Hay amigos de fin de semana, de vacaciones estivales, de algún que otro partido de fútbol cuando apenas se puede correr detrás del balón por los efectos del tabaco. Los hay que sólo se ven en bodas, comuniones y bautizos, los que se dicen amigos cuando no desean ser más que compañeros de trabajo, los que se llaman así después de tratarse durante unos días o unas noches de copas. Y los hay para siempre, desde siempre. Tan escasos estos últimos, tan raros de encontrar que hasta el origen de esa amistad es a veces extraño también. Ahí van tres historias que nacieron en mi entorno de trabajo hace veinte años, casi al mismo tiempo, y que al día de hoy son los ojos en los que veo reflejada parte de mi vida, mis buenos y mis malos momentos, lo que hago bien y en lo que yerro.
P trabaja conmigo, codo con codo, todas las mañanas y bastantes tardes. Creo que conocí antes a su mujer que a él. No sé. Mi memoria es frágil cuando intento retroceder largamente en el pasado. También su mujer es amiga, pero no por su condición de consorte, que conste alto y claro, aunque esa será otra historia. P es una persona paciente, serena, comprensiva y tolerante hacia los demás, de trato afable y agradables modales. Cualquier compañero, alumno o familiar tiene fácil acceso a su despacho, a abordarlo en el pasillo o cuando está saliendo del centro al terminar su jornada laboral. Siempre dispuesto a ayudar y facilitar la tarea de los demás. A veces no estamos de acuerdo en algo y entonces puede ser duro, frío, distante. En ese momento te puede hacer sentir como un niño al que hay que corregir su conducta severamente y hacerle entender su error con contundencia. Le dura unos minutos, no más. Gracias a Dios, pues lo pasas mal mientras vuelve a ser esa persona amable y sonriente que te reconforta cada día. Sin embargo, hay algo que valoro en él por encima de todo lo dicho anteriormente: el hecho de que cuando le he hecho partícipe de alguna procupación, o le he contado cualquier cosa que probablemente produciría una reacción negativa o de censura en otra persona, él jamás me ha juzgado. Fuese mi actuación en lo narrado equivocada o inconscientemente grave. Cuando hace años pasé por una situación amarga que no podía contar siquiera a mi propia pareja, ni a mi familia, él me escuchó y me ofreció la ayuda que en ese momento podía ofrecerme. Aunque no tuve finalmente que aceptarla, fue tan grande el consuelo de poder ser oído sin atisbo de censura alguna, con tan sincero apoyo, que ya no necesité más. En ese momento comprendí que cada amigo (no son muchos), aparte de darme cariño y afecto me daba algo especial. En el caso de P era la confianza, la comprensión con letras mayúsculas. Así me lo ha demostrado durante todos estos años. Con naturalidad, aparentando no darle más importancia a una conversación íntima, y a veces dolorosa, que a un tema cotidiano del trabajo. Qué sencilla me haces la vida a veces, mi querido P.
A F y a L los conocí como alumnos al principio de mi labor docente. F era el alumno que caía en gracia nada más conocerle. Te reías con sus ocurrencias aunque las dijera en el momento más inoportuno de la clase. Y, aunque intentaba afear su conducta, ni yo mismo me creía mucho el papel que adoptaba para hacerlo. Nuestra relación empezó a hacerse más fluida y asidua cuando fue el primero en apuntarse a un taller de cine, lectura y teatro que inicié en el centro para intentar atraer a los alumnos a la realización de otras actividades que no fueran sólo el deporte y la organización de fiestas para el viaje de fin de estudios. Tenía, y tiene un ingenio inconmensurable. Es más, tiene la virtud de desdramatizar una situación comprometida, dolorosa, y hacer que los demás nos riamos, incluso de nosotros mismos, pues él mismo predica con el ejemplo. La amistad entre nosotros fue creciendo ya que la diferencia de edad no era mucha entonces, y a medida que pasó el tiempo, este factor jugó en nuestro favor. Recuerdo que era un ligón nato y muy enamoradizo. Cada vez que comenzaba una relación con alguna novieta, se empeñaba en traerla a mi casa como una especie de ceremonia de presentación formal, esperando en cierto modo mi visto bueno, que por supuesto siempre era positivo, me gustase más o menos la muchacha en cuestión. F siempre ha estado aquí, pero a veces era como el Guadiana, desaparecía y a lo mejor no lo veías en unos meses. Sin embargo, cuando lo tenías enfrente, tenía la capacidad de hacerte olvidar su ausencia en un segundo, pues es un encantador de serpientes que te conquista con un chascarrillo, una amplia sonrisa o un chiste hilarante. Ahora parece que estamos en modo fluvial, pero creo que pronto pisaremos tierra firme. Eso espero y deseo, como la alegría y el optimismo que tantas veces ha aportado a mi vida.
L se sentaba en la última fila de la clase y creo que durante semanas no tuve el placer de escuchar su voz. Era una chica algo huraña, de mirada profunda y dura y aspecto algo desaliñado. Mostraba una altivez que le servía de defensa para contraatacar a quien osase enfrentarse a ella, y a la vez creo sinceramente que ya se creía Nefertiti. Un día se acercó a mi mesa al finalizar la clase y me dijo que quería entrar en el taller literario, concretamente, me pidió participar en un pequeño montaje que estábamos preparando sobre unas páginas del texto de Darío Fo Aquí no paga nadie. Me sentí desconcertado, francamente. No la veía de esposa divertida y espabilada que miente descaradamente al honrado obrero que es su marido. Pero, ¿cómo negarle una prueba a aquellos ojos que no desviaron su mirada ni un segundo de la mía, a aquella determinación contundente que nunca hubiese admitido un no por respuesta? Además, no era esa mi intención, desde luego. Precisamente el taller estaba diseñado para integrar a alumnos como ella en el centro a la vez que fomentar el interés por ciertos aspectos de la cultura.
Me quedé fascinado la primera vez que ella y F, que casualmente interpretaba al marido, hicieron la escena donde aparecía con todo lo robado en el supermercado bajo su ropa y hacía creer al pobre hombre que estaba embarazada. ¿De dónde había salido esa vis cómica, ese desparpajo, esa estupenda vocalización? La química entre los dos fue inmediata, al menos sobre el escenario. Y, al igual que se abren algunas flores al llegar la noche después de haber estado mustias durante el día, así comenzó a brillar ella desde ese momento. Ha sido mi musa, mi confidente, mi compañera de barra los sábados noche, mi estilista, el paño de lágrimas de los domingos por la tarde, la que me llama casi todos los días con cualquier excusa, la madre de unos niños a los que que adoro y la mujer de un marido que ha respetado, entendido y apoyado nuestra amistad desde el principio. Sigue siendo más Nefertiti que nunca, pero no por una cuestión de autodefensa sino porque es una reina. Una reina en su casa y en la calle, sobretodo por la noche, bajo la luz del poco neón que va quedando. Le hubiese gustado ser rica y famosa, como las protagonistas de la película de Cukor, pero ella sabe que en cierto modo lo es. Al menos en el amor que percibe de los que la rodeamos.
Cuando pienso en ellos no puedo evitar preguntarme quién enseñó más a quien, ¿el profesor al alumno? ¿O el alumno al profesor?El tiempo ha ido equilibrando ese proceso. Cuando veo a P no entiendo a aquellos que dicen que es imposible mantener una gran amistad con quien se trabaja a diario y los roces son inevitables. Soy afortunado. Por ellos y por unos cuantos más que ya irán apareciendo en este blog. Incluso alguna con la que hablo por teléfono en la distancia muy de vez en cuando, pero que siento tan cerca de mí en esos momentos, que parece estar sentada en el sofá del salón de mi casa.
Esto es lo que da trabajar con personas. Te ofrece el gran privilegio de activar a diario todos tus sentidos: el tacto, el olor, la mirada...y estar rodeado de vida, la vida de los otros, la que fluye con la tuya y la hace más rica.
A vuestra salud.
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