(Antes de entrar en faena, necesito explicar algo a los pocos que encuentran un ratito para echarle un vistazo a este blog. El hecho de que su título comience por la palabra diario podría inducir a pensar que cada entrada va a seguir un orden cronológico y, como ya habrán comprobado, no es así. Escribo a chispazos de los recuerdos que acuden a mi memoria y procuro modificar lo suficiente para que aquellos sobre los que hablo no puedan ser fácilmente reconocidos. No es por mí, sino por el profundo respeto que siento hacia ellos. Y ya está.)
Cuando vi la película de Amenábar sentí más de un escalofrío ante alguna escena. No me ocurría eso desde hacía años, y eso que soy asiduo al cine de terror (aunque esta peli es mucho más). También sentí más de un escalofrío aquella mañana cuando escuchaba a mi interlocutor hablar sobre lo que le estaba sucediendo. Fue el curso anterior, acabando el segundo trimestre. Lo había observado rondar la puerta de Dirección desde hacía algunos días, pero cuando me acercaba a preguntar si me buscaba a mí o a otro miembro del equipo directivo, se alejaba con rapidez. Un día llamó por fin a la puerta y, con voz apenas audible, solicitó hablar conmigo.
Estudiaba 1º de bachillerato y era su primer curso en nuestro instituto. Venía de un colegio concertado donde había pasado casi todos sus años de escolarización. Su pulcritud encajaba con su buen gusto a la hora de vestir, aunque la elección de prendas, tejidos y colores mostrasen un claro deseo de no destacar, de no sobresalir de la gran mayoría de sus compañeros. Tuve que insistir para que dejara de permanecer de pie y se sentara, ya que su actitud era la de aquel que espera una reprimenda y eso me hacía sentir incómodo. Como la mañana de trabajo suele ir rápida y se acumulan los asuntos que atender, tengo por costumbre ir al grano. Le pregunté si le ocurría algo y negó con la cabeza volviendo su mirada hacia la ventana. Entonces comprendí que el pragmatismo que imprimía a mi actuación cuando un alumno venía con algún problema, se iba a quedar en la cuneta. Debía dar sosiego a la entrevista, hacer que confiase poco a poco en mí y tomarnos nuestro tiempo.
Tenía unos ojos tristes, movía la pierna con nerviosismo y mostraba cierta incoherencia en sus primeras respuestas. Respuestas a preguntas rutinarias cuya finalidad era relajarlo. A los diez minutos intuí de qué iba la cosa. Entonces mi mente comenzó a trabajar rápido para llegar pronto a ese momento en el que fuera capaz de hacer explícito el motivo de su ansiedad. Me costó más de lo que esperaba pero ese momento llegó, y con él, un torrente de palabras, una determinación inesperada, el llanto entrecortado y vergonzoso. Se fue del despacho después de casi dos horas y me dejó allí, sobrecogido y emocionado, con una sensación de impotencia que no me abandonó en todo el día.
No era feliz, me dijo, no tenía ganas de seguir en el instituto, tampoco en su casa. No encontraba su lugar en ninguna parte. Qué fácil era la vida para los demás, la gente normal. ¿Normal? ¿Qué era la normalidad para él?, inquirí. Entonces me describió un mundo idílico que se había inventado durante años y que tenía mucho que ver con rutinas de familias, relaciones de amistad infantil, adolescente, con pensamientos que no se ocultan, con primeros amores que se hacen realidad. Mientras lo escuchaba, tuve que hacer un gran esfuerzo para morderme la lengua y no interrumpirle. Hubo momentos en los que no podría asegurar quién de los dos mostraba más ansiedad. Pero lo peor de todo fue la impotencia que sentí cuando se marchó de allí. Cuántas cosas pude y debí decirle, cuántas historias parecidas a la suya pude haber utilizado para darle consuelo y esperanza. Sin embargo, tuve en todo momento la sensación de que mi primera obligación era escucharle, aunque esto suene a excusa.
Días después fui yo quien lo buscó, después de planificar cuidadosamente el momento idóneo, el lugar apropiado. En realidad, no sabía cómo iba a reaccionar a mi requerimiento. Tenía miedo de un rechazo, de estropear lo poco que había hecho por él en mi primera conversación, de que pensara que estaba traspasando una puerta de la que él era el único dueño, en definitiva, tenía inseguridad y muchas dudas, pero el convencimiento de que deseaba implicarme y, a ser posible, ayudar.
Fue generoso conmigo. Aceptó enseguida que charláramos un rato. Me permitió entrar. Y fue una de tantas conversaciones que hemos mantenido durante este último año. Tal y como decía en la entrada anterior, son a veces nuestros alumnos los que, con su corta experiencia vital, nos enseñan a ampliar horizontes, a adoptar decisiones, haciendo que estas sean cada vez vez más acertadas. En mi caso, una gran mayoría de los alumnos que han pasado por mis clases han contribuido a que mi madurez sea más completa. Así lo creo.
Cuando fui a buscarle aquel día, lo único que no tenía pensado era cómo iniciar nuestra conversación. Él estaba en el patio de recreo, solo, como casi siempre. Mirando a los demás sin que los demás notaran su mirada. Me lo llevé al despacho y le dije:
Mira que es guapo Manuel, ¿eh?, pero que mal le sienta el pelo largo, con lo bien que estaría con un buen rapado. ¿No te parece?
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