martes, 14 de junio de 2011

Los amigos de Carlos

Hay un par de escenas en El color púrpura (Steven Spielberg, 1985) que hace unos días acudieron súbitamente a mi memoria. Aunque para muchos críticos la película no pasó de ser un correcto drama, algo sensiblero, y no se llevó ningún Oscar de los once a los que aspiraba, hay momentos en esa obra que son cine en mayúsculas.
En una escena, Sofia, el personaje que interpreta la ahora multimillonaria e influyente Oprah Winfrey, aparece abatida sentada en una mesa a la hora del almuerzo después de haber pasado años en una cárcel. Es el momento en que Celie (Whoopi Goldberg) se rebela por fin contra su marido y le dice que se marcha de casa. De repente, esa mujer que parece un espectro, levanta la cabeza y dice a todos que Sofia ha vuelto. Y luego, con toda la dignidad que le confiere el inmenso dolor sufrido, mira a Celie y le agradece la ayuda que recibió de ella en un momento en que creía que ya no sería capaz de seguir adelante.
La otra escena ocurre al final de la película. Por fin se produce el reencuentro de las dos hermanas que tanto se quisieron de niñas. Sin embargo, en vez de mediar palabra alguna o dedicarse las lógicas muestras de afecto, las hermanas comienzan a jugar de la misma forma en que lo hacían de pequeñas, incluso de adolescentes. Todos ese tiempo de separación se borra de un plumazo, no ha pasado, no existe.
Este fin de semana en Granada comenzó para mí con sensaciones parecidas a las que sentían los personajes que escuchaban a Sofia mientras ésta narraba sus sufrimientos, para después sorprenderse de su fortaleza. Y esto ocurría mientras me bebía las palabras de una amiga que no veía desde hace más de veinte años. Pero no era cine, era la vida, su vida. Y comprobé cómo una chica insegura, acobardada a veces, y no demasiado sensata en sus decisiones, se había convertido en una mujer fuerte, una madre coraje, una trabajadora formidable y, especialmente, una persona firmemente comprometida con aquello en lo que creía.
Y el fin de semana terminó en un bar, con otros cuatro amigos más que fueron llegando desde sitios distintos. Veinte y cinco años más tarde, ahí estábamos los seis. Los mismos que pasaron los últimos años de universidad compartiendo casi todas las horas del día juntos. Y muchas noches también.
Mientras bailábamos las canciones que solíamos escuchar en aquellos días y tomábamos una copa (bueno, a lo mejor más de una), me dediqué a observarlos. De la primera que llegó a la ciudad ya os he hablado. El que venía desde Córdoba había cambiado poco físicamente, pero desde luego lo había hecho a mejor. En él descubrí que seguía siendo una persona inteligente, de réplicas mordaces, con una hermosa y profunda mirada. Un hombre que disfrutaba esa noche escuchando a los demás e interviniendo lo justo para mostrarnos lo equivocado que alguno de nosotros estaba con respecto a su comprensión. Es, ante todo, un tío legal y bondadoso.
De Almería llegó la más pragmática. Y, sin embargo, nunca ha tenido ese adjetivo una concepción tan positiva como la que se le puede aplicar a ella. Seguía siendo una mujer decidida, de fuertes convicciones pero sensible a las opiniones de los demás. Tiene una hija ya en la universidad. Serán afortunadas ella y su hermana, pues su madre se ha encargado de transmitirles los valores más hermosos: solidaridad y compromiso con los más débiles, una participación activa en movimientos que buscan una democracia y una justicia de verdad, y siempre, respeto hacia otras ideas. Sigo admirando su valentía, aunque ella, a veces, no se vea así.
El siguiente vive en Málaga. Tenía cierto temor a verlo de nuevo. Pero, como los demás, puso el listón tan alto durante el fin de semana, que del temor pasé a mirarle embobado y a reírme de nuevo con sus ocurrencias. Es divertido, un tío que desprende alegría, humildad, sencillez. Pero sobre todo es una persona generosa, capaz, no sólo de perdonar errores y acciones desafortunadas, sino de olvidarlas por completo en aras de preservar una amistad que está, para él, por encima de todo. Es un campeón. Y un magnífico ser humano.
Por último, me toca hablar de otra amiga que también llegó de Almería. Ella ha sido con la que he mantenido el contacto, aunque fuese por teléfono un par de veces al año. Pudo haber sido el gran amor de mi vida si no fuera por… (Eso se queda en la intimidad). Con ella tengo complicidad, me hace sacar la parte más divertida que hay en mí, aunque me coja en un mal día. Es despistada, ingenua hasta para captar un chiste malo, pero esa ingenuidad la hace irresistible, al menos para sus amigos. Se hace querer en un segundo, y cuando se la quiere, es para siempre.
La última noche, como en la escena final de El color púrpura, el tiempo giró hacia atrás y, de repente, se paró en 1986. Y durante buena parte de la noche nos dedicamos a hacer lo que hacíamos en esa época: jugar. Como Celie y Olivia. Fue la forma de comunicarnos, de decirnos los unos a los otros que seguíamos queriéndonos, de expresar lo que sentíamos.
Soy muy afortunado. Un día os dije que no tenía hijos. Es cierto, y es algo que lamento. Pero lo que sí tengo son amigos. Grandes amigos.
Y sobrinos, pero eso es otra historia.

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