampoco llegué a conocer.
Hasta que murió hace seis años, era su marido quien lo hacía. Al no
dejar familia aquí, y sintiendo tanto cariño por ese anciano, pensé que
era mi deber relevarle en esa tarea. Este año le he llevado unos
claveles blancos. Cuando los colocaba sobre los dos pequeños jarrones
que presiden el nicho, me acordé de Loli y me dije: un ramillete por
Natalia y otro para esa mujer que durante tanto tiempo agradeció unas
frases de consuelo escritas desde la distancia y la osadía. Un beso
enorme para ti y para los tuyos.
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